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A oscuras y en celada

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En una entrevista de 1969, Vladímir Nabokov definió a Samuel Beckett como «un autor de obras teatrales funestas en la tradición de Maeterlinck». Nabokov, pobre, no podía evitarlo: ante la mención de cualquier talento comparable al suyo, echaba veneno por la boca. Pero la comparación es esclarecedora. Maeterlinck, que carga con la reputación tan poco atractiva hoy en día de simbolista puro y duro, es la fuente de buena parte del lenguaje dramático más renovador del siglo XX. Y aunque su nombre no suene tanto como el de sus contemporáneos Chéjov, Ibsen, Strindberg o Valle-Inclán (que lo adoraba), el silencio dice más sobre modas intelectuales que sobre la calidad de la obra. Tres piezas breves, montadas con originalidad por el Centro Dramático Nacional, ofrecen una ocasión ideal para comprobarlo.

Parecen necesarias, sin embargo, un par de aclaraciones. De entrada, esta Trilogía de la ceguera, como se ha llamado a la suma de La intrusa, Los ciegos e Interior, es una tríada ad hoc más que una obra planeada como tal por el autor. En su momento, Maeterlinck reunió las dos primeras bajo el título general de Los ciegos. Y más adelante habló de completar una «pequeña trilogía de la muerte» con Las siete princesas, una «obrita» (piécette) de corte onírico-fantástico. Pero, incluso entonces, se trataba de antologías compaginadas a posteriori, con el ojo puesto sobre todo en las ventajas comerciales de ofrecer textos breves y afines al público lector. En esa tesitura, no hay nada de malo en haber reemplazado Princesas por Interior: se le ahorra al espectador el Maeterlinck más artificioso, menos acorde con el gusto actual, y se consigue ahondar en la temática de la visión y la ceguera que domina las otras dos. Cada obra, por su parte, queda a cargo de un director distinto, pero los montajes están pensados para congeniar, desde la duración equivalente de unos cuarenta minutos hasta el suspense como elemento central.

Hay también una clara voluntad de modernización –y esta es la segunda aclaración necesaria– que excede las adaptaciones al uso. Aunque no tanto como en el Chéjov de Éramos tres hermanas que montó José Sanchis Sinisterra el año pasado, Beckett es aquí una presencia tutelar. Vanessa Martínez, la directora de La intrusa, escribe que la obra «nada entre el absurdo beckettiano y la muda violencia pinteriana». Y, sin ir más lejos, la inmovilidad de los personajes, una familia degenerada por la endogamia, recuerda la situación característica de Vladimir o Estragon. Aun así, no es que la familia espere a un indeterminado Godot. Espera, sin saberlo del todo, la muerte de uno de sus miembros y, en un sentido alegórico que indudablemente le importaba al autor, la salvación. Mientras, conversa, discute y cae en silencios ominosos: «He querido mostrar lo que hay de horrendo en la vida más sencilla –escribió Maeterlinck–, y las repercusiones desconocidas de las palabras más insignificantes que decimos». Si cada familia infeliz es infeliz a su manera, la infelicidad se eleva aquí a desamparo metafísico.

Son algo desconcertantes, aunque efectivas, las modificaciones que Martínez ha introducido en los personajes. El abuelo, en quien se oculta la revelación central de la obra, es aquí una abuela; las tres hijas se han convertido en dos hijas y un hijo (idiota); y al tío se le ha dado no sólo estampa de hipster, sino una mujer con pinta de comehombres. Esta mezcla malogra la simetría de sexos y generaciones, en la que tres hombres mayores y tres mujeres jóvenes padecían los mismos atavismos, pero se gana, en cambio, en cuanto a la cualidad esperpéntica del conjunto. Hay, entretanto, anacronismos voluntarios que Maeterlinck ni siquiera podía soñar: cuando comienza la acción, los tres hijos miran caricaturas de Betty Boop y pronto reconocemos en el vestuario de las dos hijas guiños a El resplandor (las chicas caminan además de la mano y hablan al unísono, como en la película de Kubrick). El suspense se alía así con la sensualidad, lo macabro e incluso lo unheimlich. Y si de unheimlich se trata, una de las bazas del montaje, que cuenta con una iluminación estupenda y unos efectos sonoros sobrecogedores, es producir en las plateas algo tan poco frecuente en un teatro como el terror. Esperen a ver a la abuela ciega jurando que hay alguien sentado en una silla vacía, o la secuencia final, que con tan solo una luz bien enfocada pone la piel de gallina.

La segunda obra, Interior, es también la historia de una espera y una muerte familiar, aunque el foco no podría ser más distinto. La muerte, de hecho, es la que hace que la acción eche a andar. Esta vez nos encontramos en el exterior de una casa, un jardín por el que se acercan dos hombres, con la noticia de que una de las muchachas de la familia ha aparecido ahogada río arriba. Pero algo les hace detenerse al mirar hacia la ventana: dentro hay una fiesta, y el espectáculo de quienes están allí reunidos, ignorantes del suceso y a todas luces felices, los paraliza. A partir de ese momento, los hombres empiezan a hacer tiempo, pero el mecanismo dramático también se basa en esa suspensión: ambos saben que quienes hallaron a la muchacha, una multitud de lugareños, se acercan con el cadáver a cuestas. Dilatar la espera, por tanto, no tiene sentido, pero, como fascinados por la fiesta, eligen aguantar cuanto sea posible antes de ser los mensajeros de la desgracia.

