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Piketty va a la ópera

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Hay escritores de un solo libro, pintores de un solo cuadro, arquitectos de un solo edificio y compositores de una única obra, bien por decisión del destino o de la posteridad, no porque la realidad suela ser tan simplista y unitaria. A Engelbert Humperdinck (1854-1921) hay que encuadrarlo en la última categoría y muy pocos habrán escuchado otra música suya que no sea la contenida en su ópera Hänsel und Gretel, basada en el cuento homónimo de los hermanos Grimm y, como tal, condenada a padecer una segunda condena: la de quedar recluida en el cajón con el rótulo «ópera para niños». Los más pequeños no suelen ir a la ópera, es cierto, y pocos títulos se han ocupado de ellos, así que Hänsel und Gretel se ha convertido en la Sinfonía de los juguetes o la Guía de orquesta para jóvenes operística. En España, sus encantos nunca han prendido con fuerza, pero en Alemania y el mundo anglosajón es una ópera muy admirada y representadísima, especialmente –la tradición manda– en la época navideña, cuando los teatros se llenan de familias al completo para seguir las peripecias de los dos hermanos. El Teatro Real ha tenido la audacia de programarla justo después de las fiestas y en días y horarios para adultos, lo cual suena a una más que bienvenida reivindicación tanto de la obra en sí como de su autor.

Engelbert Humperdinck mostró un enorme talento musical desde muy niño, a pesar de lo cual se vio obligado a estudiar arquitectura para satisfacer los deseos de su padre. Su vida como músico cambió cuando la ciudad de Berlín le otorgó el Premio Mendelssohn, que le permitió estudiar durante todo un año académico en Italia, ese viaje al sur con el que siempre han soñado los alemanes más cultivados. Fue allí, en concreto en Nápoles en 1880, donde conoció a Richard Wagner, a quien cayó en gracia –empresa nada fácil– y que decidió nombrarlo su asistente en Bayreuth, lo que le permitió trabajar y vivir muy de cerca todos los preparativos del estreno de Parsifal, de la que parece ser que llegó a componer incluso unos pocos compases (durante el montaje se constató que la escena de la transformación requería más música de la que había compuesto Wagner, y fue Humperdinck quien la alargó justamente el tiempo necesario, con el beneplácito del compositor). Años después, a instancia de Cosima, se convirtió también en el tutor musical privado de su hijo Siegfried, y a la enseñanza de la composición y la teoría musical se dedicaría a continuación en varias ciudades, Barcelona entre ellas durante dos años (allí escribiría en 1885 su Ensayo de un método de armonía). Pero, a pesar de algún pequeño triunfo ocasional, su nombre seguía siendo perfectamente desconocido para el mundo musical, aunque todo cambió de la noche a la mañana cuando nada menos que Richard Strauss, que la tildó al momento de una obra maestra, original, nueva y «auténticamente alemana», dirigió el estreno de su ópera Hänsel und Gretel en el Teatro de la Corte de Weimar el 23 de diciembre de 1893. Strauss no hablaba en broma: años después, en el episodio de Ariadne auf Naxos en que el maestro de danza explica a Zerbinetta el mito de Ariadna, Strauss cita la melodía de la primera escena de la ópera de Humperdinck, «Brüderchen, komm, tanz mit mir», acompañada en la partitura de la indicación «parodierend, heroisch».

