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Bernini y España

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En una carta escrita por el rey Carlos I de Inglaterra el 27 de marzo de 1639 y dirigida a Gian Lorenzo Bernini, podemos leer el siguiente exordio: «The fame of your sublime genius and of the illustrious Works that you have so felicitously brought to fruition has extended beyond the frontiers and indeed nigh beyond those of Europe itself and has brought to our England your glorious name»«La fama de vuestro genio sublime y de la ilustre Obra que habéis llevado a cabo con tanto acierto se ha extendido más allá de las fronteras y ha traspasado casi las de Europa misma y ha traído hasta nuestra Inglaterra vuestro glorioso nombre».; después elogia su bondad y termina solicitándole la realización de un retrato suyo, un busto en mármol«If you would so kindly agree to execute Our portrait in marble» («Si accedierais tan amablemente a ejecutar Nuestro retrato en mármol»), carta reproducida en Domenico Bernini, The Life of Gian Lorenzo Bernini, trad. ing. de Franco Mormando, University Park, Penn State University Press, 2011, p. 142, para lo cual, asumiendo que el artista no viajaría a Londres, se ofrece a enviarle su retrato pintado por Van Dyck, con tres perspectivas de su cabeza. El real encargo se realizó y el busto de mármol fue enviado a Londres, donde seguramente desapareció en el incendio del palacio de Whitehall de 1698; por otro lado, el retrato triple de Van Dyck permaneció con los descendientes de Bernini hasta su regreso a Inglaterra en 1802: actualmente se encuentra en las colecciones reales en Windsor. Años más tarde, el 11 de abril de 1665, por su parte, un veinteañero Luis XIV escribirá también al ya sexagenario artista italiano una carta no menos aduladora: «Seigneur cavalier Bernin, je fais une estime si particulière de votre mérite que j’ai un grand désir de voir et connoître une personne si illustre»«Señor caballero Bernini, siento una estima tan particular por vuestro mérito que tengo un gran deseo de ver y conocer a una persona tan ilustre», en Gabriel Peignot, Documens authentiques et détails curieux sur les dépenses de Louis XIV, París, Jules Renouard, 1827, p. 84., todo ello como telón de fondo del proyecto para la reforma del palacio del Louvre.

La causa por la que traemos a colación estas historias no obedece a ningún interés erudito, sino al tono de las cartas reales al escultor. Aquí tenemos a unos monarcas, el primero de los cuales se consideraba no sólo rey por derecho divino, sino que se enrocó en una lucha contra el Parlamento por sus poderes absolutos, que acabaría costándole la decapitación, mientras que el segundo, consagrado por el ritual del Sacre, se tenía metafóricamente por Rey Sol y la encarnación misma del Estado; ambos, sin embargo, adulan al artista y le imploran una obra de su mano. Ni siquiera Rubens había alcanzado tales cotas de reconocimiento artístico, sin olvidar que la estima cortesana de este último se había sustentado tanto en su obra en cuanto artista como en su labor como diplomático y caballero. A todo ello, por supuesto, habría que añadir la protección y las lisonjas que dispensaron en Italia al artista napolitano papas, príncipes de la Iglesia y otros aristócratas italianos.

Anima dannata (1619)Sin embargo, en este panorama de admiración y adulación, de competencia entre los principales poderes políticos y religiosos de la Europa contemporánea por obtener los favores del artista, destaca a una especie de vacío, un punto negro: España. La presente exposición se centra precisamente en esta cuestión y parte de un interrogante básico: ¿cómo fue posible que, en un momento en el que las apariencias lo eran todo y en el que Roma se había convertido en el escenario de una pugna incruenta entre las dos mayores potencias europeas, Francia y España, que rivalizaban en cuestiones de prestigio y precedencia, este último país desempeñara un papel tan poco lucido frente al primero? Bien es cierto que los italianos contemporáneos, según recogen muchas fuentes, encontraban que el gusto artístico de los comitentes españoles dejaba mucho que desear y que, sobre todo, buscaban obras devocionales: basta leer los comentarios de los embajadores florentinos en Madrid, a finales del siglo XVI y durante los primeros años del XVII, para percibir el tono irónico con que comunicaban a la corte toscana las peticiones de obras de arte de los dignatarios españolesEdward L. Goldberg, «Artistic relations between the Medici and the Spanish Courts, 1587-1621», Parte I, Burlington Magazine, vol. 138, núm. 1115 (febrero de 1996), pp. 105-114, y Parte II, vol. 138, núm. 1121 (agosto de 1996), pp. 529-540.. El propio Bernini parece haber tenido en poca estima la sensibilidad de los comitentes españoles, como demostrarían sus comentarios despectivos recogidos tanto por Paul Fréart de Chantelou como por Charles PerraultDaniela del Pesco, «El Journal de Voyage du Cavalier Bernin en France de Paul Fréart de Chantelou: ¿diario de un viaje o documento de una batalla por el arte en la corte de Luis XIV?», en 3ZU, núm. 3 (1994), pp. 58-67..

