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Si ofrecer, con huestes foráneas, dos versiones de concierto de Moses und Aron, de Arnold Schönberg, se antojaba una opción extraña para abrir una temporada operística y para celebrar una efeméride (los sólo quince años transcurridos desde su reapertura), no parece menos arriesgada la decisión de que la primera ópera que suba al escenario del Teatro Real este otoño sea la extremadamente problemática Boris Godunov, de Modest Musorgski. Desde que vio la luz su redacción original en diciembre de 1869, ha sido un título sometido a incesantes vaivenes, transformaciones, orquestaciones, ediciones, retransformaciones, reorquestaciones, reediciones, refundiciones, restauraciones, supresiones, adiciones, apropiaciones y un sinfín de avatares y metamorfosis que se traducen en que raramente puede oírse dos veces la misma música, similar orquestación o idéntico libreto. Estas representaciones se anuncian como el «estreno en Madrid de la versión completa con la orquestación original de Musorgski de 1872 y la incorporación de la escena de la catedral de San Basilio de la versión de 1869». En medio de la jungla de ediciones y partituras distintas que circulan por ahí, Boris Godunov puede estrenarse y reestrenarse casi ad infinitum, lo que resta valor a cualquier declaración de principios en este sentido. Desde el momento en que su autor nos legó dos versiones radicalmente diferentes ya estaba sembrando la semilla de la confusión. Su escasa pericia como orquestador hizo el resto, ya que desde el intento –también doble– de Rimski-Korsakov de reorquestar y reajustar la obra de su amigo para facilitar su difusión, la ópera ha ido pasando por múltiples manos que han hecho y deshecho a voluntad, incluido Dmitri Shostakovich (pero su hábil orquestación estrenada en el Teatro Kirov en 1959 paga, ¡ay!, derechos de autor, un lujo inasequible en estos tiempos).

Nunca sabremos si, de no haber sido rechazada la primera versión de Boris por el Directorio de los Teatros Imperiales, Musorgski habría remozado radicalmente la música, el libreto, la dramaturgia y aun la ideología originales de su ópera. Varios de sus amigos le habían animado previamente a ello y él mismo acometió la tarea de reescritura con diligencia y entusiasmo, lo que invita a pensar que la primera redacción de lo que era en esencia una obra marcadamente experimental –casi visionaria–, y la primera ópera que lograría completar su autor, debió de parecerle muy pronto perfectible. Hoy suele favorecerse en todos los ámbitos la vuelta al Urtext, lo que ha dejado arrumbadas a menudo las eficaces pero muy intervencionistas versiones de Rimski-Korsakov, tan habituales en todos los teatros desde sus respectivos estrenos en 1896 (San Petersburgo) y 1908 (París, auspiciada por Sergei Diaghilev). Y la inclusión de la escena de la catedral de San Basilio antes de la muerte de Boris tampoco es nada novedoso, puesto que ha sido práctica habitual durante décadas en todo el mundo tras la estela del Teatro Bolshoi de Moscú, el iniciador de la práctica en 1925. Hay un pequeño detalle, sin embargo, en el que conviene reparar. La escena del bosque de Kromi de la segunda versión fue concebida para sustituir a la de la catedral de San Basilio de la versión original, de ahí que Musorgski transfiriera verbatim secciones musicales completas de ésta a aquélla, que ahora, con la cohabitación de ambas, suenan absurdamente repetidas. Por no hablar de las visiones del pueblo –sumiso y rebelde, víctima y motor de la Historia– tan diferentes que ofrecen una y otra, o de la doble y contradictoria aparición del yurodivi (el «necio en Dios»), lo cual resta fuerza a su trascendental intervención, al final mismo de la ópera, como una mezcla del fool del King Lear de Shakespeare (Boris tiene a su vez mucho del Macbeth más atormentado), del törichte Reine («puro necio») del Parsifal wagneriano y de encarnación eterna y visionaria del alma rusa.

