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Cuarenta dedos

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Primera página del manuscrito de la Novena Sinfonía de Beethoven (Staatsbibliothek zu Berlin)

«La sinfonía con coros se ha visto rodeada de una niebla de palabras y epítetos considerables. Es, junto con la célebre “sonrisa de la Gioconda”, que una curiosa obstinación etiquetó para siempre como “misteriosa”, la obra maestra sobre la que se han dicho el mayor número de tonterías. Resulta asombroso que no haya quedado finalmente sepultada bajo el montón de prosa que ha suscitado. Wagner propuso completarle la orquestación. Otros imaginaron una explicación de su anécdota en términos de imágenes luminosas; al final, esta obra tan fuerte y tan clara ha acabado por convertirse en un espantapájaros para el público». Así expresaba Claude Debussy en 1901«On a entouré la symphonie avec chœurs d’un brouillard de mots et d’épithètes considérables. C’est, avec le célèbre “Sourire de la Joconde”, qu’une curieuse obstination étiqueta à jamais “mystérieux”, le chef-d’œuvre qui a entendu le plus de bêtises. On peut s’étonner qu’il ne soit pas restée enseveli sous l’amas de prose qu’il suscita. Wagner proposa d’en compléter l’orchestration. D’autres imaginèrent d’en expliquer l’anecdote par des tableaux lumineux; enfin, de cette œuvre si forte et si claire on fit un épouvantail à public». La Revue Blanche, 1 de mayo de 1901, en Claude Debussy, Monseur Croche et autres écrits, París, Gallimard, 1971, p. 36. la opinión que le merecía el derroche de palabrería suscitado por la que puede ser calificada, sin incurrir en un exceso de atrevimiento, como la obra a un tiempo más difundida y más apaleada de toda la historia de la música occidental. Tan es así que se le ha concedido un raro privilegio, una suerte de prodigiosa sinécdoque a la totalidad: cuando en música –y aun fuera de ella– se habla de la Novena, sin más, no es necesario entrar en ulteriores detalles, porque todo el mundo sabe que ese solitario ordinal femenino no puede hacer referencia más que a la Sinfonía núm. 9 en Re menor, op. 125, de Ludwig van Beethoven.

El compositor francés no pondría fin con su juicio al interés fervoroso que ha suscitado siempre la sinfonía y, sin ir más lejos, en 1912 aparecía en Viena un estudio de nada menos que 332 páginas dedicado íntegramente a desmigajar hasta el último aspecto de la música y de la tradición interpretativa que había ido decantándose hasta entonces. Su autor, Heinrich Schenker, que creó un revolucionario sistema de análisis armónico y estructural, se había propuesto, entre otras cosas, defender su condición de «música absoluta», refutando con ello las tesis de, entre otros, Richard Wagner, que fue un conspicuo intérprete de la obra y que nos legó también reflexiones al hilo de su contenido que abrían la puerta sin ambages a las lecturas o asociaciones extramusicales. La mirada wagneriana fue, por cierto, a su vez el acicate directo de la imaginación visual de Gustav Klimt cuando pintó, en 1902, los treinta y cuatro metros de su famoso Friso de Beethoven para la decimocuarta exposición del grupo vienés Secession y que aún puede admirarse en el edificio homónimo de la Friedrichstrasse de la capital austríaca: en él, la Novena se presenta como una compleja alegoría, rica en símbolos y figuras arcaizantes, de la ardua búsqueda de la felicidad por parte de la humanidad.