La ópera tiene su origen en una propuesta de la hermana pequeña del compositor, Adelheid Wette, que le pidió que pusiera música a un modesto espectáculo doméstico con canciones para las que ella misma había escrito los textos y que quería que interpretasen sus propios hijos. Y el título que le dio Humperdinck, «Kinderstuben-Weihfestspiel», remeda con sana ironía el imponente «Bühnenweihfestspiel» con que se anunció en 1883 el estreno de Parsifal. Es decir, mientras que la obra de Wagner había servido para la consagración de su santuario en Bayreuth, la de Humperdinck se conformaba con consagrar el cuarto de juegos de sus sobrinos como espacio escénico. Y en esa obrita se halla el germen que poco después daría lugar a la ópera que hoy conocemos, y que es la única que se representa del compositor, relegando al más completo de los olvidos al resto de su producción musical –escénica o no–, en la que encontramos incluso un título, la magnífica ópera Königskinder (Hijos de rey), en el que se utiliza por primera vez la llamada Sprechstimme, o Sprechgesang (canto hablado, un estilo intermedio entre el habla y el canto). Esto sucedió al menos quince años antes de que –otra consagración– Arnold Schönberg le otorgara carta de naturaleza en Pierrot lunaire; así se expresaría también, mucho después, Moisés en Moses und Aron y su discípulo Alban Berg se valió asimismo de este recurso expresivo híbrido en momentos puntuales de sus dos óperas, Wozzeck y Lulu, que él mismo bautizó como Sprechmelodie (melodía hablada). Pero el padre de la idea es Engelbert Humperdinck, al que todos asociamos simplemente con una inocente, conservadora y melódica operita para niños, y llegó incluso a inventar a tal fin un nuevo sistema de notación, con cruces, que hiciera posible este nuevo tipo de declamación cantada: «Las notas para la palabra hablada indican generalmente la altura relativa, no absoluta: la línea de los ascensos y descensos de la voz»«Die Sprechnoten geben im allgemeinen nicht die absolute Tonhöe, sondern die relative an: die Linie der Hebungen und Senkungen der Stimme»..

Como no podía ser de otra manera, Humperdinck no pudo sacudirse fácilmente la influencia de Wagner. Si su sombra pesaba ya como una losa sobre compositores de culturas muy diferentes, ¿qué efecto no habría de tener sobre alguien que había colaborado codo con codo con el Maestro, que había vivido en Bayreuth casi como un miembro más de la familia y que había tenido un papel tan relevante en la presentación al mundo de su testamento musical? Eduard Hanslick, el crítico musical más influyente de la época, vio representada Hänsel und Gretel en Viena en 1894 y, como furibundo antiwagneriano, identificó de inmediato las fuentes de las que había bebido Humperdinck para, a renglón seguido, arremeter contra ellas: «La modulación incesante y el predominio de las enarmonías, la textura polifónica en el acompañamiento, que a menudo tapan por completo las ideas principales, la declamación trastabillante con extraños intervalos y el acorde de quinta-sexta o el acorde de séptima disminuida al final de una frase, los instrumentos incesantemente cambiantes y los refinados efectos orquestales: todo esto es Richard Wagner hasta la médula»«Die unruhige Modulation und vorherrschende Enharmonik, das polyphone Gewebe in der Begleitung, welches den leitenden Gedanken oft ganz verdeckt, die in entlegenen Intervallen herumstolpernde Deklamation mit dem Quint-Sext-Akkord oder verminderten Septim-Akkord am Schluss einer Phrase, die unstet wechselnden Instrumente und raffinierten Orchester-Effekte – das alles ist bis ins innerste Mark Richard Wagner».. Hanslick exagera, desde luego, pero no le falta razón al situar la obra en la estela del autor de Los maestros cantores, una ópera con la que comparte, por extraño que pueda parecer, una idéntica plantilla orquestal.

