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Palabras mayores

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La cuestión de quién es Don Quijote no es tan fácil como decir «el protagonista del libro de Cervantes». Uno puede considerarlo un loco irremediable, como hicieron los primeros lectores del libro, o, por el contrario, alinearse con los románticos alemanes para ver en él la contienda entre lo real y el ideal. Puede tomarlo por el lado del nacionalismo cervantista, subrayando la galanura castellana del hidalgo. Puede concentrarse en el texto, declarando a Don Quijote el prototipo del personaje realista, o irse a lo posmoderno y zanjar que el libro ya es una parodia del realismo y, por ende, el personaje un constructo autorreferencial o alguna otra cosa por el estilo. Lo cierto es que, desde cada una de las posturas anteriores, cabe decir lo siguiente: todas las demás se equivocan, cuando menos, en parte. Pero también aciertan en parte, por lo que las versiones no forman puros mentises, sino un rico sedimento para el brote de nuevos significados.

Una lectura inocente de la historia, por cierto, se ha vuelto imposible: «Al tamiz de las grandes interpretaciones, hay que añadir como impedimento los datos que el lector posee antes de entrar al libro» (cito a Francisco Rico, de su reciente Tiempos del Quijote). Sin ir más lejos, el nombre del personaje, que como todos sabemos es Alonso Quijano, con la salvedad de que todos lo aprendimos mal: en el libro, Quijano convive con Quesada, Quijada y Quijana, y «del nombre de pila no hay ni rastro». Están también las frases falsamente atribuidas, como «ladran, Sancho» etc., o, una bête noire de Rico, «con la iglesia hemos topado», que comete la doble infracción de cambiar la letra (el texto dice «dado») y tergiversar el sentido. Agreguemos las ramificaciones de la obra en otros ámbitos: sesenta y pico películas, otras tantas piezas y hasta un musical, en el que el caballero de la triste figura está tan triste que canta y baila. De esa perla, El hombre de La Mancha, se hizo luego una adaptación cinematográfica (ya ven cómo damos vueltas en redondo, o quizás en espiral, cada vez más lejos del origen), cuyos principales intérpretes son la barba postiza de Peter O’Toole y una Sofia Loren que, en el papel de Dulcinea, hace irrelevante cualquier idealización. En fin, el Quijote aguanta cualquier cosa; pero sus complejidades no se dejan dominar tan fácilmente.

Estrenada en el pasado Festival de Almagro y en breve paso por Madrid, Yo soy Don Quijote de la Mancha es un esfuerzo bienintencionado, pero algo ñoño, por ponerle a la historia las riendas de la corrección política. Participa de lo que yo llamaría el clima actual de amabilidad moralizante. Ahora el hidalgo es la bondad personificada o, en palabras del dramaturgo, José Ramón Fernández, «lo mejor de nosotros», un figura en la que «necesitamos creer». El director, Luis Bermejo, agrega que «Don Quijote no es un loco demente que ha perdido el juicio por un exceso de fantasía literaria, sino alguien que siente con intensidad lo que otros experimentamos débilmente». Bueno, si a él le parece, así será para él. Me pregunto, igual, cómo lee esta frase: «del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio» (capítulo I). Pero no pequemos de literalistas. Lo importante es ver hacia dónde va el desvío.

Bermejo y Fernández ponen el acento en el lado sapiencial del Quijote. No hay en la obra representación de batallas ni acción épica alguna. El foco son los diálogos de los protagonistas, que, al conversar, van aprendiendo uno del otro. Don Quijote se revela, de hecho, como un modelo de conducta, una especie de santo secular. Dicho así suena fatigoso, y si agrego que la obra dura dos horas en las que se hace poco más que soltar la lengua, quizá disuada a más de uno. Pero la puesta en escena de Bermejo incluye también buenas dosis de ironía y momentos de crueldad cómica, algo que no puede faltar en Don Quijote, como cuando Sancho debe darse cincuenta azotes para pagar una deuda pergeñada por su señor. También se juega con el lado metaficcional del libro: en el primero y el tercer cuadros, los actores se salen de sus papeles para comentar la obra de la que forman parte. El texto, además, combina con buen ritmo conversaciones y soliloquios, en una antología de extractos cervantinos cuidadosamente ordenados y retocados por Fernández. Si acaso, se insiste demasiado en el efecto añejo del futuro de subjuntivo («Si te dijere, Sancho, que hicieres»), pero la continuidad de tono está muy bien lograda.