Sin embargo, estas afirmaciones y comentarios deben analizarse con cierta prudencia. En primer lugar, la fecha de redacción del manuscrito de Chantelou no es segura y existe la posibilidad de que fuese escrito en torno a 1671-1672, es decir, siete años después de la estancia en París del italiano, y que Chantelou, en la distancia y como buen francés, exagerase su antiespañolismo. Pero aún más importante es el hecho, muy poco resaltado, de que Bernini criticase también ácidamente tanto la arquitectura como la pintura francesas (de la que sólo salvaba a Poussin, el más romano de los franceses), es decir, que, en realidad, el genial regista artístico de Roma no encontraba prácticamente a ningún artista, ni español ni francés, que mereciera su aprecio. Por otro lado, tampoco podemos olvidar que el más importante mecenas italiano de Bernini había sido Urbano VIII, el más profrancés de los pontífices romanos, al que, por contraste, sucedería Inocencio X, el más proespañol, sucesión que supuso un momentáneo eclipse del artista napolitano. De los textos del catálogo de esta exposición, que incorpora numerosas novedades, puede colegirse, en una visión más ecuánime, que Bernini trabajaba con una actitud que podríamos definir como un tanto mercantil, esto es, que las filias o fobias de sus comitentes, proespañoles o profranceses, desempeñaban un papel menos destacado que el interés que la obra en sí pudiera tener para el artista, como demostraría el caso de las argucias empleadas por Bernini para conseguir del proespañol Inocencio X el encargo de la Fontana dei Quattro Fiumi en la Piazza NavonaDomenico Bernini, op. cit., p. 161..

Esta visión más matizada de las relaciones de Bernini con la Monarquía española y, en general, con el mecenazgo de los españoles se sustenta en buena medida en recientes hallazgos documentales tanto del propio comisario de la exposición, Delfín Rodríguez, como de otros jóvenes investigadores, como David García Cueto, cuyas aportaciones aparecen debidamente reseñadas en la bibliografía del catálogo. Así, no sólo se han analizado, especialmente por parte de Marcello Faggiolo, los trabajos del maestro como diseñador de los decorados para grandes fiestas –religiosas y profanas– españolas, como la canonización de Santo Tomás de Villanueva en 1658 o, en 1651, los decorados levantados en la Piazza di Spagna para los festejos del nacimiento de la infanta Margarita Teresa, organizados por el embajador, el duque del Infantado, sino también el prolijo intercambio de regalos diplomáticos y del mecenazgo de los sucesivos embajadores, así como de otros altos funcionarios españoles residentes en Roma.

La exposición que reseñamos no es, desde luego, un blockbuster al uso, y tampoco podría haberlo sido, pues difícilmente hubieran podido trasladarse a Madrid las principales (y monumentales) obras del artista, y ya podemos darnos por satisfechos con poder contemplar una vez más el prodigioso busto de Scipione Borghese de 1632. Se trata, por el contrario, de lo que podríamos llamar una exposición de tesis, es decir, una exposición que propone no ya un itinerario cronológico o estilístico, sino una interpretación, un razonamiento que nos obliga a revisar conceptos y a formular otros nuevos, centrados justamente en este aspecto de las relaciones italoespañolas, cuyo telón de fondo constituyó la pugna representativa entre Francia y España. Para ello difícilmente podría haberse encontrado un comisario más adecuado que Delfín Rodríguez, gran connoisseur del Barroco, tanto español como europeo en general, pero especialmente enamorado del Barroco italiano.

