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Malas compañías

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Nefastos en la sociedad, los experimentos sociales pueden ser ilustrativos en condiciones de laboratorio, sobre todo si ilustran las hipótesis favoritas de los experimentadores. En este sentido, quizás el más sonado sea el de la cárcel de Stanford (1971), en que Philip Zimbardo, un profesor de Psicología, dividió a veinticuatro voluntarios en dos grupos –guardias y presos– para corroborar que los roles se adueñaban de la realidad. Pero otro ensayo igual de polémico se realizó cuatro años antes en un instituto de Palo Alto (California), cuando Ron Jones, un profesor de Historia, concibió un simulacro de totalitarismo con una clase de quinceañeros. Si la edad de los participantes es significativa al evaluar los resultados, la fecha y el lugar también importan, pues se trataba de una de las generaciones más liberadas de la historia. Contra ese trasfondo, el experimento pretendía enseñarles cómo había sido posible que, tan solo una generación atrás, la población de Alemania acatase las barbaridades de los nazis.   

Jones decidió hacer algo más que enseñar: crear un espíritu de conformidad. Y parece ser que, en solo cinco días, sin más incentivo que la pertenencia a un grupo de prestigio autodenominado La Tercera Ola, logró convertir a cada soleado adolescente de su clase en poco menos que un miembro de las Juventudes Hitlerianas. El primer día, los alumnos adoptaron una jerarquía estricta; el segundo, empezaron a reclutar adeptos; el tercero, recibieron tarjetas de afiliación, etc. El quinto, sus filas nutridas con casi doscientos participantes nuevos estaban listas para sumarse a un movimiento a escala nacional, a cuya gloria se destinarían de ahí en adelante. Jones, sensatamente, detuvo el ensayo, no sin antes convocar un mitin en el cual, en vez de desvelar la anunciada existencia de un partido político, mostró en una pantalla de televisión en blanco y luego un documental sobre los nazis. En ese punto, el paralelismo se hizo explícito, rodaron lágrimas y sobrevino la vergüenza. O eso se cuenta, porque casi nada se documentó por entonces, ni hubo controles formales que otorgaran validez científica. Pero lo indudable, lo irresistible, es la fábula, con ese enorme conflicto ético en el medio y el efectivo coup de théâtre final. No sólo Jones la contó en un relato autobiográfico de 1972, sino que ha habido una novelización, un musical (producido por Jones) y una adaptación cinematográfica, Die Welle (2008), que traslada los hechos a la Alemania actual, donde los ecos son especialmente sonoros.   

La fábula fascinó también a dos españoles, el director Marc Montserrat Drukker y el dramaturgo Ignacio García May, que se propusieron llevarla a escena en 2008 y bregaron con el proyecto cinco años hasta estrenarlo en 2013 en el Lliure de Barcelona. Ahora lo han traído a Madrid, donde es la gran producción de la temporada en el Valle-Inclán. Pese a la coincidencia de fechas, debe decirse que el montaje no adapta la película, ni pretende, en palabras de García May, «utilizar la anécdota central para construir un thriller más o menos convencional». Antes bien, busca «seguir los hechos de la manera más fiel posible, tal y como fueron consignados en su momento por el propio Jones en diversos artículos y entrevistas y recopilados más tarde por diversos exalumnos participantes en el experimento». Eso quiere decir, en sustancia, seguir el relato de Jones, del que se toman unas cuantas frases, y apoyarse en el documental acerca de La Tercera Ola titulado Lesson Plan (2011), que rodó uno de dichos exalumnos, Philip Neel, con testimonios de sus excompañeros, de Jones, del exdirector del instituto y de la imprescindible figura científica de autoridad, el mismísimo Philip Zimbardo. Como maravillado ante las revelaciones, Montserrat Drukker ha hablado de «la necesidad vital, y la obligación ética, de contar [esta historia] desde el teatro», lo que lleva a pensar que nos quiere enseñar algo. Por desgracia, su manejo de fuentes es tan ingenuo, su adaptación tan maniquea y el drama tan monótono que La ola apenas imparte una lección de cómo no montar una pieza basada en supuestos hechos verídicos.

Digo «supuestos» porque, si bien nadie cuestiona que hubo un proyecto escolar sobre totalitarismo en Cubberly High School en 1967, su realidad está teñida por los sepias de la memoria, y las obras que la reconstruyen no resisten el más mínimo examen crítico. Jones, para empezar, escribió su relato cinco años después de los hechos, sin publicarlo hasta otros cuatro más tarde. En términos literarios, nadie lo llamaría una obra de arte, pero lo que más llama la atención no son  sus lugares comunes («Aquello es sólo un sueño, algo que recordar, no, algo que intentamos olvidar»), ni la vaguedad con que se narra el experimento («Les hablé de la disciplina» o, la mejor frase, «practicamos lectura en silencio»), sino la figura cuasimesiánica que emerge bajo el nombre de Ron Jones, avivador de conciencias y reparador de culpas. Es la misma figura que aparece, por cierto, en Lesson Plan, un documental con muy pocos documentos, que nunca debate con los testigos y es pródigo en deslices e inconsistencias metodológicas. Resulta muy curioso, por ejemplo, que la voz del único estudiante que no recuerda las cosas tal como los demás desaparezca en mitad de la película; pero más aún lo es que, en el minuto 55’34”, otro que ha demostrado una memoria fotográfica sobre los cinco días del experimento, de pronto hable de «una semana y media, o lo que sea que durase» (¿a qué viene la coletilla?). Y, si nada de ello es concluyente, pasa algo muy raro en el minuto 58’25”, donde se ve la foto en blanco y negro de una enorme pancarta de La Tercera Ola, con la fecha de 1970 pintada bien clarita. ¿No estábamos en 1967? No es este el lugar donde poner en entredicho la integridad narrativa de Ron Jones o Philip Neel; ellos sabrán. El problema ante esos dudosos materiales es la escasa sofisticación dramático-crítica de La ola, una carencia que está en la base, me atrevería a decir, de su simpleza narrativa, su estereotipificación cultural y su reduccionismo psicológico.