Más interesante es quizá cuando, en un momento anterior de su crónica, Hanslick alaba la llegada de una alternativa al realismo desbordante y, a menudo, sanguinolento que se había apoderado de los teatros de ópera: Cavalleria rusticana, de Pietro Mascagni, por ejemplo, se estrenó en 1890 en Roma y dos años después se vería por primera vez en Milán Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo (ambos comparten con Humperdinck, por cierto, su triste condición de compositores-encerrados-con-una-sola-obra). En ellas está pensando el crítico vienés cuando escribe: «Frente a estas brutales tragedias en miniatura, que ya nos resultan tediosas, el contraste más marcado posible es… un cuento para niños. Allí criminales, suicidios, amantes y parejas traicionadas; aquí, dos niños pequeños, un hermano y una hermana, cuyo único padecimiento es el hambre y su mayor placer, ¡un bizcocho con mucho azúcar! Ninguna pasión, ninguna historia de amor, ningún enredo. El autor nos conduce realmente a otro mundo, y es un mundo mejor»«Und zu diesen uns bereits lästig gewordenen blutigen Miniatur-Tragödien ist wider der stärkste Gegensatz – das Kindermärchen. Dort Verbrecher, Selbstmörder, betrogene Liebes- und Eheleute; hier ein kleines Geschwisterpaar, sein einziges Leid der Hunger, seine höchste Wonne ein Stück Zuckerbrot! Keine Leidenschaft, keine Liebesgeschichte, keine Verwicklung. Es ist wirklich eine andere Welt, in die uns der Dichter führt, und eine bessere»..

El francés Laurent Pelly, del que vimos en esta misma temporada en el Teatro Real un montaje modélico de Le fille du régiment, de Donizetti, sin negar a Hanslick, se ha propuesto sacar alguna enseñanza provechosa más del argumento. En su origen, el planteamiento original del cuento de los hermanos Grimm rozaba, y no es el único caso, la crueldad:

Junto a un gran bosque vivía un pobre leñador que no tenía absolutamente nada para comer y apenas el pan para que comieran día tras día su mujer y sus dos hijos, Hänsel y Gretel. En una ocasión no tenía ni siquiera eso y ya no sabía qué hacer para salir de su miseria. Una noche en que no paraba de dar vueltas en la cama por su preocupación, su mujer le dijo: «Mañana temprano coge a los dos niños, dales un trocito de pan y luego llévalos al bosque, bien dentro, donde es más espeso, hazles ahí un fuego y luego vete y déjalos allí, porque ya no podemos alimentarlos«Vor einem großen Walde wohnte ein armer Holzhacker, der hatte nichts zu beißen und zu brechen, und kaum das tägliche Brod für seine Frau und seine zwei Kinder, Hänsel und Gretel. Einmal konnte er auch das nicht mehr schaffen, und wußte sich nicht zu helfen in seiner Noth. Wie er Abends vor Sorge sich im Bett herumwälzte, da sagte seine Frau zu ihm: “höre Mann, morgen früh nimm die beiden Kinder, gieb jedem noch ein Stückchen Brod, dann führ sie hinaus in den Wald, mitten inne, wo er am dicksten ist, da mach ihnen ein Feuer an, und dann geh weg und laß sie dort, wir können sie nicht länger ernähren”»..

Así comienza el relato en su versión inicial, contenida en el primer volumen de los Kinder- und Hausmärchen (1812) de los hermanos Grimm, quienes, a partir de la versión de 1840, atemperaron también el lacerante abandono infantil al atribuir la idea de dejar a los niños en el bosque no a su verdadera madre, sino a su madrastra, una figura siempre socorrida en quien concentrar toda la maldad. A finales de siglo, a Adelheid Wette la decisión, como madre, debió de parecerle tan terrible que la transformó para sus hijos en algo menos radical y más comprensible: la madre llega a casa agotada y con las manos vacías después de todo el día fuera y al ver que sus hijos han estado jugando, no trabajando, les reprende por ello y, en medio del rapapolvo y las carreras de una y otros, rompe una jarra con leche que contenía todo el alimento que había en la casa para ese día. Como castigo, los manda al bosque a coger fresas: de esto al original de los Grimm media un gran trecho. Y Laurent Pelly ha dado, a su vez, una vuelta de tuerca adicional al convertir los tiempos duros de comienzos del siglo XIX (una época de guerras, pobreza y hambre) en los años de crisis y desigualdad galopante de comienzos del siglo XXI.

