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Así pagan los pícaros

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Con sólo un día de diferencia, acaban de estrenarse dos adaptaciones de novelas picarescas. ¿Casualidad o síntoma? Quienes no crean en las primeras notarán que ambas obras están producidas por el Grupo Smedia y que hasta se suceden en cartelera en orden cronológico: el Lazarillo (1554), que dio inicio al género, se interpreta los lunes en el Cofidis; mientras que El Buscón (1626), que muchos consideran su cumbre, sube a escena los martes, en el Infanta Isabel. Sería estupendo que se montara los miércoles, por ejemplo, Periquillo el de las gallineras (1663), y así redondeamos en media semana un siglo de prosa sobre la miseria española; pero de eso no tengo noticias. Mientras tanto, las dos producciones anuncian con más o menos fervor los paralelismos de las realidades históricas con la actualidad, lo que me parece un síntoma no tanto de la crisis, como de que la crisis vende.

Si al público le gusta presenciar alegorías de la adversidad, a la gente de teatro le encanta proponerlas. Basta con echarle un vistazo a los programas: «Entre el siglo XVII y el XXI hay, a primera vista, mucha diferencia –escribe el director de El Buscón, Daniel Pérez–; sin embargo, leyendo a Quevedo, estudiando el comportamiento de la administración del Estado, de la economía, de las clases sociales, de las ambiciones y anhelos de los españoles, se encuentran tantas similitudes que nos parece mentira». Y sigue, con una doble contradicción que parece mentira que nadie le haya señalado: «Lo que no quiere decir que nos hayamos atrevido a poner en escena esta versión de El Buscón, porque pensemos eso tan manido de que “está de actualidad” o “tiene plena vigencia”. […] Pero sorprende que España siga siendo, en esencia, el mismo país que dibujó don Francisco de Quevedo». Rafael Álvarez, «El brujo», parece coincidir en esto último. El Lazarillo «afronta un problema universal», y «hoy también la apetencia […] se mueve en torno a la ambición y el poder. Es como una metáfora que todo el mundo entiende, es un mundo, un pozo de vida y significados que te conducen». Álvarez no especifica adónde, pero explica: «Nace en una época de enormes desequilibrios entre el mundo oficial de la Corte y el real, de hambre. Y antes, al igual que ahora, no se puede ser feliz en un mundo desgraciado, porque las vidas maltratadas tienen que ver con la tuya. Al menos yo no puedo».

Pobre Álvarez. Lo cierto es que no se le veía muy infeliz el lunes del estreno, mientras el público le reía una gracia tras otra, aunque sin duda estaba actuando. Lamentablemente, su actuación no implicaba el texto, al que durante la primera media hora pareció buscar en el suelo, agachando la cabeza y haciendo pausas inopinadas («me dijo entonces el… ¡el clérigo!»), y que más tarde decidió abandonar por completo, para volcarse a lo que sólo puede llamarse interpretación libre. En este sentido, decir que el espectáculo sigue la versión que hizo de la novela Fernando Fernán Gómez en 1994 es más o menos como decir que John Coltrane seguía a Rodgers y Hammerstein cuando tocaba «My favourite things»: aunque en el fondo se adivina una estructura, el intérprete la adorna por su cuenta. No es que este Lazarillo no sea una muestra notable de improvisación; pero uno se pregunta si eso no responde a la fatiga. Álvarez, como él mismo comenta durante la función, lleva veinte años interpretando al personaje, y su relación con él se parece a la de un matrimonio longevo, donde conviven el amor, la intimidad y el fastidio.

Más que apropiarse del texto –la posesión es cosa de amantes–, el actor parece interesado en contestarle, comentarlo, hacer bromas a su costa y, como un marido nostálgico, rememorar las ocasiones en que fueron felices juntos. Todo arranca de manera clásica («Sepan vuestras mercedes, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes», etc.), y enfila por caminos conocidos durante el episodio del ciego, que se interpreta, si no con gran destreza verbal, sí con suficiente gracia física. Ha de destacarse que el actor está solo en una escena vacía, y que la ocupa con una autoridad casi magnética. Pero pronto la narración se va desmigajando en bufonadas, onomatopeyas en lugar de palabras («¡cric, crac, zas!»), chistes autorreferenciales («tengo que hacerlo todo yo solo») y otras tretas actorales que persiguen la recompensa de una risa fácil. Para cuando llegamos al segundo episodio del Lazarillo (la novela, recordarán, tiene siete), donde se acentúa la epopeya del hambre, cualquier frase acerca de la miseria del siglo XVI es excusa para hablar de la austeridad actual, de los chanchullos políticos, de los políticos (incluido un chiste sobre Ana Botella) y hasta del veintiuno por ciento del IVA, que cada vez que se menciona suscita una oleada de indignación biempensante. Moraleja gatopardesca: todo tiene que cambiar para que todo siga igual.