Tras la verborrea, sin embargo, se han venido sucediendo implacablemente los hechos, que han convertido la Novena beethoveniana en una suerte de moneda de cambio valedera para las más variadas circunstancias históricas. Así, el régimen nazi intentó hacer de ella uno de sus grandes iconos culturales, pero también sonó en 1989 en la Schauspielhaus berlinesa para celebrar la unificación de las dos Alemanias (a iniciativa del director de aquel concierto, Leonard Bernstein, en el último movimiento se sustituyó la palabra «alegría» [Freude] por «libertad» [Freiheit], haciendo así buena la leyenda iniciada por Wolfgang Robert Griepenkerl y popularizada por el siempre fantasioso Alexander Thayer con respecto a las intenciones originales de Friedrich Schiller). Previamente, durante la Primera Guerra Mundial, se habían alzado voces contra una supuesta usurpación de la obra por parte de Alemania, y algunas tan rotundas como la de Camille Mauclair: «La Oda a la Alegría es el himno exclusivo de los aliados, el credo de todas nuestras justas esperanzas y sería necesario prohibir que la Alemania criminal tocara nunca un solo compás de la misma». En Japón, por su parte, en una manifestación más de su peculiar modo de recepción del gran legado cultural europeo, se ha convertido en un rito casi religioso la celebración de conciertos multitudinarios con la Novena en los atriles el último día del año, con la participación de coros de aficionados integrados por varios miles [sic] de cantantes. En China, al hilo de la Revolución Cultural, se debatió profusamente si la Novena constituía o no una característica representación de los valores capitalistas y, en consecuencia, reaccionarios. En nuestro país aún serán muchos quienes recuerden –quizá con desazón– el éxito desmedido alcanzado por uno de los incontables arreglos, o deformaciones, infligidos al último movimiento de la partitura (aquello de «Escucha, hermano…»). No hace tanto tiempo, en fin, la inmortal melodía de la Oda a la Alegría ha sido aupada a la condición de himno oficial de la Unión Europea. Tras esta decisión, los políticos responsables de la elección se cuadran satisfechos ante la escucha del flamante himno, pero no faltarán tampoco quienes se sientan incómodos ante esta imparable ideologización de una obra de arte que nació a buen seguro con la pretensión de que nadie, salvo Beethoven, se arrogara su paternidad o se atreviera a desvirtuar su contenido original, y de que toda la humanidad, y no sólo los privilegiados europeos desde su atalaya de progreso y bienestar, se sintieran destinatarios de su tan ingenuo como sincero mensaje de solidaridad y fraternidad (que tantos elementos tiene en común con el que resuena igualmente con fuerza en Fidelio y la Missa solemnis).

El siglo XIX, alejado aún de las tropelías de que hemos sido testigos en nuestro tiempo, se mostró también deslumbrado ante una obra que se resistía a quedar aprisionada en cualquier molde temporal. El revolucionario último movimiento, que rompía de plano con la tradición sinfónica que arrancaba con Haydn y Mozart, fue, por supuesto, el que provocó el resquebrajamiento de todos los esquemas de críticos, compositores y oyentes de a pie. No sólo por la inclusión de los solistas vocales y el coro, sino por su huida de cualquier estructura al uso. Ludwig Spohr, por ejemplo, calificó el movimiento de «monstruoso y de mal gusto», y lo consideró «tan trivial que no soy capaz de entender cómo puede haberlo escrito un genio como Beethoven». Giuseppe Verdi, por su parte, en una de sus cartas a la condesa Clarina Maffei, fechada el 20 de abril de 1878, declara que «el alfa y el omega es la Novena Sinfonía de Beethoven, maravillosa en sus tres primeros movimientos, pero muy mal escrita en el cuarto».

Interpretaciones literarias no han faltado tampoco, por supuesto, y a este respecto puede citarse la muy representativa de Robert Schumann. Este, notable escritor y un crítico que solía expresarse sin cortapisas, dedicó diversas reflexiones a la obra. «Parece –escribe Schumann– como si en la obra se combinaran todas las formas de poesía. En el primer movimiento, la épica; en el segundo, la humorística; en el tercero, la lírica; en el cuarto –la combinación de todos ellos–, el drama»«es scheinen im Werk die Dichtgattungen enthalten zu sein, im ersten Satz das Epos, im zweiten der Humor, im dritten die Lyrik, im vierten (die Vermischung aller) das Drama».. Poco después va más allá y señala que «la sinfonía cuenta la historia de la creación del hombre: primero el caos, después la orden divina: “Hágase la luz”, a continuación el sol elevándose sobre el primer hombre, que está encantado con tal resplandor; en suma, se trata del primer capítulo completo del Pentateuco»«die Symphonie stelle die Entstehungsgeschichte des Menschen dar – erst Chaos – dann der Ruf der Gottheit: “Es werde Licht” – nun ginge die Sonne auf über den ersten Menschen, der entzückt wäre über solche Herrlichkeit – kurz, das ganze erste Capitel des Pentateuchs sei sie».. Richard Wagner se ocupó extensamente de la sinfonía en La obra de arte del futuro, poniéndola en relación, por supuesto, con su propio ideal artístico en los siguientes términos: «Es el evangelio humano del arte del futuro. Más allá no cabe progreso alguno, ya que sólo puede seguirle de inmediato la obra completa de arte del futuro, el drama universal, para el que Beethoven nos ha forjado la llave artística»«Sie ist das menschliche Evangelium der Kunst der Zukunft. Auf sie ist kein Fortschritt möglich, denn auf sie unmittelbar kann nur das vollendete Kunstwerk der Zukunft: das allgemeinsame Drama, folgen, zu dem Beethoven uns den künstleri?chen Schlüssel geschmiedet hat»..