Antes de que comience la representación, el Teatro Real proyecta un resumen cronológico de mandatarios rusos-soviéticos-rusos desde Iván el Terrible hasta Vladímir Putin. De manera innecesariamente explícita, está enviándosenos un mensaje nada cifrado antes de que suene la primera nota: vamos a asistir a una reflexión sobre el poder y sobre los modos innobles que tienen muchos de llegar y de perpetuarse en él. La reflexión se quiere –intuimos– intemporal, ya que la escenografía se limita a un edificio desvencijado inalterable durante toda la ópera, cuya estructura y desconchones remiten vagamente a uno de esos bloques de viviendas neutros, tristes y pronto envejecidos que se construyeron en los años de gloria del comunismo. El vestuario es también un batiburrillo en el que conviven el traje y corbata convencionales de Boris, la camisa a cuadros de leñador de Arkansas y los pantalones militares de camuflaje de Grigori (que cambia por un esmoquin a la remanguillé en el acto polaco), las inefables mallas de leopardo de la tabernera (ataviada también, eso sí, con esas sandalias altas acordonadas tan características de las humildes camareras centroeuropeas) o el atuendo a lo Harry Potter de Fiódor, el hijo de Boris. ¿Es un mejunje semejante sinónimo de intemporalidad o simplemente de mal gusto y pobreza de ideas?

Johan Simons, con mucha más experiencia teatral que operística, no será recordado especialmente por esta producción, con la que debutaba en el Teatro Real. No es Boris Godunov, con su sucesión de escenas aparentemente inconexas, una ópera fácil de organizar y explicar dramáticamente. El imprescindible contraste entre las escenas de masas y las intimistas se pierde en buena medida con ese decorado único en el que todo acaba confundiéndose. Simons toma decisiones difíciles de comprender, como hacerle juguetear a Misail con un pepino [sic] en la escena de la taberna en la frontera lituana, primero a modo de teléfono móvil (otro supuesto guiño a la intemporalidad) y luego llevándoselo a los labios como si fuera un habano para, de postre, acabar comiéndoselo a dentelladas. Todo ello sin cantar una nota, sin hacernos esbozar una mínima sonrisa y distrayendo al espectador de lo que cantan y dilucidan a su lado Varlaam y Nikitich. El acto polaco es un disparate de fealdad de principio a fin, con este último arruinado por el absurdo cambio de ropa a la vista del público de parte del coro de cara a la siguiente escena, al tiempo que Marina y Grigori concluyen su dúo bajo la mirada maquiavélica del jesuita Rangoni. Pero lo peor llega casi al final, con la muerte de Boris. Si alguien había logrado emocionarse con uno de los momentos musicales más extraordinarios de la historia de la ópera, Simons arranca de cuajo todo estremecimiento al hacer que cinco sosias del asesinado zarévich Dimitri (otros tantos niños vestidos de blanco a manera de angelitos custodios) acompañen fuera del escenario, por su propio pie, al zar súbitamente resucitado, como si no hubiera otras maneras de dejar el espacio expedito para la última escena. El postrer guiño posmoderno y coyuntural a las Pussy Riot (jamás el poder consiguió que una astracanada tan roma y chapucera alcanzara semejante resonancia global) queda también desdibujado por no reservarse exclusivamente para el final y prefigurarse poco antes. 

El de Boris es el papel soñado para cualquier bajo. Con él se asentaron firmemente en la leyenda Fiódor Chaliapin, Alexander Kipnis, George London, Boris Christoff, Nicolai Ghiaurov o Martti Talvela. A caballo entre la razón y la sinrazón, es el rey Lear de los personajes operísticos y, como tal, requiere tener no sólo una imponente voz de bajo, sino una línea de canto fluida y natural y unas cualidades interpretativas sobresalientes. Günther Groissböck no posee ni una cosa ni la otra y consiguió la rara distinción –lo cual no es tarea fácil en un Boris Godunov– de no ser el cantante más aplaudido de la representación. Nada de lo que hizo resultó creíble y su evolución psicológica fue nula. No logró en ningún momento transmitir la desazón inherente a las palabras que salían de sus labios y la capacidad de persuasión de sus graves descendía vertiginosamente a la par que su registro.

