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La sinrazón

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Después de un concierto muy exigente en todos los sentidos, como fue el protagonizado por el clavecinista alemán Andreas Staier, el ciclo Universo Barroco, del Centro Nacional de Difusión Musical, quién sabe si a modo de compensación, se ha pasado al extremo contrario. De un programa trazado casi con tiralíneas, con conexiones subyacentes sólo al alcance de los más avezados, se ha pasado a un auténtico totum revolutum destinado a hacer las delicias del gran público. Bajo el epígrafe La morte della ragione, el título de una pavana anónima italiana del siglo XVI, Il Giardino Armonico ha interpretado un rosario de piezas instrumentales –algunas de ellas vocales en su origen– sobre cuyas hipotéticas conexiones, de haberlas, resulta muy difícil pronunciarse. Pero antes de repasar lo que fue el concierto, quizá sea útil refrescar brevemente la memoria.

La recuperación sistemática de la música antigua, entendiendo por tal fundamentalmente la medieval, renacentista y barroca, es un fenómeno que no empezó a tomar cuerpo hasta la primera mitad del siglo XX. Un concierto de clave, por ejemplo, seguía siendo una rareza a mediados del siglo pasado y había enormes parcelas de repertorio que era imposible ver interpretadas en público, y sólo muy raramente en privado: a todos los efectos, era como si no existieran. La labor solitaria de visionarios y precursores como Arnold Dolmetsch, Wanda Landowska, Safford Cape, Nadia Boulanger o incluso Paul Hindemith fue esencial para que luego nombres como Alfred Deller, August Wenzinger, Nikolaus Harnoncourt, David Munrow, Bruno Turner, Gustav Leonhardt, Thurston Dart o Noah Greenberg sentaran las bases, quizá de forma más colegiada o, al menos, interrelacionada, no sólo para recuperar obras y compositores olvidados durante siglos, sino también para remedar en lo posible las técnicas y las maneras interpretativas con que aquellas músicas vieron la luz en el momento de su nacimiento. Este último objetivo se situaba a horcajadas entre los testimonios históricos que han llegado hasta nosotros y la especulación, pues nadie podía, ni puede, afirmar a ciencia cierta cómo se interpretaron en su día repertorios pretéritos de los que no contamos con ningún registro sonoro. En el mejor de los casos, nos han llegado instrumentos en buen estado y obras teóricas sobre unos aspectos u otros de la interpretación, tanto vocal como instrumental, pero las inesquivables zonas de sombra y el componente subjetivo aparejado a cualquier actividad interpretativa son tan grandes que incluso dos versiones casi diametralmente opuestas de una misma música podrían jactarse de ser, como se puso de moda bautizarlas durante años, «históricamente conscientes» o, por decirlo con una palabra también muy en boga en su día, «historicistas» y, tensando al límite la cuerda, «auténticas». En música, la consciencia histórica es un concepto muy laxo, y baste recordar cómo, valiéndose de idénticas fuentes y documentos, reputados musicólogos e intérpretes se arman de razones para defender la interpretación de la música vocal de Bach con sólo una o con varias voces por parte, esto es, con un exiguo grupo de solistas (como viene siendo cada vez más frecuente) o con un coro tradicional (como se ha hecho durante décadas): todo –y ahora el adjetivo subsiguiente debe entenderse en su acepción filosófica más que musical– es interpretable.

Aquellos precursores no lo tuvieron fácil: a la labor ya de por sí ingente de desenterrar, editar y presentar nuevo repertorio se añadió la no menos hercúlea de conquistar y educar a una nueva audiencia, acostumbrada a escuchar la música barroca interpretada –cuando se hacía– con criterios no muy diferentes de como se abordaban las composiciones románticas, con toda la parafernalia –material y mental– moderna. Esos primeros años marcadamente revolucionarios se caracterizaron por un afán idealista de pureza, de autenticidad, de despojamiento, de acercamiento a las fuentes, de recuperación de un pasado olvidado. En términos nacionales, Holanda desempeñó un papel fundamental, impulsada por la presencia de personalidades tan descollantes como las de Gustav Leonhardt, Frans Brüggen, Jaap Schröder y Anner Bylsma, virtuosos de sus respectivos instrumentos (clave y órgano, flauta, violín, violonchelo) a la par que grandes pedagogos. Alemania y Gran Bretaña también tuvieron una fuerte presencia en el asentamiento de aquellas corrientes históricas. Más tarde se sumó Francia y aún varios años después se subiría al tren Italia, de nuevo de la mano de nombres y apellidos concretos: Fabio Biondi, Rinaldo Alessandrini, Antonio Florio. Superados los primeros obstáculos, las segundas y las terceras generaciones lo tuvieron cada vez más fácil. Gracias a festivales (Utrecht, Boston, Innsbruck, el Lufthansa de Londres) y grabaciones, ya existía un público más o menos convencido e incluso cautivo, extraordinariamente receptivo al conocimiento de nuevos repertorios y no menos exigente a la hora de que no le dieran gato por liebre. El que conocía el Bach de Leonhardt o Harnoncourt, o el Haendel de Hogwood o Gardiner, ya no quería ni oír hablar de los de Karajan o Solti. Y el que ya había sucumbido a la polifonía de Palestrina estaba deseando sumergirse en la de Josquin des Prez y Johannes Ockeghem.