La continuidad entre el pasado histórico y sus ecos en el presente se percibe también en la atractiva escenografía de Javier Aoiz, que combina elementos de madera y lona, en colores terrosos, con una pasarela de hierro levantada un metro y medio sobre el escenario. La pièce de resistance es una gran pantalla ubicada en el lugar del telón de fondo, sobre la que se proyectan imágenes, colores indicando distintos momentos del día, o el aspa blanca y zumbona de un molino de viento moderno. Por momentos, el teatro se ilumina como un cine. Y hasta hay un interludio visual en el que vemos en el fondo hermosos paisajes manchegos, mientras la actriz que interpreta a Sanchica (una encantadora Almudena Ramos) hace un encomio del espacio por donde se paseaba el Quijote. La escena se completa con un violonchelista que, a la izquierda, toca una composición dulzona pero discreta, compuesta por Ramiro Obedman para la obra. (Dicho sea de paso: ¿se ha puesto de moda el recurso de utilizar música en directo en las salas? Solo desde septiembre lo vi en Mujeres de Shakespeare y en La vida es sueño).

El mayor mérito de Yo soy Don Quijote pertenece a los actores, empezando por un José Sacristán de antología, que alterna delicadeza, cansancio, empaque y pedantería profesoral sin solución de continuidad. Con un cliché, se diría que ha nacido para el papel, pero en realidad hizo algo más interesante: envejecer de modo idóneo. Y es que para interpretar al Don hace falta cierto currículum. Hay que tener unos años, un acervo considerable de gravitas, una voz atractiva, un apostura no muy canónica (Peter O’Toole no daba con el physique du rol), una presencia escénica fuerte (ser famoso no viene mal), talento para la comedia física y, lo más difícil, un desparpajo natural para hacer el ridículo. Sumen Solos en la madrugada y las comedietas setenteras en las que Sacristán se paseaba en calzoncillos, y más o menos tienen el combo. Pero, aquí, sus mejores momentos no son cómicos, sino sus recitaciones en cadencias como melopeas, hechas con una dicción gratísima.

Fernando Soto, como Sancho, hace mucho más que darle la réplica al protagonista. Crea un pícaro atolondrado y con gran ritmo. Habla aprisa, y es una locomotora al enlazar refranes. Soto posee además una gran naturalidad física y, junto con Ramos, cumple de maravilla la necesidad de imprimirle movimiento a las escenas, algo crucial en una obra de tanto texto (Sacristán permanece mayormente estático). Lo que nos lleva a Ramos y al personaje que le toca: la gran adición, o el gran invento, del dramaturgo. «Sanchica es el modo que he encontrado –ha dicho– para introducir la voz y la mirada de los jóvenes…». Es también la manera de introducir la frescura de una actriz vivaz, con un enérgico cuerpo de bailarina, en un escenario algo enfrascado en la masculinidad. La obra, de hecho, hace un gesto en dirección al feminismo, que sabe imposible en su contexto histórico, cuando Sanchica se calza la coraza de Don Quijote y amenaza con salir a «enderezar tuertos». No lo hace, pero abre esa posibilidad para el futuro.