Casi lo contrario puede predicarse de Dmitri Ulianov como Pimen, que nos regaló la mejor escena de la noche (la de su celda), por voz, por convicción y por temple escénico. Él expresó como ninguno el verdadero sentido de la declamación musical de Musorgski como una extensión natural de la prosodia. Hay decisiones artísticas difícilmente comprensibles y, oyéndole desgranar modélicamente su monólogo como cronista de los hechos, como notario de la Historia, éramos muchos a buen seguro los que nos preguntábamos: ¿por qué no ha cantado él el personaje de Boris? Excelente también Stefan Margita como el príncipe Chuiski, un modelo en el que debería mirarse Groissböck para aprender a construir con cuatro certeras pinceladas un personaje creíble y convincente. Anatoli Kotscherga, un ilustre Boris hace un par de décadas, recala ahora en el mucho menos exigente papel de Varlaam, que cantó con las tablas y la desenvoltura que le otorgan su larga experiencia. Julia Gertseva compuso una Marina muy sólida en lo vocal, pero incómoda y poco comunicativa en lo escénico (y no sólo por tener que cantar inmóvil, embutida en un traje de diámetro imposible y sujetándose con una mano una corona de baratillo que, de lo contrario, se hubiera caído irremediablemente al suelo), mientras que Alina Yoravaya y Alexandra Kadurina fueron eficaces y creíbles como los hijos de Boris, Yenia y Fiódor. El segundo personaje clave, el de Grigori (el falso pretendiente al trono), tuvo otro pobrísimo valedor en el tenor Michael König, burdo como actor y tosco como cantante.

Desde el podio, Hartmut Haenchen hizo muy poco por defender con persuasión la orquestación original de Musorgski, mucho más descarnada y áspera que la suntuosa de Rimski. Su dirección fue plana, blanda y sonó sólo intermitentemente convincente en el tramo final de la ópera, ya que hasta entonces había sido casi siempre descafeinada, falta de grandeza y mordiente en las escenas colectivas al aire libre (unas campanas grabadas y escupidas por los altavoces poco ayudan a dar boato a la ocasión) y desprovista de refinamiento en los momentos más íntimos. Primó el control a rajatabla (esas violas monocordes e inalterables al comienzo del monólogo de Pimen) sobre la emoción teatral y la orquesta estuvo casi siempre ocupando un nebuloso segundo plano. Todo lo contrario cabe decir de las espléndidas intervenciones del coro, excelente, entregado, compacto y afinado toda la noche, y principal responsable de que lograra alzarse por fin el vuelo en la última escena de este Boris Godunov más bien plomizo y acogido con tibieza y resignación por el público, que abandonó la sala ni musicalmente enriquecido ni intelectualmente aleccionado sobre los entresijos del poder y sobre sus comezones y zozobras eternamente repetidos.

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Ni aun en tiempos de máxima tribulación económica y cultural hace Alfonso Aijón mudanza de los principios que han regido siempre la actividad de Ibermúsica: traer a su temporada madrileña a las mejores orquestas del mundo. Quizá por eso mismo ha iniciado de nuevo su curso con la que ocupa quizás un lugar preferente en ese Olimpo: la Orquesta Filarmónica de Viena. En medio de la penuria, el mayor lujo. Nada más ocupar sus atriles los músicos se acumulan los pequeños y sustanciosos detalles para la vista: sólo siete mujeres (todas en la sección de cuerda) en medio de una nube de hombres; ni un solo asiático entre sus filas; en la lista de músicos, apellidos que parecen sacados de un listín telefónico del Imperio Austro-Húngaro; instrumentos de repuesto discretamente colgados del atril detrás del concertino y de los solistas de las secciones de segundos violines y violas (por si surge una contingencia que casi ninguna otra orquesta se molesta en prever); instrumentos de madera y metal con sus propias especificidades organológicas, intrínsecamente «vienesas»; profesores y alumnos (y aun padre e hijo, como los clarinetistas Ernst y Daniel Ottensamer) conviviendo codo con codo en los atriles, transmitiéndose el saber ancestral como hacían artesanos y aprendices en la Edad Media. Estamos, en suma, ante la orquesta menos globalizada del planeta, ante la apoteosis de la tradición. Si aún queda algún vestigio de la vieja Europa, éste es, sin duda, uno de ellos.