Vienen al caso estos dos últimos nombres porque, en medio del popurrí cocinado por Giovanni Antonini, se encontraba una de las obras más emocionantes de la música occidental: la Déploration de la mort de Jehan Ockeghem, de Josquin des Prez, un planto fúnebre en el que se exhorta a vestirse con «ropas de duelo» («abitz de deuil») a Brumel, Pierchon, Compère o el propio Josquin, cuatro de los más grandes polifonistas de la época. No hay nada que objetar, por supuesto, como hizo Il Giardino Armonico, a la interpretación de este motete fúnebre con instrumentos –este trasvase era una práctica habitual en la época–, por más que con ello se pierdan los versos de Jean Molinet, tan indisolublemente ligados a la música. Pero, ¿qué pinta esta música transida y doliente precediendo a una, por naturaleza, bulliciosa Battaglia anónima y enmarcada dentro de un contexto por regla general ligero, jovial y danzable, como se desprende de la Ungarescha o el Saltarello que sonaron poco después, o de la Tarantella de Cristoforo Caresana y una nueva Battaglia, esta vez de Samuel Scheidt, que puso fin a la segunda parte?

Las piezas se alargaban con frecuencia innecesariamente y tampoco llegaban solas, sino precedidas casi siempre por introducciones o transiciones a cargo de uno o varios instrumentos, convirtiendo así cada una de las dos partes del concierto en un continuum cuasisinfónico en el que no había lugar para el aplauso ni tampoco –supuestamente– para el aburrimiento. Sin embargo, semejante mezcolanza de agua y aceite, y tanto énfasis por hacer de la música antigua un producto lo más digerible posible, aun a costa de deformarla hasta volverla en ocasiones irreconocible, acabaron por producir, en algunos oyentes, desconcierto («Lo que tocan, ¿es de verdad o se lo inventan?», se oyó preguntar a alguien en el intermedio) y, en otros, rabia. Rabia, porque son necesarios años, o décadas, para educar, pero bastan unos pocos días para deseducar. Aquellos ideales de pureza, de autenticidad, han pasado ahora, culminadas más o menos las conquistas que se perseguían, a un segundo, o un tercer, plano, y lo que prima es el imperio del entretenimiento, de lo fácil, de la escucha no exigente, del dejarse llevar de la mano por estos insípidos y superficiales experimentos posmodernos. Afirmaba el musicólogo estadounidense Richard Taruskin (sí, el mismo que publicó hace pocos años, él solito, una historia de la música occidental en seis gruesos volúmenes para Oxford University Press) en su controvertida colección de ensayos Text & Act que la supuesta autenticidad que persigue –o perseguía– el movimiento interpretativo historicista es, dicho con claridad, una patraña, ya que sus maneras son hijas irrenunciables del gusto y las modas contemporáneas: del siglo XX cuando él escribía (el libro apareció en 1996), del siglo XXI ahora. A Taruskin le llovieron respuestas airadas pero –afortunada o desgraciadamente, según quién juzgue– el tiempo, y conciertos como el que aquí se reseña, están dándole la razón.