No resulta fácil, a la vista de todo lo expuesto, escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven con oídos inocentes (como debían de serlo los del atónito público congregado en el Kärnthertor-Theater de Viena el 7 de mayo de 1824), o ajenos a la contaminación acumulada en casi dos siglos de una historia agitada y convulsa. Gracias a una afortunada ocurrencia de la Fundación Juan March (que viene ofreciendo por entregas desde octubre el ciclo sinfónico beethoveniano, clausurado con este concierto, en diversos arreglos instrumentales o camerísticos) ha podido escucharse la Novena como casi nunca suele hacerse: sin coro, sin solistas vocales, sin el texto de Schiller, sin orquesta, sin director. El arreglo escogido (había mucho de donde elegir) ha sido uno del organista Theodor Kirchner, que redujo el inmenso entramado sinfónico-coral original para dos pianos a ocho manos. En una época como la nuestra, que preconiza el retorno a las fuentes, que esgrime como ideal casi platónico la interpretación primigenia de las obras (ignorando o prefiriendo ignorar que los estrenos –por falta de ensayos, por insuficiente pericia técnica de los intérpretes, porque el arte se anticipa a la realidad– fueron muchas veces auténticas catástrofes), que entroniza cualquier pasado que quiera ahora remedarse como lo auténtico, una propuesta como la de Kirchner, tan decimonónica, tan burguesa, tan infiel, tan intervencionista, puede parecer disparatada. Pero no puede olvidarse que, aunque nosotros tenemos fácilmente la oportunidad de escuchar la Novena varias veces al año en las grandes ciudades, y en incontables ocasiones en casa en disco o en Internet, históricamente han sido muchas, muchísimas, las personas que no podían a acceder a la interpretación de una obra que demanda un formidable despliegue humano. Si los dos centenares de instrumentistas y cantantes habitualmente empleados (o millares, como hemos visto, en las mastodónticas interpretaciones japonesas) pueden quedar reducidos a sólo cuatro, con sus ocho manos, con sus cuarenta dedos, la obra resulta de repente accesible a un público infinitamente más amplio. Además, en el siglo XIX, y en esto hemos ido indudablemente a peor, la gente gustaba de hacer música en sus casas, con su piano, un elemento imprescindible en cualquier hogar burgués que se preciara. Comercialmente, el de la Hausmusik era un mercado que los compositores tampoco podían despreciar: la música que se hacía en las casas proporcionaba muchos más dividendos que la que se hacía en las aún escasas salas de concierto.

Resulta extraño, por supuesto, escuchar la obra desprovista de todos sus timbres característicos. Los trémolos iniciales de la cuerda nada tienen que ver con los que pueden realizarse en un piano: en ambos casos el sonido lo producen cuerdas que vibran, pero en un caso se frotan, mientras que en el otro se percuten. El oído tarda en acomodarse a un nuevo ropaje sonoro infinitamente más pobre desde el punto de vista tímbrico, por supuesto. El arreglo de Kirchner, por ende, es eficaz, pero no genial, y mientras se escucha no puede por menos de pensarse en los arreglos y transcripciones de su contemporáneo Franz Liszt (en este caso, el objetivo no era adecuar las obras al ámbito doméstico, sino el propio lucimiento personal de un virtuoso como él). En el supuesto de haberse perdido una parte significativa de la música del siglo XIX, ésta podría reconstruirse en no poca medida a partir de sus arreglos. Liszt se atrevió con todo: piezas para órgano de Bach, sinfonías de Beethoven, Lieder de Schubert, la Sinfonía Fantástica de Berlioz, óperas de todos los grandes de su siglo y del anterior, de Haendel a Rossini, de Mozart a Wagner, de Bellini a Chaikovski. El piano se convierte con él en el instrumento omnímodo por naturaleza, capaz de absorberlo y engullirlo todo en su teclado.