Desde aquella actuación memorable con Leonard Bernstein al frente (y un jovencísimo Krystian Zimerman como solista) en el Teatro Real en 1984, también de mano de Ibermúsica, los Filarmónicos Vieneses (la traducción exacta de su nombre alemán) han dejado constancia frecuente de su idiosincrasia y su calidad inigualables en Madrid. Su última visita fue en mayo de 2011, también con Daniele Gatti, que contó entonces con el notable hándicap de dirigir la misma obra –la Novena Sinfonía de Mahler– que había ofrecido en la misma sala pocos meses antes Claudio Abbado con su Orquesta del Festival de Lucerna, una formación plural, moderna, ad hoc, que representa valores casi opuestos a los seculares de la Filarmónica de Viena. Ahora no cabían comparaciones y la sesión doble incluía nada menos que las cuatro Sinfonías de Johannes Brahms.

La decisión de ofrecer el pasado 27 de septiembre la Tercera y la Primera, en este orden, y sea quien sea su responsable último, es descabellada. Aquélla jamás habría existido sin ésta, y no sólo por consideraciones puramente cronológicas, sino también espirituales. Una fluye libre, sin cortapisas, mientras que la otra avanza trabajosamente, como el agua que, embalsada contra su voluntad durante veinte años, encuentra por fin un resquicio en la compuerta por el que escaparse. No tiene sentido dejarnos llevar por el río antes de habernos asomado a la presa: pudiendo elegir, no parece sensato leer Finnegans Wake antes que Ulysses. Sólo cabe pensar que el final de la Primera, desterrado por fin el modo menor, es más rotundo y, sobre todo, más proclive al aplauso que los acordes en pianissimo en el viento y los delicados pizzicati de la cuerda en los últimos compases de la Tercera. Pero la lógica y el buen sentido musical deberían imponerse a semejantes prosaísmos, y más en una orquesta de este nivel.

Daniele Gatti es un músico honesto, que huye de todo protagonismo, sin un solo gesto histriónico o efectista, tan habituales entre sus colegas. Es, por encima de todo, un magnífico concertador y director de ópera (como demostró, por ejemplo, el pasado mes de junio en Zúrich, con un sensacional Mathis der Maler, de Hindemith, una ópera que está pidiendo a gritos recalar por fin en Madrid) y que, como cualquier oyente con los oídos bien abiertos, cae rendido ante el dechado de virtudes de los vieneses. A ratos parece más absorto ante la belleza del sonido que producen que provisto de las dotes de mando necesarias para enjaezar a su gusto su talento, como esos conductores anonadados por la potencia y la elegancia de su Ferrari. De entrada, la Tercera le salió un tanto agreste, falta de contrastes dinámicos, cuidadosa y bien realizada en el trazo fino, pero desprovista de hechuras globales: mucho más una secuencia de aforismos que grand récit. En la Primera, en cambio, orquesta y director se situaron al mismo nivel y empezó a aflorar el sentido arquitectónico de Brahms, los portentosos diálogos de la madera (el Andante sostenuto fue, probablemente, lo mejor del concierto), las frases largas construidas a la manera de exposición, nudo y desenlace. Con una abultadísima sección de cuerda (dieciséis violines primeros, todo un lujo para este tipo de música), Gatti se preocupó de mantener los imprescindibles equilibrios. En el haber destacaron gloriosas intervenciones de los solistas de viento (flauta y trompa, sobre todo) y en el debe se echó en falta una mayor presencia de los contrabajos, situados detrás de los primeros violines, una ubicación poco afortunada en el Auditorio Nacional, tan diferente acústicamente de la Musikverein vienesa, donde funcionan a las mil maravillas como retaguardia ocupando todo el fondo del escenario, junto a las cariátides.