Al revés de La intrusa, donde lo esencial es lo invisible a los personajes, la obra se concentra en lo que los hombres observan, si bien eso es precisamente lo que le está vedado al espectador. Sólo tenemos, en definitiva, descripciones como la siguiente: «Las dos hermanas de la muerta están también en la habitación. Bordan despacio; el niño pequeño se ha dormido. Son las nueve en el reloj que está en el rincón… No sospechan nada y no hablan». El reto del montaje, pues, es transmitir las emociones de cada uno de los observadores en ausencia de aquello que las produce. Laudablemente, lo logra. Y el logro se relaciona no sólo con los diálogos pausados de los dos actores, a los que más tarde se suma una tercera presencia, sino con la atmósfera alucinada que se obtiene con unas luces mortecinas y unas columnas delgadas a manera de árboles. La nota dominante es el asombro, pero nunca se cae en efectismos como el que proponía el simbolista Auguste Villiers de l’Isle-Adam, para quien el teatro debía representar «la gran ansiedad humana delante del enigma de la vida». Como se relegan los símbolos a segundo plano, en el primero vemos la ansiedad de dos hombres, el enigma de lo que les tocará vivir.

Los ciegos, la tercera obra en orden de presentación, es pura ansiedad, aunque en este caso no la vemos, sino que la sentimos en carne propia. Y cuando digo que no la vemos es porque literalmente no puede verse. No sé si por primera vez o siguiendo una tradición moderna (Maeterlinck anota didascalias muy visuales), la obra se representa por completo a oscuras; sencilla en su concepción, la idea se traduce en un efecto genial. Porque lo fundamental es lo siguiente: todos los personajes de Los ciegos son ciegos. Apagadas las luces, los espectadores no encontramos instantáneamente en su misma situación. ¿Y cuál es esa situación? La de un grupo de excursionistas procedentes de un asilo a los que su guía, por razones de momento desconocidas, ha abandonado en medio de un bosque, sin avisarles de cuándo volverá. Puede que el simbolismo nos parezca bastante obvio: los ciegos representan el desabrigo que encuentra el hombre en su paso por el mundo, o alguna cuestión abstracta por el estilo. Pero, cuando uno oye las voces que se llaman unas a otras en medio de la oscuridad, el desabrigo se hace horriblemente concreto. Las vicisitudes que afrontan luego inspiran aún más terror del que se siente en la escena clave de La intrusa. Me atrevería a decir que toda la sala contuvo la respiración cuando uno de los ciegos contó con desesperación qué sentía cerca la presencia de un animal; y, ciertamente, respiré con un alivio casi físico cuando el animal resultó ser el perro del asilo.

Es uno de los grandes momentos de la obra, pero hay unas cuantas revelaciones más, y la menor no es el destino del guía. Pese a que no vemos a ninguno de los actores, van perfilándose además personajes muy diversos, como los de la loca, el viejo medio sordo, la joven hermosa, y así sucesivamente, que acaban siendo figuras humanamente reconocibles. Los actores, que, por razones obvias, quedarán sin nombrar, hacen un trabajo estupendo, sin cruzar la delgada línea que separa el énfasis del melodrama, pero imprimiendo a los distintos episodios la emoción necesaria. Gracias a ellos, el montaje trasciende las alusiones poco sutiles que suelen achacarse a los autores simbolistas. Y, tal como quería Maeterlinck, el texto puede interpretarse en varios niveles simultáneos, desde el más angustiosamente literal a todas las significaciones figuradas que se nos ocurran.

O casi todas. Una que me hace fruncir el ceño, apretar los labios y sacudir la cabeza no es otra que la del director, Raúl Fuentes. Para él, hay aquí «una metáfora clara y desoladora de nuestra sociedad contemporánea, una radiografía de la profunda crisis espiritual y ética que padecemos en nuestra irónicamente llamada “sociedad del bienestar”, donde realmente no vivimos, sino que “sobrevivimos”, en esta deriva ideológica y moral que es nuestro país y Europa: la pérdida de sentido vital, la soledad y falta de comunicación interpersonal en la era de Internet, la corrupción, la apatía social, la pérdida de valores y derechos del ciudadano, las tensiones y ansiedades que todo ello nos genera, no son sino los restos de un naufragio anunciado y que jamás quisimos ver». Madre mía. Hasta se acordó de Internet. Aunque nos resulta un misterio que alguien capaz de redactar semejantes disparates dirija un montaje de esta calidad, en teatro, como en cualquier ficción, más vale confiar en el cuento, no en quien cuenta. A oscuras, la obra hace pensar en algo bastante más simple, y no menos inquietante, que una actual crisis de valores: cada uno de nosotros es un huésped inoportuno en el mundo. Ahora y siempre.

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