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En las antípodas

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Hace unos veinte años, mi generación descubrió el cine australiano. Naturalmente, Australia había descubierto el cine mucho antes, prodigando estrellas más o menos desde que Errol Flynn (natural de Tasmania) empuñara el florete, de manera que cualquier cinéfilo podrá nombrar varias obras de fuste rodadas en ese país con bastante anterioridad. Pero, en los años noventa, la conciencia de que existía buen cine australiano despuntó gracias a unas pocas películas de directores jóvenes. Me atrevería a decir que las películas fueron tres: El amor está en el aire, como se llamó en España Strictly Ballroom, opera prima del luego famosísimo Baz Luhrmann; La boda de Muriel, de P. J. Hogan, en la que la mayoría de nosotros vio por primera vez a esa actriz descomunal que es Toni Colette; y, la que me sigue pareciendo la joya de la corona: Priscilla, reina del desierto, de Stephan Elliott, un director irregular que tuvo la fortuna de filmar esa obra de culto al comienzo de su carrera.      

Por qué Priscilla se volvió una obra de culto quedará claro en un momento, pero antes cabe notar que compartía con las otras dos una estética muy distinta de cuanto podía verse en el cine internacional de los años noventa, sin por ello desentonar del espíritu de la época. Más bien, todo lo contrario: como Luhrmann y Hogan, Elliott hacía gala de una ironía muy de aquellos años, con kitsch a cucharadas, ligereza interpretativa, despreocupación política, pero cierta veta contestataria, mientras se refocilaba en referencias populares (Madonna, Gloria Gaynor) e incluso en la mezcla de tradiciones culturales. En ello era al mismo tiempo muy australiano: estéticamente, una nación que produce un dúo como el de Kylie Minogue y Nick Cave realmente es capaz de mezclas insólitas. Y, en efecto, el argumento mezclaba de todo. En el marco de una clásica road movie, contenía un viaje en autocaravana desde Sídney a Alice Springs, una historia romántica de gente mayor, el encuentro de un padre homosexual con su hijo pequeño, una fábula sobre la diferencia y un retrato desopilante de la Australia profunda. Agreguemos que los protagonistas eran tres artistas de variedades, dos travestis en ejercicio y una transexual jubilada. Y que, antes de que los efectos digitales colonizaran la pantalla, regalaba magníficos efectos naturales: el más icónico, la autocaravana que cruza el desierto en solitario, con una estela de tela plateada flameando al viento. 

El hecho de que los protagonistas fuesen miembros del «show business» abría también el juego a los números musicales, que contaban con un vestuario magnífico e interpretaciones de antología: ver al impertérrito Terence Stamp cubierto de plumas y purpurina, entonando «Finally», de CeCe Peniston, era realmente un espectáculo. Y, obviamente, alguien se dio cuenta de que el espectáculo debía continuar. Como Grease o La cage aux folles en su momento, la película se reinventó una década más tarde en forma de musical para proponer a los espectadores no sólo la historia originaria, sino una experiencia amplificada del concepto de base. Digamos que se convirtió en producto. El estreno mundial se celebró en Sídney (2006-2008), y de ahí saltó a Londres, Toronto, Broadway y más allá, con diversos elencos pero idénticos elementos escénicos. A grandes rasgos, la producción que se ve en Madrid desde octubre coincide temporalmente con la de Atenas, Manila, Seúl y Estocolmo. ¿Qué nos dice eso del espectáculo? Primero, que es un éxito (y Madrid no es la excepción: sala llena un martes). Pero, segundo y principal, que, por su misma naturaleza, da lo mismo si uno lo ve en Atenas, Manila o Estocolmo. Tal vez el público de habla inglesa cuente con una pequeña ventaja, porque entenderá las letras de la banda sonora, y podrá apreciar con cuánto ingenio se adaptan a los pormenores de la trama; pero, en realidad, lo de menos es la trama, con o sin pormenores. 