La audición de esta Novena con cuarenta dedos suscita curiosos sentimientos contradictorios: por una parte, nos ofrece un panorama privilegiado de las tripas de la música, de sus entrañas; por otra, echamos de menos constantemente todo aquello que nos resulta tan familiar: la frase del fagot, el timbre de la flauta, los acordes de la trompa, la tersura de los violines, la rotundidad de los violonchelos en su famoso recitativo del último movimiento. Somos animales de costumbres y algo parecido nos pasa cuando hacen un remake de una película clásica y, de lograr superar las reticencias que siempre despiertan estas casi siempre malas imitaciones del original, añoramos en cada escena los gestos, los diálogos, el vestuario, los planos que no sospechábamos conocer tan bien. Los pianistas estaban muy bien elegidos: cuatro intérpretes muy reconocidos y profesores todos ellos de larga trayectoria. Al verlos y oírlos tocar, sin embargo, se añoraba la presencia de un director que hubiera aunado mejor sus voluntades, al igual que hacen los que suben a un podio. Esta Novena que escuchamos parecía no estar suficientemente rodada, ni haber tenido tiempo para adecuarse del todo a la acústica del auditorio de la Fundación Juan March, y pecó en general de una dinámica excesiva: dos pianos con ocho manos sobre ellos equivalen a varios cartuchos de dinamita que hay que saber dosificar muy bien. Sólo cuando la música se remansaba y sonaba decididamente intimista, y no filosinfónica, como en el comienzo del Adagio molto e cantabile, con una espléndida Ana Guijarro, era posible olvidarse de que estábamos escuchando un arreglo y no la pieza original. En otros momentos, con tantas teclas pulsadas a la vez (y uno de los pianos estaba desprovisto de tapa para facilitar la comunicación visual de los cuatro instrumentistas, lo que incrementa mucho la resonancia del instrumento), lo que sonaba era una auténtica barahúnda de notas rebotando y cruzándose de un lado a otro.

Ningún reparo que poner, por tanto, a lo que el experimento tiene de disección de la obra, aunque el arreglo de Kirchner es, como ya se ha apuntado, manifiestamente mejorable. Sí podría haberse esperado un mayor número de matices en la interpretación, porque hubo demasiados momentos en los que los dos pianos se percibían como intermediarios muy limitados de las intenciones de los intérpretes. Un piano, no nos engañemos, no deja de ser un mueble, un armatoste, extremadamente sofisticado, sí, pero muy alejado de la sutileza o ligereza de un violín. Entre instrumento e intérprete se levanta una gran barrera que hay que franquear y los grandes pianistas son justamente aquellos que consiguen casi anularla, o reducirla al mínimo. Esto es más fácil, obviamente, con un solo piano, una sola mente que lo gobierne y dos manos que gestionen las correrías por sus teclas. La multiplicación por cuatro no tiene por qué mejorar los resultados, sino que más bien opera en sentido contrario. Los buenos detalles que sonaron aquí y allá (muchos de ellos protagonizados, discreta pero perceptiblemente, por Mariana Gurkova) dejaron la sensación de que, con mayor rodaje, y en una sala de mayores dimensiones, esta puede ser una Novena interesante y placentera de escuchar más allá de la anécdota de su insólita instrumentación. Cambiar el destino original de una música es siempre peliagudo; hacerlo con una obra maestra incontestable, y con una aureola de significados adheridos a ella desde su estreno, como sucede con la Novena beethoveniana, constituye un desafío del que es muy difícil salir airoso. Ni cuatrocientas manos sobre cien pianos serían capaces de expresar el mensaje de hermandad universal del último movimiento con la inmediatez, el impacto emocional y el despliegue de recursos expresivos al alcance de una orquesta y un coro.

Como es costumbre en las veladas musicales de los viernes de la Fundación Juan March desde hace un par de años, el concierto estuvo precedido de una breve conferencia de presentación. Juan José Carreras, profesor de la Universidad de Zaragoza, dejó en el aire infinidad de pistas que los curiosos podían seguir luego rastreando en sus casas, desde que comenzó proyectando una escena de la película-informe de Mauricio Kagel, Ludwig van, que sigue siendo plenamente vigente y agitando las conciencias igual que lo hizo cuando se realizó en 1969, hasta su repaso final por la suerte que corrió la obra en sus primeras interpretaciones en España, incluido un breve apunte sobre las traducciones de la oda de Schiller. Es imposible decir más cosas, o mejor dichas, en tan solo media hora. Sus reflexiones sobre el concepto de música absoluta –tituló su exposición Sinfonía «ohne Worte», esto es, «sin palabras»– nos recordaron que, aunque sea la partitura misma la que a veces dificulte este enfoque, es más justo, y más necesario, intentar aproximarse a la obra como un todo unitario, despojado de cualquier simbolismo, en el que el poema de Schiller (sus versos no tienen aquí más que un mero «valeur sonore», al decir de Debussy) o la incorporación de las voces no pasan de ser una anécdota, si se quiere, no demasiado afortunada. Pero Beethoven, recorrido ya el camino de sus ocho primeras sinfonías, recluido en los abismos de su indomable interior, y alejado definitivamente de las premisas estéticas que lo vieran nacer como creador, tenía ante sí muy pocas opciones. Por eso es mejor dejar a un lado especulaciones fútiles y, en su lugar, limpiar adherencias incómodas, despejar la niebla y no buscar en una obra manoseada hasta la náusea otra cosa que no sea, y con ello retomamos las palabras iniciales de Claude Debussy, «un desmesurado gesto de orgullo musical»«un geste plus démesuré d’orgueil musical»..

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