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Instruir sin deleitar

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El Teatro Real ha vivido este verano su propia y esperpéntica versión de eso que suele llamarse «teatro dentro del teatro». El final del drama, o del sainete, ha acabado con la contratación de un nuevo director artístico, Joan Matabosch, que ocupaba idéntico puesto en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, y con el anterior, Gerard Mortier, contemplando desde la distancia cómo era, primero, relegado de sus responsabilidades y, luego, investido con las de «asesor artístico», un nebuloso concepto de nueva creación que sólo puede leerse como una salida in extremis de quienes han estado moviendo los hilos entre bambalinas para salvar los muebles y garantizar a corto plazo –lo que, aun así, parece difícil– el silencio del locuaz e irrefrenable gestor belga.

La autoproclamada como gran apuesta de su tercera temporada madrileña ha sido presentar un díptico en torno a la conquista de México. Ya desde el primer título que programó en el coliseo de la plaza de Oriente, Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, Mortier dejó claro que sus prioridades como director artístico pasaban por educar al público y plantear relecturas de viejos o nuevos títulos en clave actual: las grandes voces, las grandes óperas, el gran público eran conceptos que le resultaban por completo ajenos. La crisis económica, entonces en su apogeo, daba pie a revisitar la propuesta de Bertolt Brecht y Kurt Weill como una denuncia de los excesos del capitalismo. Poco importaba que, musicalmente, la obra fuera realmente de muy poca enjundia, porque se decidió compensar sus posibles carencias con una puesta en escena aparatosa, huera y multifuncional –como todas las suyas– de La Fura dels Baus, apadrinados desde hace años por Mortier. Como poco parece haber importado ahora que Die Eroberung von Mexico, del alemán Wolfgang Rihm, no sea realmente un ópera (de Musiktheater, «teatro musical», la califica su propio autor), ni que The Indian Queen, la anunciada segunda entrega del díptico, sea no sólo una partitura incompleta (su autor, Henry Purcell, murió en plena composición en 1695) que versa sobre el enfrentamiento de la reina mexicana Zempoalla contra los peruanos, sino también, en el mejor de los casos, y por utilizar un término de la época, una semiópera, con mucho texto hablado y poca música tocada y cantada. Mortier, eso sí, se siente feliz en su papel de profesor, adoctrinador y agitaconciencias, y que a los libros les faltan páginas o pudieran no ser la lectura ideal en un contexto diferente de aquel en el que surgieron no dejan de ser quizás, a sus ojos, asuntos baladíes. Siempre, tanto en Madrid como en sus anteriores destinos profesionales, ha dado prioridad absoluta a sus propios gustos: es el público el que parece tener que acomodarse a ellos, nunca viceversa.

La presente temporada se había inaugurado en septiembre, sin embargo, de manera inequívocamente convencional: con la reposición de una puesta en escena colorista y tradicional, firmada por Emilio Sagi, de Il barbiere di Siviglia de Rossini: la crisis y los recortes también imponen sus peajes. Pero el comienzo real, como quedó patente con el paso fugaz de Mortier por Madrid para presentarla a bombo y platillo, a pesar de su delicadísimo estado de salud, es esta Conquista de México de Wolfgang Rihm, estrenada en 1992 (el año del quinto centenario del descubrimiento de América) en Hamburgo, con dirección musical de Ingo Metzmacher y escénica de Peter Mussbach. No ha llegado luego a muchos teatros de ópera porque, como ya ha quedado apuntado, no es, en puridad, una ópera. De hecho, a tenor de lo escuchado en Madrid, es una música que funcionaría mucho mejor en versión de concierto, porque la trama es inexistente y el libreto, con frecuencia nulamente dramático, elíptico, abstruso e incluso banal («Quiero acometer una horrible feminidad», «Cuando vivo, no siento que vivo»), no pasa de ser una sucesión de frases más o menos abstractas (firmado por el propio Rihm, se inspira en textos de Antonin Artaud y un poema de Octavio Paz) vagamente conectadas con la conquista de México y el enfrentamiento entre Cortés y Moctezuma.

Aunque gran parte de su extensísimo catálogo no se ha interpretado nunca en España, Wolfgang Rihm es, indiscutiblemente, uno de los grandes nombres de la composición actual. Prolífico como pocos, cultivador de todos los géneros, extremadamente culto, ensayista de enorme enjundia, Rihm es incapaz de componer música banal o pobremente escrita. Todo lo que sale de su feraz imaginación son obras de primerísima calidad. El pasado 20 de octubre, por ejemplo, la Filarmónica de Berlín estrenaba su composición más reciente, IN-SCHRIFT-II , en uno de los conciertos conmemorativos del cincuentenario de la inauguración de su sede, la Philharmonie berlinesa. La elección tiene mucho de simbólico: hay compositores alemanes más veteranos que Rihm, nacido en 1952, pero ninguno ha sabido, como él, apelar al gran público sin renunciar nunca a sus credenciales vanguardistas y a sus guiños al pasado (como las frecuentes referencias a Robert Schumann, uno de sus compositores de cabecera).