En la producción de Madrid, se han traducido partes de las canciones como para que se entienda lo poco que hay que entender, pero el grueso de las letras se mantiene en inglés, lo que se agradece. Se me seca la garganta de pensar cómo sonaría «I will survive» convertido en «Sobreviviré»: «Primero tuve miedo, algo muy acojonante, / pensando una y otra vez que tú ya no eras mi amante…». No, no puede hacerse. Y ni falta que hace. Lo cierto es que sólo debemos dejarnos llevar por lo que Miss Understanding (Alejandro Vera) llama los «temazos», a fin de pasar dos hora al ritmo de Donna Summers, Cyndi Lauper, The Weather Girls y unas cuantas otras divas. Esos temazos son, siempre según la Miss, el sustento de las drag queens, junto con el alcohol y las plumas. Y cabe señalar que, si uno comparte dichas preferencias, también el espectáculo lo contempla: por 79,90 eurillos podrá adquirir una «butaca nightlife», que trae el «Kit Priscilla de regalo, con una consumición, programa de mano y boa de plumas». Qué amable lo del programa de mano. El resto de los espectadores, tras desembolsar en promedio cincuenta euros por entrada, tendrán que sacar un euro más para que los acomodadores, cuando aparezcan para pedir entradas largo tiempo después de que se acomoden solos, les entreguen un cuadernillo lleno de publicidad. Y tampoco los acomodadores olvidarán recordarles, al igual que los anuncios por megafonía, que podrán llamarlos en cualquier momento para pedir algo de beber. Eso, si están en los palcos; los de las plateas podrán acercarse directamente al bar ubicado dentro de la sala.

Uno no tarda en entender que la idea general de la producción es que cojamos una buena y rentable borrachera mientras la música soul nos lava el alma. El deber me impidió cumplir con lo primero, pero puedo dar fe de la calidad de la segunda. Si algo me impresionó gratamente del espectáculo –que, voy a ser claro, es una montaña de disparates– fue el trío de cantantes, o «divas», que aparecen en distintos momentos, generalmente desafiando la ley de la gravedad, colgadas de cables o encaramadas a tarimas, para entonar alguno de los citados «temazos». Aminata Sow, Rossana Carraro y Patricia del Olmo tienen voces magníficas, y su interpretación se mantiene dentro de los cánones, digamos, clásicos del soul, sin abusar del vibrato ni del melisma, como suelen hacer las cantantes pop contemporáneas cuando versionan un tema que les resulta poco atlético. Las tres dominan, además, ese movimiento esencial en una corista que consiste en desplazar la cabeza de lado a lado sin que la cara abandone la línea vertical. ¿Qué más puede pedirse? En todo caso, no mucho más puedo decir yo de sus interpretaciones, ni para el caso de las interpretaciones  del elenco, de dotes muy variadas. Alejandro Vera, por ejemplo, hace una convincente imitación de Tina Turner. Etheria Chan demuestra habilidades asombrosas con pelotitas de ping-pong. Y los protagonistas, Jaime Zatarain (Mitzy/Tick) y Christian Escudero (Felicia/Adam), además de tener cuerpos envidiables, cantan y bailan. Mariano Peña (Bernadette) no destaca precisamente en ninguno de los aspectos anteriores, pero es el único que por lo menos actúa, y lleva muy bien su papel de mujer, sin amaneramiento exagerado; también pronuncia las únicas réplicas medianamente graciosas del delgado libreto: «Si la idea era ponerle un enema al planeta, estamos en el punto de entrada».  Ya, he dicho «medianamente».

En medio de una historia muy poco memorable, limitada a dos o tres episodios que ocurren de camino a Alice Springs, nadie olvidará los aspectos cosméticos de los números musicales; en este espectáculo, a diferencia de lo que dice Bernadette, menos nunca es más. Más es más. A una autocaravana luminosa que domina la escena se suma un vestuario que enorgullecería a Liberace, conforme los trajes se suceden a ritmo vertiginoso, con un enorme despliegue de colores y texturas. Ahí reside la ventaja de una producción globalizada: el coste de semejante aparato, de cualquier otra manera, sería inasumible. Pero también está lo que podría llamarse el coste del talento. Veinte años atrás, The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert ganó un merecido Oscar al mejor vestuario, y uno nota que buena parte de los vestidos aquí presentes, como las pelucas gigantes, los pantalones con perneras anchísimas o los disfraces de avestruz, están tomados directamente de la película. Dicho de otro modo, el concepto ha salido casi gratis. Para no caer en esta forma de abaratamiento, recomiendo ir a la fuente. El DVD puede adquirirse por una fracción de lo que cuesta la entrada, y uno sale ganando mucho más que dinero.
No esperen a que salga la adaptación cinematográfica (y no me extrañaría que hubiese productores interesados) para ver la excelente obra del también australiano Andrew Bovell Cuando deje de llover, montada con imaginación en la sala grande de las Naves del Español. La obra se presenta por primera vez en España, pero de Bovell ya habíamos tenido noticias hace dos años, cuando Tamzin Townsend dirigió Babel. Quienes hayan disfrutado de esta última, no deberían perderse la nueva; y quienes se hayan quedado con dudas (como yo entonces), tampoco. Diez años separan la escritura de ambas piezas. Y se nota. Cuando deje de llover es indudablemente más madura, más profunda, más ambiciosa y mucho más lograda, aunque no por ello deje de tener afinidades con su predecesora.