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Una empresa quijotesca fue la de la bibliotecaria, lexicógrafa y sufridora del franquismo María Moliner (1900-1981), cuya vida y obra son la materia de El diccionario. Hasta qué punto vida y obra se cruzan es el principal problema que ha debido afrontar el autor, Manuel Calzada Pérez. Moliner afirmó: «Mi biografía es muy escueta, en cuanto que mi único mérito es el Diccionario». Se refería, por supuesto, a su Diccionario de uso del español, uno de los monumentos de la lexicografía en nuestra lengua, que le llevó quince años compilar y siguió corrigiendo hasta que tuvo uso de razón. Pero hubo vida antes del monumento, y Calzada escarba en la cotidianeidad de una profesional casada y madre de cuatro hijos, a los que, como recuerda el texto con excesiva frecuencia, debía «zurcirles los calcetines». Con ese trasfondo, la obra reproduce uno de los esquemas básicos perfeccionado por Hollywood en los biopics de personas conocidas: nos situamos en la posición estratégica de un momento crítico, para poner en perspectiva toda una vida mediante la yuxtaposición de flashbacks. Pienso en Iris, sobre Iris Murdoch, o, más recientemente, La dama de hierro, sobre Margaret Thatcher.

Como Murdoch, Moliner sufrió en su vejez un deterioro que la privó de su atributo más admirable: la inteligencia. El diccionario tiene por marco las visitas que hace a un neurólogo cuando se le declaran los primeros síntomas de arterioesclerosis cerebral. (En la vida real esto sucedió en 1973; aquí se juega con las fechas, y se mezclan episodios que sucedieron con varios años de diferencia.) En los diálogos entre médico y paciente, se perfila el carácter modesto pero intelectualmente arrollador de Moliner, al tiempo que se reconstruye su compromiso con el contexto sociocultural en su trabajo de lexicógrafa y bibliotecaria. Detrás de las palabras, como cabe esperar, está la política. Para empezar, la política de géneros: el doctor (Helio Pedregal, el más sólido de la obra) representa la autoridad paternalista ante la que Moliner (Vicky Peña) debe hacerse valer. Y aunque, al principio, ella queda atrapada en el discurso clínico –se le diagnostica un «trastorno con tintes psicóticos» y hasta un «delirio léxico de Don Quijote»–, los roles van equilibrándose hasta que el recelo médico se convierte en admiración.

El diccionario rescata también la labor republicana de Moliner, que, durante el franquismo, le valdría la degradación en sus funciones. Es en el trabajo lexicográfico, con todo, donde la política aflora de manera más filosa. En un momento se menciona la definición de «matrimonio» que daba entonces la Real Academia: «Unión por la cual el hombre y la mujer se ligan de por vida», etc. Retruca Moliner: «¿Quién dijo que tiene que ser de por vida?». Y cuando critica la definición de «dictador», nos acercamos al quid de la cuestión. En una escena ambientada en 1939, se dice: «Las palabras ya no nos pertenecen» y, más adelante, «Franco nos ha condenado al silencio». Las frases son demasiado aleccionadoras, pero alertan sobre una intuición central de Moliner: en la definición de las palabras se cuela siempre la ideología. Así, escribir un diccionario durante el franquismo puede ser una forma de resistencia. En su esfuerzo por redefinir términos, la autora alberga una utopía: entender bien la lengua es pensar con precisión, y de ahí a actuar bien hay un paso. Como dice el marido de Moliner (Lander Iglesias), con sus definiciones ella quiere «ordenar el mundo».

Las temáticas, el material biográfico, los documentos utilizados, son fascinantes, pero la obra, lamentablemente, se dispara en demasiados sentidos a la vez, derrapando con frecuencia en tempo y tono. Ningún dramaturgo debería infligirle a un actor la cursilería lacrimógena de cantar una canción de cuna a un bebé que está a punto de morir. Y, en cuanto a la afasia final de la protagonista, entendemos que es una tragedia sin necesidad de que la actriz se ponga a balbucear. Noté a los actores incómodos, poco creíbles en sus papeles, al cumplir esas exigencias del texto. También la dirección acusa falta de solvencia: por momentos Peña parece desorientada, mientras Iglesias hace lo que puede con réplicas que no le dejan espacio. El efecto total es curioso: en vez de tejer un personaje, los hilos narrativos acaban enredándose unos con otros. Al final, no supe si había visto una obra sobre la decadencia física, los estragos del franquismo, el compromiso político, la excelencia intelectual, la condición de la mujer en el siglo XX, las fatigas del matrimonio o qué. La vida de María Moliner incluyó, sin duda, todo eso y más. Pero en el teatro, como en los diccionarios, el mejor aliado es el orden.

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