Y lo hace de una manera sencilla y eficaz: presenta a la familia viviendo en una casa humildísima hecha de cartón, nada que no pueda verse a diario en calles y soportales de las grandes ciudades; el bosque alemán, ese bosque indomeñable y con vida propia que puebla la pintura, los poemas y los relatos románticos alemanes como un personaje más, ha quedado reducido a una serie de troncos esmirriados, desiguales, sin ramas, sin hojas, como si la lluvia ácida se hubiera abatido de un golpe sobre él, en cuyo suelo se agolpan además plásticos y desechos humanos. Por contraste, la casa de la bruja del tercer acto tiene a modo de paredes y techo esas hileras de los hipermercados en las que se apilan alimentos y bebidas a centenares y con las mismas marcas repetidas ad infinitum: la escasez frente al derroche, el ahorro extremo frente al consumismo desaforado, lo poquísimo de unos frente a la hiperabundancia de otros. Si el bosque se había desustanciado por la acción destructora de los humanos, la igualdad primigenia ha dado paso a una lancinante desigualdad. Para que unos pocos sean cada vez más ricos, tiene que haber día tras día centenares de miles de nuevos pobres. Si Pelly no ha leído a su compatriota Thomas Piketty, al menos lo parece.

Una vez situada la acción en estas coordenadas, Pelly no fuerza en absoluto el argumento, que, trasladado a este nuevo entorno, sigue funcionando como un reloj. Por donde flojearon las cosas fue, en cambio, por el lado musical. Ya el Preludio, con la gloriosa entrada de las cuatro trompas, nos anuncia música de muchos quilates, de raigambre wagneriana, pero que, cuando es necesario, sabe revestirse de una ligereza y un melodismo suave y regular que no es fácil encontrar en el autor de Parsifal. Pero Paul Daniel, que hasta ahora había dirigido en el Teatro Real óperas mucho más modernas (de Leoš Janá?ek, Karol Szymanowski y Hans Werner Henze), no sabe transmitir en ningún momento la enjundia de esta música de Humperdinck, por la que pasa en ocasiones casi de puntillas. Lo que se escuchó en el Preludio (falta de empaque sinfónico, ausencia de contrastes, pobre preparación de los clímax) fue la tónica en el resto de la ópera, dirigida con total corrección, pero con lo que sonaba como una actitud distanciada. Mientras Pelly se cree el argumento, y nos ayuda a hacerlo creíble, convirtiéndolo en una inquietante metáfora de nuestro propio tiempo, Daniel parece abstenerse, privándonos de todo el partido que puede sacarse a la extraordinaria escritura orquestal de Humperdinck (la escena del canto del cuco o la pantomima del sueño, por ejemplo, son sendos prodigios plagados de soberbios detalles de principio a fin que piden a gritos una dirección más matizada).

Sus cantantes tampoco le ayudaron especialmente. Sylvia Schwartz repetía por segunda vez en esta temporada en un papel protagonista y en su actuación pudieron apreciarse idénticos defectos y virtudes que el pasado mes de septiembre en Le nozze di Figaro que inauguró la presente temporada. Si allí su Susanna resultaba demasiado aristocrática, aquí su Gretel se percibe en exceso forzada en su infantilidad. En su afán de parecer una niña (físicamente, con sus coletas y su vestido corto, resulta totalmente creíble), corretea sin cesar y falsea un tanto la característica espontaneidad infantil: todo parece demasiado estudiado y planificado de antemano. Pero el principal problema no es su actuación escénica, sino las limitaciones de su voz, prácticamente inaudible en cuanto la orquesta se vuelve mínimamente wagneriana, lo que sucede con no poca frecuencia. Su voz es bonita, aunque con un registro muy justo, pero es demasiado pequeña para defenderse con garantías en un teatro de ópera. A su favor hay que dejar constancia de nuevo de su entrega: su afán de gustar y de hacerlo lo mejor posible es incuestionable.