Ahora bien, ¿tiene sentido escuchar Die Eroberung von Mexico sin haberse visto aún en Madrid su obra maestra en el ámbito operístico, Jakob Lenz (1978), inspirada en la obra de Georg Büchner? Programarla después del Wozzeck de Alban Berg de la pasada temporada habría servido para trazar un simbólico puente entre ambas. Y, como ópera de cámara que es, representada siempre con éxito por doquier, parece un título ideal para estos tiempos de apreturas. Llevando incluso las cosas más allá, ¿es sensato o aconsejable presentar esta pieza de «teatro musical» a un público que todavía no ha visto ni escuchado en Madrid Mathis der Maler o Cardillac, de Paul Hindemith; Billy Budd, de Benjamin Britten; Der junge Lord o Elegie für junge Liebende, de Hans Werner Henze; Gawain, de Harrison Birtwistle; L’amour de loin, de Kaija Saariaho; Die Soldaten, de Bernd Alois Zimmermann; o King Lear, de Aribert Reimann, por citar sólo algunas de las grandes óperas –citadas desordenadamente– del último siglo?

Mortier ha debido de pensar que, como españoles, estábamos más cerca de Cortés y Moctezuma que de Matthias Grünewald o el Caballero Verde, pero las apariencias, a menudo, engañan. La música de Die Eroberung von Mexico podría remitir a cualquier otro argumento, porque, de hecho, como ya se ha apuntado, la trama de la obra de Rihm es mínima, casi inexistente, una excusa para componer una soberbia música instrumental (hay una larguísima introducción, en buena medida percutiva, de casi quince minutos antes de que oigamos cantar «Neutro, femenino, masculino», una tríada que reaparecerá en numerosas ocasiones posteriores) y para experimentar con efectos antifonales de varios grupos dispuestos, en estas representaciones madrileñas, en el foso, las dos plateas y el palco real. Y hay que dejar constancia de que la interpretación de esta compleja partitura instrumental (la parte del león de la composición en su conjunto), con frecuencia violenta, e incluso agresiva, fue excelente y comandada con acierto con Alejo Pérez, que causo aquí una impresión notablemente mejor como concertador que en el catastrófico y olvidable Don Giovanni de la pasada temporada. La sonorización (el coro, por ejemplo, suena pregrabado) y la amplificación fueron también excelentes y pocas objeciones cabe poner a esta prestación instrumental, con especial mención, quizá, para los dos violinistas de ambas plateas, Georgy Valtchev y Margarita Sikoeva, impecables de afinación y expresividad en sus muy comprometidas partes.

En los repartos de Gerard Mortier suelen asomar siempre puntos negros, cuando no negrísimos, en el apartado vocal, pero las dos voces principales cumplieron aquí con creces en sus respectivos cometidos. Nadja Michael, habitual en los repartos del belga, puede dar rienda suelta a su tendencia a cantar de forma un tanto desaforada, claramente inapropiada en su Marie de Wozzeck, pero eficaz en los pasajes más dramáticos de su Montezuma (así escribe su nombre Rihm, que lo encomienda a una voz femenina para resaltar aún más la contraposición entre el soberano azteca y el invasor español). En el dúo final, el pasaje vocalmente más sustancial y relevante de la obra, Michael mostró unas muy incómodas tiranteces en el registro agudo. El Cortés de Georg Nigl fue también correcto, siempre teniendo en cuenta que en ambos casos se trata de personajes apenas esbozados como tales. Pero, por voz, aplomo y movimiento escénico, Nigl se percibe como un cantante también idóneo para el papel.