Mezclado con lo anterior, la obra incluye apartes autobiográficos sobre las muchas veces que el actor ha representado la obra en toda España: se nos regalan diez minutos sobre las peculiares reacciones de un espectador anciano durante una representación al aire libre; quince sobre lo que dijo una señora en un pueblo perdido; y así sucesivamente, en anécdotas sin orden, concierto ni solución de continuidad, durante las que el actor invita al público a reírse de sí mismo («no había tanto nivel como aquí») y mecha nombres famosos, que siempre despiertan la atención: «me dijo Fernán Gómez»,  etc. Una de las historias que más risa causa, de hecho, pinta a Fernán Gómez recitando un monólogo mientras un ratón («en épocas en que en los teatros había ratones») se pasea tan pancho por el escenario («y volverán»). Como la cuenta Álvarez, con visajes y aspavientos, la historia tiene su gracia; lamentablemente, pierde un poco de efecto cuando uno ya la oyó en su espectáculo Mujeres de Shakespeare. ¿Qué nos dice este pasaje reciclado? Para empezar, que, en la aparente demencia de la improvisación, hay un método; pero, por contraste, también que de poco sirve el método si el material no acompaña. Al espectáculo, en este sentido, acaban por perderlo su enfoque facilista de la actualidad y la poca atención que le presta a un magnífico material de base como es el del Lazarillo de Tormes.

Daniel Pérez y Jacobo Dicenta, director y protagonista de El Buscón, respectivamente, no cometen el mismo error en su producción. El texto adaptado por el primero es un destilado del monólogo de Don Pablos, que empieza puntualmente por la presentación del personaje y termina poco más de una hora después por el aforismo que cierra la novela: «Nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y de costumbres». Gracias a la estupenda actuación de Dicenta, esta frase resuena no sólo como una sentencia moralizante, sino como la conclusión lógica de las desdichas que ha contado el personaje. Y si algo cabe destacar, de entrada, es que en escena vemos a un personaje. O, mejor dicho, a varios. Dicenta interpreta la mayor parte del tiempo a Don Pablos, pero, según lo requiere la acción, se da la réplica a sí mismo, metiéndose en la piel de la madre del pícaro o el clérigo avaro que mata de hambre a sus alumnos. Cada uno posee una entonación y una gestualidad particular, y el actor da en el clavo en todos los casos, sin caer en parodias fáciles ni amaneramientos como aquellos de los que echa mano el Brujo. 

El escenario está casi vacío, lo que aquí realza el hechizo del monólogo, pero es un gran acierto que al actor lo secunde Dulcinea Juárez tocando el laúd y la guitarra barroca. Aunque la interpretación del texto es siempre individual, el acompañamiento musical, por paradójico que parezca, contribuye a ahondar en la atmósfera de intimidad. Es un recurso mucho más efectivo que la música grabada que oímos en el Lazarillo (Álvarez utilizó con gran éxito un violinista en Mujeres de Shakespeare), donde, para más inri, la voz está amplificada electrónicamente. El Infanta Isabel es un teatro más pequeño, y quizá con mejor acústica, que el Cofidis, por lo que puede prescindirse con facilidad de la amplificación; pero el mérito pertenece una vez más a Dicenta, un actor que, como suele decirse, «proyecta» la voz tanto en un susurro como en un grito, y que enuncia cada palabra clarísimamente y cada frase con un sentido impecable del tempo. Agréguese a ello una parca pero muy calculada utilización de efectos sonoros (Jorge Muñoz) e iluminación (David Linde) y tenemos una obra que cautiva la atención del espectador.

No recuerdo qué actor dijo que uno de sus objetivos era lograr que el público dejara de toser. El silencio que había en la sala era, sin duda, un indicador de que en escena estaba pasando algo bueno; pero también lo eran las risas, que se sucedían sin exabruptos, sólo donde el texto era realmente cómico. De manera que la puesta en escena demuestra no sólo sensibilidad, sino inteligencia. Lo único que no me convenció (pero le doy el beneficio de la duda) fue el momento en que Don Pablos cuenta su llegada a la corte de Madrid, detallando las desdichas e imposturas de todo el mundo en esa ciudad hostil. Como para acentuar el aleccionamiento, se encienden entonces las luces de la sala. Y si miramos alrededor, se sugiere, veremos que seguimos en el mismo sitio que el protagonista. Más allá de que no lo creo, la obra no necesita de estas generalizaciones moralizantes: sencillamente, su fuerza moral y la causticidad de su visión están en otra parte. ¿Dónde? En las palabras, dónde más.

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Ficha técnica

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