Anima beata (1619) La exposición se abre con la figura, como comitente, del prelado sevillano Pedro Foix Montoya, del que realizaría Bernini en 1622 uno de los más espléndidos retratos de toda su carrera, actualmente en la iglesia de Santa Maria in Monserrato, aunque desgraciadamente no ha podido viajar a Madrid. Pero sí han viajado los dos bustos denominados Anima dannata y Anima beata, de 1619, encargados también por MontoyaAunque últimamente se ha especulado con que el primer comitente de los bustos fuera otro clérigo español, vinculado además con Montoya, Fernando Botinete Acevedo, pero esta opinión parece haber convencido a escasos espcialistas. Véase Justo Fernández Alonso, «Obras de Bernini en Santiago de los Españoles de Roma», en Anthologica Annua, núm. 26-27 (1979-1980) pp. 657-668. y conservados en la embajada de España ante la Santa Sede. Conviene resaltar aquí la agudeza del español, quien habría sabido discernir en un artista que acababa de cumplir los veinte años una calidad suficiente como para comisionar estos dos bustos e, inmediatamente después, su monumento funerario, incluido su retrato. Montoya aparece citado en Roma desde al menos 1595, como administrador de la Congregación de Santiago de los Españoles y como adjunto al Tribunale della Segnatura, cuyo prefecto no era otro que el cardenal Maffeo Barberini, que se convertiría en el papa Urbano VIII en 1623 y ya desde antes principal mecenas de Bernini. No cabe desdeñar por ello una posible influencia de Maffeo Barberini en Foix Montoya por lo que respecta a la elección del artista; la conocida anécdota recogida por Domenico Bernini en la biografía de su padre sobre la reacción de Maffeo Barberini al contemplar el busto de Montoya en presencia de este y discutir cuál era más real sugiere una relación amistosa entre el jurista español y el futuro pontíficeDomenico Bernini, op. cit., p. 103..

Los bustos de las ánimas han sido convincentemente conectados por David García Cueto con el culto a las ánimas del Purgatorio y la reflexión sobre las Postrimerías o Novísimos del Hombre, una práctica religiosa netamente española y de la que Montoya fue gran defensorDavid García Cueto, «Gian Lorenzo Bernini, Pedro Foix Montoya y el culto a las ánimas del Purgatorio», en M. Giulia Aurigemma, Dal Razionalismo al Rinascimento, per i quaranta anni di studi di Silvia Danesi Squarzina, Roma, Campisano, 2011, pp. 323-329.. Se trata de unas obras de extrema juventud: de hecho, los bustos parecen ser anteriores a las primeras esculturas realizadas para los Borghese, cuya ejecución se data a partir de 1621, coincidiendo en fecha, por lo demás, con la ejecución del extraordinario retrato funerario de Montoya. Se trata, pues, de una elección decidida y continuada que debe ser tenida en cuenta.

Otra pieza importante de la exposición (aunque in absentiaPor culpa, al parecer, de ciertos pleitos entre el Museo del Prado y Patrimonio Nacional.), tanto intrínsecamente como por lo que revela de las relaciones entre la Corona y Bernini, es el Crucificado de bronce que realizó el artista para el Panteón de Reyes del Escorial, respecto del cual tanto David García Cueto como Rubén López Conde han aportado significativas precisionesDavid García Cueto, «Sobre el encargo y el envío a España de los Crucificados de Gian Lorenzo Bernini y Domenico Guidi para el Escorial», en Francisco Javier Campos y Fernández de Sevilla (ed.), Los crucificados: religiosidad, cofradías y arte. Actas del Simposium 3/6-IX-2010, San Lorenzo del Escorial, Real Colegio Universitario Escorial-María Cristina, 2010, pp. 1081-1099; Rubén López Conde, «A propósito del Crucificado de Bernini en El Escorial: el Crucificado de cartapesta del Cardenal Sforza Pallavicino», en Archivo Español de Arte, vol. 84, núm. 335 (julio-septiembre de 2011), pp. 211-226. . En efecto, si en algún momento hubo dudas de si este crucificado, fechado en 1654, pudo haber sido un regalo del pontífice proespañol Inocencio X, las aportaciones documentales más recientes señalan que la obra fue, en realidad, un encargo del propio Felipe IV, apareciendo anotado en la contabilidad su embajador en Roma, el duque de Terranova, en 1657 en relación con un pago de mil escudos «por la obra del Santo Cristo que S. M. mandó hazer». Esta noticia es interesante porque demuestra que, aparte de otras piezas de Bernini que le fueron regaladas al rey por sus embajadores y otros cortesanos residentes en Roma, aquí el encargo al artista fue una decisión propia del monarca.
Dentro de estos regalos diplomáticos al rey, destaca el bellísimo modello en bronce de la Fonata dei Quattro Fiumi en la Piazza Navona, identificado por Delfín RodríguezDelfín Rodríguez Ruiz, «Sobre el modelo de bronce de la Fontana dei Quattro Fiumi de Gian Lorenzo Bernini, conservada en el Palacio Real de Madrid», en Reales Sitios, núm. 55 (2003) pp. 26-41.. Aunque, en su azarosa vida, este modello debió de perder las figuras que lo adornaban –un pequeño león de bronce de colección particular italiana ha sido identificado recientemente como perteneciente a él–, es interesante señalar, como hace el comisario de la exposición, que los escudos con las armas de los Pamphili, la familia a que pertenecía Inocencio X, fueron sustituidas para su envío al rey español por las armas propias de este, como subrayando por una especie de cortesía política y protocolaria el sentido del regaloCatálogo de la exposición, Bernini, Roma y la Monarquía Hispánica, Madrid, Museo de Prado, 2014, p. 118.. Todavía se conserva una réplica, a escala reducida, de la misma y famosa Fontana, que fue encargada por el fastuoso coleccionista marqués del Carpio y que actualmente se encuentra en los jardines del palacio de Blenheim. Posiblemente Carpio nunca llegara a recoger su encargo, pues la página web del palacio de Blenheim afirma que fue un regalo ofrecido al primer duque de Marlborough en 1710 por el entonces embajador español en Roma entre 1708 y 1714, Hercule-Joseph-Louis de Turinetti, marqués de Prié.