Con la Filarmónica de Viena se corre siempre el peligro de primar el cómo sobre el qué. El sonido que es capaz de producir la orquesta es tan inigualable, tan incomparablemente personal, tan anclado en un tiempo que parece irremediablemente perdido, que resulta fácil sucumbir a su hechizo y olvidarse del significante y del significado. Sólo eso se añoró en el primero de sus conciertos madrileños. Poca cosa para conseguir borrar la emoción que produce constatar que, al menos en el pequeño reducto que forman estos formidables instrumentistas, el corazón de la vieja Europa sigue latiendo.

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Discípulo de Olivier Messiaen, Pierre-Laurent Aimard ha sido un apóstol de la creación contemporánea, en solitario y como miembro, durante casi dos décadas, del Ensemble Intercontemporain, del que fue fundador. Aparte de Messiaen, ha trabajado codo con codo con György Ligeti o Elliott Carter (aún felizmente en activo a sus ciento tres años). Sin embargo, cuando hace poco fichó por la todopoderosa Deutsche Grammophon, impuso que su primer disco fuera una grabación del Arte de la fuga de Bach. Aimard sabe extraer la modernidad del pasado y desvelar el poso de la tradición en el presente. Nada extraña, por tanto, que su último recital madrileño haya incluido obras de, en este orden, Heinz Holliger, Robert Schumann y Claude Debussy. De este último conmemoramos este año el sesquicentenario de su nacimiento y su compatriota está tocando su música por medio mundo.

La primera parte de su recital pasó sin pena ni gloria. Holliger es mucho más conocido entre nosotros como oboísta de fuste que como compositor, una faceta en la que nos ha dejado obras extraordinarias, casi siempre espoleadas por la poesía germánica. Es el caso de sus tres brevísimos Nocturnos, inspirados por poemas de Georg Trakl, que le suscitaron hace ya medio siglo una música austera de estirpe weberniana, que pone especial énfasis en las resonancias naturales de los acordes, a veces reforzadas por el pianista pulsando o percutiendo cuerdas en el interior de la caja. Aimard la tocó muy bien, pero, en su extremada concisión, no es la mejor elección para abrir un recital en frío con un público aún desconcentrado y con los más despistados apagando sus rebeldes teléfonos móviles.

Hace unos años sorprendió comprobar la poca afinidad del francés con la música de Robert Schumann cuando, junto a Matthias Goerne, interpretó en el Teatro de la Zarzuela un nada convincente Frauenliebe und -leben (travistiendo, por tanto, la persona poética de los versos de Chamisso). Ahora las cosas han llegado mucho más lejos y sus Estudios sinfónicos fueron decepcionantes de principio a fin. Aimard, con su portentosa técnica, ofreció una lectura de la partitura que se asemejaba más a una radiografía (y, a ratos, a un TAC), en la que se veían con fría nitidez todos los entresijos y la armazón de la obra, que a una emocionada lectura poética. Faltaban la carne, los músculos, la sangre borbotando de un compositor devorado por el sentimiento amoroso y rebosante de inventiva. Su versión (que incluyó las cinco variaciones póstumas entre los estudios octavo y noveno, a pesar de que las omitía el programa de mano) fue a menos y empezó a declinar notoriamente en el décimo estudio. Tras un sonoro desliz, Aimard se desconcentró y acabó siendo víctima de un violento lapsus de memoria en el Allegro brillante final, que a punto estuvo de hacerle naufragar y tener que parar. Salió del atolladero como pudo, inventando notas y sudando la gota gorda. Pero más allá de la anécdota (importa el espíritu, no las notas, como decía Beethoven), lo que pudo corroborarse una vez más es que a Schumann le cuadra mejor la sorpresa que el bisturí, la bruma que el microscopio. Su música debe sonar inconformista, alborotada e imprevisible, nunca ordenada, cristalina y dócil.