A su lado, haciendo mucho menos, la mucho más veterana Alice Coote consigue mucho más. Conoce muy bien el papel (encarnó también a Hänsel, por ejemplo, en la extraordinaria puesta en escena de Richard Jones en la Metropolitan Opera de Nueva York) y, aunque en su caso el físico no le acompaña (no transmite la sensación de pasar o haber pasado nunca hambre), compone un niño menos hiperactivo y más convincente que la Gretel de Schwartz. Como buena liederista que es, su alemán y su modo de construir las frases de las pegadizas melodías de Humperdinck es excelente. Muy por debajo estuvieron Bo Skovhus y Diane Montague como los padres, dos papeles que se han convertido tradicionalmente en refugio de cantantes en el ocaso de sus carreras. Al fin y al cabo, ambos cantan muy poco (tan solo al comienzo y al final de la ópera), pero ambos papeles dan mucho de sí cuando se confían a grandes cantantes. De la en otro tiempo imponente voz del barítono danés queda más bien poco, mientras que la mezzosoprano británica conserva algo mejor sus antiguas virtudes. A los dos les sobran tablas y oficio, pero no parecían demasiado involucrados en lo que allí pasaba, poco ayudados por la casi siempre plana dirección de Daniel.

Laurent Pelly ha decidido confiar el papel de bruja a un hombre travestido, compensando la crueldad del personaje con un toque de humor. Esta bruja, que quiere hornear a los niños como galletas de jengibre, es el moderno equivalente de la Circe de la Odisea o la Alcina del Orlando furioso, que quieren transformar en animales a sus víctimas. El papel, aunque breve, puede dar mucho juego a un cantante con vis cómica. José Manuel Zapata la tiene (abusó de ella innecesariamente en la citada Le nozze di Figaro), pero en este caso no le ha funcionado muy bien. Pelly ha debido de exigirle cierta contención, pero no ha conseguido hacerse con el papel, ni por el idioma (su alemán es casi siempre incomprensible), ni por la sutileza que requiere la idea del francés de encarnar a una señorona de alto copete que reina a sus anchas en su gran mansión-hipermercado. Recordó un poco, mutatis mutandis, a la pobre actuación de Ángela Molina como duquesa de Crakentorp en La fille du régiment: no ha tenido suerte Pelly con los supuestos cómicos que le han asignado. Elena Copons y Ruth Rosique cumplieron con una mera corrección en sus brevísimos cometidos como el hombre de arena (aquí rebautizado como duende del sueño) y el hada (aquí también duende) del rocío.

A falta de una orquesta más poderosa y pluriforme, y de unas voces con una mayor impronta wagneriana y en plenitud, al final volvió a imponerse la dirección de escena de Pelly, que ha mejorado su propuesta original para Glyndebourne, sustituyendo la pantomima del sueño que allí pudo verse (con supuestos ángeles vestidos de blanco que bajaban al bosque a velar junto a los niños dormidos y protegerlos de todo mal) por una escena mucho más acorde con la filosofía general de su montaje: doce pantallas de televisión en las que vemos desfilar, con vivos colores, todo tipo de manjares (tortitas con sirope, donuts, tartas, batidos, zumos, refrescos, hamburguesas, patatas fritas, espaguetis). ¿Con qué otra cosa, sino con comida, pueden soñar dos niños hambrientos? Y Pelly se guarda aún un último as en la manga. Tras la muerte de la bruja, los niños que salen liberados de su casa-hipermercado son todos abiertamente obesos, otra sutil denuncia de las consecuencias del consumismo desaforado y una nueva representación gráfica de la desigualdad. Ellos simbolizaban aquí a ese 0,01% de ricos que detenta un porcentaje inversamente proporcional de la riqueza mundial. Y no es el cielo, ni Dios, como se canta en el coral final de la ópera, quienes les ayudan, sino que son Hänsel y Gretel, los niños pobres y famélicos, quienes, a la postre, liberan a los ricos. También esto habría hecho las delicias de Thomas Piketty.

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