Scipione Borghese (1632)Pero las relaciones de Bernini con España y, específicamente, con la Corona española debieron de ser mucho más extensas, aunque hayan dejado poca huella en la documentación. David García Cueto, por ejemplo, ha constatado el envío de dos regalos del maestro, destinados a Felipe IV y Mariana de Austria, por parte del príncipe Niccolò Ludovisi y en los que el artista trabajaba en 1661. Se trataba de «un caballo de oro» con la efigie del rey y de un bargueño de cristal labrado con punta de diamante para la reina; desgraciadamente, no hay mención posterior de estos envíos y resulta difícil aceptar literalmente que el caballo fuera de oro, sino que más bien sería de bronce doradoDavid García Cueto, «Noticia de dos regalos para Felipe IV, obras de Gian Lorenzo Bernini», en Cuadernos de Arte de la Universidad de Granada, núm. 36 (2005) pp. 383-393.; quizás estas piezas se perdieran en el incendio del Alcázar de 1734, o nunca llegaran a su destino. Pero a ello habría que añadir, como se hace en el catálogo de la muestra, otras obras claramente vinculadas con la Corona española, aunque no fueran fruto de un mecenazgo directo español, si bien no cabe duda de que algunas autoridades españolas o destacados clérigos romanos vinculados a la Monarquía española estuvieron detrás de estas obras. Nos referimos, por ejemplo, a la monumental estatua en bronce de Felipe IV, colocada en 1692 en el atrio de la basílica de Santa Maria Maggiore. El comisario Delfín Rodríguez, al igual que Marcello Faggiolo, analizan en sus artículos con precisión el complejísimo juego de influencias políticas y presiones diplomáticas que rodearon la creación de esta efigie, en una clara rivalidad con la estatua ecuestre de Luis XIV que los franceses pretendían erigir ante la iglesia de la Trinità dei Monti, es decir, dominando desde el monte Pincio la Piazza di Spagna, sede precisamente de la embajada hispánica.

Aunque la obra fue realizada por el escultor Girolamo Lucenti, a partir de diseños de Bernini, la huella de este resulta evidente en la idea del retrato: Felipe IV aparece representado como Imperator Catholicus, vestido all’antica y, como señala Steven F. Ostrow, en un elocuente gesto de adlocutioSteven F. Ostrow, «Gian Lorenzo Bernini, Girolamo Lucenti and the Statue of Philip IV in S. Maria Maggiore. Patronage and Politics in Seicento Rome», en Art Bulletin, vol. 73, núm. 1 (marzo de 1991), pp. 89-118.; aunque para nuestra sensibilidad moderna resulte un tanto sorprendente el contraste entre el atuendo romano y el realismo del retrato, de inspiración velazqueña, ello tenía una explicación, como veremos enseguida, dentro de la retórica figurativa del Barroco romano.