La obra se desarrolla en una cronología lineal, representando un puñado de clases que ocupan un período de más o menos un mes, lo que al menos hace más verosímil los cinco días consecutivos del original. Ya desde el principio, sin embargo, la acción avanza a fuerza de contrastes resultones. Cuando entran por primera vez los alumnos –que, siendo adolescentes, cumplen la regla hollywoodense de estar interpretados por actores de al menos veinticinco años– brincan a ritmo de rock and roll, se dan empellones, ríen y se pellizcan, como salidos, no de los años sesenta, sino de una publicidad de Coca-Cola de los años sesenta. En la escena siguiente están todos en clase, viendo una película sobre campos de concentración. ¿Y quién nos alecciona? No el profesor, sino Doug (David Carrillo), el hijo de un veterano de guerra condecorado, un muchacho que se apresura a comparar a los nazis con los torturadores vietnamitas de la guerra en curso, para reivindicar el hecho de que en Estados Unidos «no hacemos eso». Por supuesto, la obra juega con nuestra conciencia de que en Estados Unidos «eso» se hace aún hoy, pero antes que cantemos Abu Ghraib, el único alumno negro, Norman (Jimmy Castro), replica que a su padre, también veterano, nadie lo ha condecorado.

Diez minutos y ya tenemos: juventud frívola, excepcionalismo norteamericano, tensiones raciales y un futuro votante de Reagan. Realmente, este país no merece nada menos que un Hitler. Pero, como para que no vayamos a quedarnos sin estereotipos, el elenco se completa con un apolíneo surfista rubio, Steve (Ignacio Jiménez); una brillante chica judía, Sherry (Alba Rivas); una animadora deportiva cabeza hueca, Wendy (Carolina Herrera); una empollona fanática de Edgar Allan Poe, Aline (Helena Lanza), y –no podía faltar– el chaval difícil de padres divorciados, Robert (Javier Ballesteros), que acabará siendo un delator. Cierto es que a cada uno se le da un conflicto particular: el orgullo que siente Doug por su padre oculta un complejo de Edipo, las dudas que le suscita a Sherry el proyecto se debe a que ve amenazado su papel de mejor alumna, el amor de Aline por el gótico se vincula nebulosamente con la vergüenza de que sus padres sean dueños de una funeraria, y así sucesivamente. Pero los estereotipos de base redundan en que rara vez haya emoción real, algo para lo que haría falta bastante más que un trazo por cabeza. Y tampoco ayudan las interpretaciones, que saltan de enfáticas a chuscas, como en una sitcom

El papel de Ron Jones se ha confiado a Xavi Mira, el único al que se da material más o menos interesante, y que pinta al profesor con la justa proporción de egocentrismo, bonhomía, rimbombancia y un punto de maldad: hay que ver con qué energía lanza una ristra de epítetos racistas delante de Norman (y de Castro), con la noble intención de predicar con el contraejemplo. En ese momento, o más tarde en un tenso intercambio con Sherry, cuando el deseo de autoridad parecería mezclarse con el deseo, uno cae en la cuenta de que aquí hay una historia que la obra, ateniéndose a una versión oficial de los hechos, no se atreve a imaginar en toda su amplitud. Esa historia sería no la de los chicos que se amoldan a las presiones de grupo, sino la del adulto que decide mantener el grupo cohesionado por motivos no necesariamente didácticos, convirtiéndose en el proceso en un manipulador. En Lesson Plan, Jones dice como de la nada: «Se me había inflado el ego, me gustaba». Y más adelante, al contar que un año después del experimento el colegio no le renovó su contrato: «Fue un gran error por parte de un profesor muy joven». Lamentablemente, el documental se niega a indagar en esta idea, y la obra hace lo propio. Pero he ahí un punto ciego tan denso como un agujero negro, y lo indudable es que ejerce una imparable atracción gravitatoria sobre las demás cuestiones que aquí se plantean.

Me dejo de metáforas astrofísicas. Dicho lisa y llanamente, el problema que se esconde en la figura mal definida del profesor es el de la verdad histórica. Esta fábula insistentemente aleccionadora se presenta bajo la forma de un experimento acerca de cómo surgen los fascismos y, si se quedara en eso, a lo sumo podríamos cuestionar su capacidad predictiva; pero la pregunta de la que parte, y que en cierto modo pretende contestar, es cómo fue posible que los alemanes se convirtieran, por utilizar el título de un libro famoso, en verdugos voluntarios de Hitler. Ahí el derrape es imperdonable. En rigor, ni el experimento original ni las versiones posteriores ni, desde luego, La ola tienen nada que decir sobre la conducta del pueblo alemán durante el régimen nazi. Y si un profesor de Historia, nada menos, cree que un grupo de adolescentes californianos de clase media puede constituir una muestra representativa de los ciudadanos de un país liderado por un dictador que quiere cobrarse el Tratado de Versalles, realmente no sorprende que no le hayan renovado el contrato. Un dramaturgo podrá ampararse en el simbolismo, pero, en este caso, la utilización efectista de imágenes de campos de concentración, o la invocación por parte del director de «aquello tan inexplicable que llevó, a unos seres humanos, a cerrar las puertas a seis millones de judíos, otros seres humanos», coloca el resultado en una zona sumamente turbia, que es la misma en que se sitúa toda la empresa de Jones. Norman G. Finkelstein la llamó la industria del Holocausto.

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