Debussy puso con sus dos libros de Préludes uno de los pilares básicos del piano moderno. Decía que muchos de ellos habían de tocarse «seulement entre quatre-z-yeux», en la más estricta intimidad, vis-à-vis. Nacidos hace ahora justo un siglo, los doce que integran el segundo libro llevaron las innovaciones un paso más allá, aventurándose incluso ocasionalmente en la escritura sobre tres pentagramas, en vez de los dos convencionales. Y, aparte de esa tercera mano invisible, hay otro detalle importante: también pequeño, pero crucial, e invisible para el oyente desprevenido. Debussy relega en su partitura el título de las piezas al final de cada una de ellas, cuando la música ya ha concluido y donde aparecen casi de tapadillo, entre paréntesis y precedidos de unos elocuentes puntos suspensivos, como si el compositor quisiera evitar toda tentación de que el pianista –y sus oyentes– apliquen un enfoque reduccionista a una música que va muchísimo más allá del descriptivismo o la mera ilustración.

Y fue aquí, en su terreno, respirando el aire que más le gusta, hablando en su lengua natal, donde Aimard dio por fin la medida de su grandeza como pianista. Superado el trance de la primera parte, regaló una lectura impecable, intimista y adecuadamente abstracta de esta sucesión de joyas inspiradas por igual en el Antiguo Egipto (Canopes), en el titular de un periódico (La terrasse des audiences du clair de lune), en las evoluciones de un malabarista (General Lavine), en personajes literarios (Hommage à S. Pickwick Esq. P.P.M.P.C.) o en una postal de la Alhambra enviada por Manuel de Falla (La puerta del vino) desde esta España que el gaditano califica, casi como ahora, «de songe et de mensonge». Aimard lleva esta música –ahora sí– en la sangre, tiene interiorizada hasta su última nota, disfruta con sus insólitas armonías y la toca con una convicción irrebatible. Las piezas se sucedieron encadenadas, con sólo una breve cesura en el ecuador del ciclo, que es justo cuando se alcanzó el cenit, con una etérea y prodigiosa versión de La terrasse des audiences du clair de lune. Todo lo que en Schumann había parecido control y contención se tornó ahora en naturalidad y desparpajo.

Aimard es un programador refinado y cultísimo, como está demostrando en sus años al frente de Festival de Aldeburgh. Por eso cuesta entender que no haya tocado en Madrid, al igual que hizo hace años Krystian Zimerman en esta misma sala, lo que parecía el programa ideal, para él y para el público: los dos libros de Préludes de Claude Debussy, una música que mana de sus dedos como si fuera él quien estuviera creándola y regulando el flujo del agua al caer. Esa fue justamente la sensación que se apoderó de este oyente mientras Aimard iba desgranando, casi a modo de tentativa, los acordes «doucement tristes» de las armonías levemente exóticas de Canopes, o cuando lanzó al aire ráfagas y destellos luminosos en los Feux d’artifice conclusivos. Esto es algo al alcance sólo de los grandes –los grandísimos– intérpretes, que saben así arrogarse o, mejor, reservarse una pequeña parcela de coautoría a la hora de dar vida a la música de su primer creador. Ellos llegan en segundo lugar, sí, pero son igual de imprescindibles. Pierre-Laurent Aimard, tan dubitativo en Schumann, obró el raro milagro de la perfección y la empatía absoluta en Debussy. Un intérprete de talento y un piano. Sin escenografía, sin vestuario, sin instrumentos de recambio, sin cuota de paridad, sin grandes desembolsos de dinero, «entre quatre-z-yeux»: no hace falta más para que el gran arte nos arranque de la acre realidad y nos transporte, siquiera de forma efímera, a un mundo mejor.

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