Ya se ha hecho mención de la lamentable negativa de Patrimonio Nacional a ceder dos piezas de gran importancia para la exposición que reseñamos (el busto de Foix Montoya y el Crucificado de bronce del Panteón de Reyes) amparándose en su supuesta fragilidad. Por contraste, el Museo Estatal Hermitage de San Petersburgo ha contribuido con dos delicados bozzetti de terracota de insuperable belleza. Escasamente tenidos en cuenta hasta tiempos recientes, una reciente exposición en el Metropolitan Museum de Nueva York consiguió reunir cincuenta de estas pequeñas joyas. Como ya se señalara en el catálogo de aquella exposiciónBernini. Sculpting in Clay, Nueva York, Metropolitan Museum of Art, octubre de 2012-enero de 2013., todo parece indicar que Bernini iniciaba sus obras modelando inicialmente las formas en barro, que después se cocía para darle mayor solidez; es decir, que el escultor concebía desde el principio sus obras tridimensionalmente y que sus ideas iban definiéndose paulatinamente a través de estos modelli o bozzetti, con los que ensayaba diversas soluciones: hasta once de estos modelos vio el tratadista alemán Joachim von Sandrart sólo para uno de los ángeles diseñados por Bernini para el puente de Sant’AngeloIrving Lavin, «Bozzetti and Modelli. Notes on Sculptural Procedure from the Early Renaissance through Bernini», en Visible Spirit. The Art of Gian Lorenzo Bernini, vol. I, Londres, Pindar Press, 2007, pp. 33-60..

Los dos bozzetti expuestos en el Prado –uno preparatorio del Éxtasis de santa Teresa y el otro del retrato ecuestre del emperador Constantino– tienen claras conexiones españolas. El primero, evidentemente, por tratarse de santa Teresa, una santa española, fundadora además de una orden española, la de los carmelitas descalzos, que era justamente la titular de la iglesia romana de Santa Maria della Vittoria, en cuya capilla Cornaro realizaría Bernini su prodigioso Éxtasis, acabado sólo treinta años después de la canonización de la española. Respecto a la figura de Constantino –de la que la exposición ofrece, además del bozzetto, varios dibujos–, la investigadora Diana Carrió-Invernizzi la ha puesto convincentemente en relación con la efigie de Felipe IV, ubicada en el atrio de la iglesia de Santa Maria Maggiore, señalando cómo el embajador español encargado de su ejecución había solicitado una copia del fresco de Giulio Romano en la llamada Sala de Constantino, la última de las Stanze vaticanas, en concreto de la llamada Batalla del Puente Milvio. De hecho, según la profesora Carrió-Invernizzi, la estatua de Constantino en el Vaticano representaría el momento de la visión de la cruz por parte del emperador, todavía pagano, mientras que la estatua de Felipe IV vendría a representar a un Constantino ya plenamente cristianizado en su batalla con el pagano MajencioDiana Carrió-Invernizzi, El gobierno de las imágenes. Ceremonial y mecenazgo en la Italia española de la segunda mitad del siglo XVII, Madrid, Iberoamericana, 2008, pp. 188 y ss..

No podríamos terminar estas líneas sin referirnos al espléndido retrato ecuestre de Carlos II, por primera vez expuesto en España, que evoca ese dorado retrato de Felipe IV a caballo, ya mencionado, en el que trabajaba Bernini en 1661: al fin y al cabo, no sería la primera vez en que una estatua cambiaba de identidad mediante el sencillo recurso de cambiarle la cabeza, y así sucedería con la misma estatua ecuestre de Luis XIV, modificada por François Girardon. El caballo de la estatua de Carlos II reproduce el modelo de la del monarca francés; para el comisario, la sustitución de la cabeza del Rey Sol, en el apogeo de su poderío, por la de un débil y enfermizo Carlos II, sugiere un irónico postcript a su fallido monumento ecuestre de aquél, tan acerbamente criticado por los artistas franceses.

Expuestas las piezas de la exposición en un ámbito rojo cardenalicio, donde brillan con luz propia, e inteligentemente dispuestas a lo largo de las diversas secciones, creo que lo mejor que puede decirse de ella es que los espectadores saldrán de su visita con el veneno del deseo de saber más e, igual de importante, con una sana desconfianza hacia creencias y opiniones repetidas desde la pereza en nuestras universidades y academias.

Vicente Lleó Cañal es catedrático de Historia del Arte en la Universidad de Sevilla. Ha publicado, entre otros libros, La Casa de Pilatos (Barcelona, Electa, 1998) y El Real Alcázar de Sevilla (Barcelona, Lunwerg, 2002). Recientemente se ha reeditado Nueva Roma: mitología y humanismo en el Renacimiento sevillano (Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2012).

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