Aquí también Bovell tiende a ver conexiones por todas partes, en general caóticas, de las que suelen asociarse con el efecto mariposa. En particular, eso quiere decir que, cuando un personaje prepara una sopa de pescado en Londres, se sella la muerte de un niño en un pueblo perdido de Australia. Cómo llegamos de un punto al otro es algo que el drama se toma su tiempo en desvelar, avanzando y retrocediendo a saltos entre distintos momentos y lugares, para ofrecernos una saga que estudia a cuatro generaciones de una familia desde 1959 hasta 2039, cuando el planeta se encuentra sumido en plena crisis medioambiental. Esto último tiene su importancia simbólica, pero Bovell no ha escrito una obra postapocalíptica ni un alegato ecologista. Su salto al futuro viene a mostrar, antes bien, algo más sencillo: tan solo pasados unos años veremos las consecuencias de nuestros actos, con el corolario de que no podremos darles sentido sino hasta entonces. No creo que Bovell crea en el destino –cree, sin duda, en su existencia retrospectiva, pues nada es más impotente ante los hechos que la memoria–, pero el número de generaciones contempladas juega con aquello de que «Señor […] que castigas la culpa de los padres en los hijos y hasta la tercera y cuarta generación». Las desgracias de la familia Law son cuantiosas.

«Cuanto mayor es el orden de una sociedad, menor es su resistencia al caos», dice un personaje, y la obra puede pensarse como una progresión del orden al caos y de vuelta al orden. Digamos, sin explicitar demasiado, que al principio sucede un acto terrible y luego una oleada de repercusiones traumáticas. Contado de manera lineal, no es más que la historia de una familia desdichada, pero Bovell elude la linealidad. Al hacerlo, no sólo crea un estupendo mecanismo narrativo, lleno de suspense y sonoridad, sino que capta los ecos de largo alcance que producen nuestras vidas. Crea un mecanismo narrativo, de hecho, a la altura de la sentencia bíblica. Algunos de los temas, mientras tanto, nos internan en el imaginario de su país, y no por azar recuerdan a los de Priscilla: la nebulosa identidad personal, los espacios inmensos, la búsqueda de padres e hijos, siempre dueña de cierta inconsciencia. «Qué crueles son los padres, son la hostia de crueles», dice alguien en la primera mitad de la obra; «qué crueles son los hijos, son la hostia de crueles», responde otro en la segunda. 

El director y los actores han llevado a escena este material de manera modesta, sin exhibicionismo alguno, pero con gran efectividad y  cuadros de dura belleza. Sorprendentemente, la escena se ve desde los cuatro costados, y las acciones se interpretan sobre todo en las diagonales, con algunas escenas montadas sobre plataformas que hacen girar los propios actores. Sin duda hay allí una metáfora de cómo los personajes le dan siempre la vuelta a las mismas cuestiones, pero apenas se trata de una insinuación, un soplo sutil en el texto. ¡Y qué bien dicen estos nueve actores el texto! Destaco a algunos, por capricho de la memoria. Ángel Savín (Gabriel York), que abre y cierra la obra, aporta la campechanía necesaria para que aguantemos las severidades del medio. Felipe García Vélez, como Joe Ryan, un hombre bueno, enamorado y mal querido, ahonda en la dureza. La mujer que no lo quiere lo suficiente, y para colmo está perdiendo la cabeza, es Gabrielle, una Susi Sánchez tan impresionante como la que vimos hace un tiempo en Los hijos se han dormido. Y está también Ángela Villar, que interpreta con latente amargura al mismo personaje en su juventud, cuando la felicidad parece posible. Se equivoca. Lo cierto es que, salvo uno, en la cuarta generación, todos los personajes se equivocan catastróficamente. Pero la suma de equivocaciones acaba dando un doble saldo positivo: en el mundo imaginario, una lenta expiación; en el real, uno de los mejores montajes de la temporada.  
 

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Ficha técnica

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