El medley de Antonini y su grupo habría podido ser más digerible de haberse interpretado en condiciones. El problema, para más inri, es que la ejecución estuvo a años luz de la reputación que, con justicia, adorna al grupo italiano. Había en la plantilla muchas caras nuevas, lo que hace pensar que en su visita a Madrid han venido con los suplentes, o los suplentes de los suplentes. Estaban, sí, el violonchelista Paolo Beschi (que dejó atisbar su clase en uno de esos interludios inventados entre pieza y pieza en la primera parte), el clavecinista Riccardo Doni (sobrio y discreto, como si toda la parafernalia a su alrededor no fuera con él) o el bajonista Alberto Guerra (el programa de mano le adjudica la interpretación de la dulciana, una mala traducción del italiano), pero no había rastro de Enrico Onofri, Stefano Barneschi o Luca Pianca, tres puntales del grupo. En su lugar, dos violinistas manifiestamente mejorables (y casi antagónicos en su manera de tocar), Marco Bianchi y Anaïs Chen, que desafinaron con ganas en varias de las piezas, y muy especialmente en la Sonata X de Giovanni Gabrieli, casi irreconocible y con sus efectos antifonales ausentes por completo; dos cornetistas muy jóvenes y poco avezados, Andrea Inghisciano y Gawain Glenton, que se las vieron y se las desearon, asimismo, para afinar en condiciones; y una laudista también muy verde, Maria Evangelina Mascardi, que hizo el ridículo de lo lindo al tocar con una ineptitud manifiesta las inevitables castañuelas en la citada Tarantella de Caresana. Este recurso a la percusión para alegrar el cotarro forma parte del legado de Jordi Savall, que tuvo mucho de pionero en los comienzos de su carrera, pero que luego esgrimió con entusiasmo y un desusado espíritu comercial el testigo de la posmodernidad. El a veces bautizado como «jordismo» ha tenido muchos imitadores, casi todos peores que el original, y su sombra está siendo extraordinariamente alargada. Otra defensora entusiasta del todo vale, la austríaca Christina Pluhar, puso también de moda hace unos años la introducción de dejos jazzísticos (sic) en la interpretación de piezas del primer Barroco. Ella lo hizo con un madrigal del libro noveno Monteverdi y Antonini acaba de hacerlo con Upon la mi re, de Thomas Preston. Pero, como siempre, el intérprete importa: Pluhar contaba con un cornetista fuera de serie, Doron Sherwin, y un cantante de campanillas, Philippe Jaroussky, que hasta consiguieron hacernos dejar por un momento los prejuicios a un lado, mientras que los cornetistas de Antonini nos obsequiaron con un torpe remedo de esas pseudoimprovisaciones jazzísticas, que sonaron burdas, incompetentes, anacrónicas y fuera de lugar.

Giovanni Antonini, cuya fama le ha llevado a ponerse al frente nada menos que de la Filarmónica de Berlín (y que hará otro tanto a finales de este mes con la Orquesta Nacional de España), sobredirigió el concierto con un despliegue de momos, contorsiones, contracciones, expansiones, gemidos y zapatazos más propios de un saltimbanqui, un juglar o un titiritero y que parecían más dirigidos a deslumbrar al público con tan insólito alarde de gestualidad que a poner un poco de orden entre sus filas. En ocasiones, Antonini se retiró del escenario para luego emerger de nuevo encabezando una pequeña procesión, cual flautista de Hamelín, como hizo al comienzo de Dormendo un giorno, de Vincenzo Ruffo. A tenor de lo visto y oído, diríase que su objetivo fundamental, y casi único, era que el respetable no se aburriese. Y el público que llenaba hasta la última butaca de la sala no parecía aburrirse, ciertamente, aunque al final los aplausos tampoco fueron los de las grandes tardes y la propina, amable y ligera, abundó en la línea anterior de ofrecer música de fácil digestión pobremente interpretada. Al final se veían caras sonrientes, sí, pero también de asombro y otras –las menos– con el ceño fruncido. Antonini había echado por tierra de un plumazo la labor de muchos de sus predecesores en aquellos largos años de galeras: su «universo barroco» y el de Andreas Staier hace unos días parecían pertenecer a galaxias diferentes.

Acabado el concierto, no era fácil discernir el porqué del título La morte della ragione. Lo cierto es que el lema podía aplicarse por igual al programa (la primera parte se cerraba, paradójicamente, con una Intrada de Samuel Scheidt) y a la interpretación, que subvertía un buen número de los principios que hace un par de décadas se tenían por sacrosantos. Curiosamente, lo mejor del concierto fue probablemente el Preludium de Jacob van Eyck que interpretó en solitario Antonini como preludio de la Battaglia final de Scheidt. Ahí sí que fue posible reconocer, como un fogonazo, y a pesar de algún que otro aspaviento de más, al gran flautista y al músico de enjundia. Antes, y después, nos había castigado con un auténtico mejunje conceptual e interpretativo, lo más parecido a un disparate, un esperpento: la música antigua reflejada en los espejos cóncavos del callejón del Gato.

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