Otra cantante que había participado en Wozzeck encarnando a Margret, la serbia Katarina Bradi?, cantó, que no es poco, las notas inusualmente graves que confía Rihm a la contralto situada en la platea par, pero lo hizo además con un timbre hermoso y homogéneo, además de con la intención dramática justa. No puede decirse lo mismo de los sobreagudos que emitía justo enfrente la soprano Caroline Stein, casi siempre mates y estridentes (la insistencia en estas notas agudísimas es quizás uno de los principales peros que pueden ponerse a la partitura de Rihm). La puesta en escena de Pierre Audi aporta poca cosa y no acaba de desprenderse de los tópicos ligados habitualmente a los conquistadores españoles: Cortés aparece vestido de un sombrío negro y con una cruz en mano que se muda en espada al blandirla por el otro extremo. Audi se inventa, qué remedio, prolijos movimientos escénicos como relleno e ilustración visual de la música, pero cuarenta insustanciales figurantes se antojan muchos para un teatro sumido, como todos, en una grave crisis económica. La escenografía de Alexander Polzin se adivina influida, ya desde el comienzo, por las formas y los colores de Paul Klee, y no acaba de cuadrar con el vestuario: el traje, sombrero-casco y zapatos dorados de Moctezuma harían, por ejemplo, las delicias de Lady Gaga, tan poco afín, parece, a la estética refinada y sutil del pintor suizo.

Al final hubo aplausos (de alivio) y bravos (aislados), sin muestras perceptibles de disensión. Los vítores parecían más dirigidos a Mortier que al espectáculo propiamente dicho o, si se quiere, a una política artística y a una determinada forma de programar ópera en Madrid, capaz de acoger incluso obras de «teatro musical» vanguardistas como esta. Pero no hay que caer en el error de pensar que sólo cabe la disyuntiva entre la vía convencional (los títulos de siempre en las puestas en escena tradicionales de siempre) y la vía Mortier, por lo que los bravos a una equivalen a abucheos a la otra, y viceversa. Hay terceras vías, y cuartas, y múltiples vías intermedias. El problema de la manera de programar del belga, a la que ya han impuesto fecha de caducidad, es su afán por instruir, por darnos lecciones, olvidando el deleite que todo el público que paga una entrada en un teatro de ópera espera también recibir a cambio. Ya se encargarán otros de hacer balance de lo bueno y lo menos bueno (las proporciones pueden llegar a invertirse en función de quién sea preguntado) de la gestión artística durante su trienio en Madrid, y sobre la que se ha escrito extensamente en los últimos meses en Revista de Libros. De su sucesor al menos cabe esperar, si tomamos como referencia su trayectoria de muchos años en el Liceu barcelonés, dos virtudes –en positivo una, en negativo la otra– que, en demasiadas ocasiones, le faltaron al director belga: sentido común y nulo afán de protagonismo.

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Bajo el título general de Sehnsucht – Fernweh (traducido incorrectamente en el programa como Nostalgia y anhelo, que obvia el afán de desplazarse a lugares lejanos del segundo término), se presentaba la joven soprano Christianne Karg en el prestigioso ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela. Aunque de dimensiones reducidas con respecto a años anteriores (la crisis mata o hiere: no deja víctima indemne), esta temporada es ya la vigésima de un ciclo que ha logrado implantar en Madrid una cierta cultura liederística, con un público que se ha visto obligado a disfrutar y aprender a la vez. Los nuevos nombres se introducen a cuentagotas, fiando cada año la mayoría de los programas a cantantes y pianistas ya bien conocidos y admirados en ediciones anteriores. Y todo apunta a que, tras este debut, Karg quizá tarde unos años en repetir.

Empezar un recital con canciones de Hugo Wolf, miniaturas perfectas que requieren de un perfecto mecanismo de relojería interpretativo para hacerles justicia, es una decisión arriesgada. Karg eligió varias canciones del Italienisches Liederbuch, ese prodigio nacido en dos eclosiones de creatividad en 1890-1891 y 1896, y ni una sola de las seis canciones despertó emoción o sonrisa, los dos elementos esenciales de una colección que bascula constantemente entre el amor y el humor. Karg lo fía todo al timbre de su voz (terso, bonito en el agudo, mucho menos en el centro y en la zona grave) y se olvida de cantar. Optó por unos tempi lentísimos, pesantes, que dejaban las canciones remachadas al suelo, en vez de dejarlas revolotear de un lado para otro. Así, la comicidad de Mein Liebster ist so klein pasó por completo inadvertida, la ironía imprescindible para hurgar en los dobles sentidos de poema y música brilló por su ausencia, y los matices de la genialidad de un Wolf ya cercano a la demencia resultaron de todo imperceptibles. La dicción de Karg, aun en su lengua natal, se reveló muy deficiente y muchas consonantes finales resultaron inaudibles. Y algunos de los nombres italianos de los poemas traducidos por Paul Heyse experimentaron curiosas metamorfosis: en Ich hab’ in Penna einen Liebsten wohnen, que cierra la colección, «Casentino» se apocopó en «Cantino», o algo parecido. No cabe descartar que, en estos primeros compases del recital, los nervios del debut le jugaran una mala pasada.

Pero las cosas empeoraron incluso en los tres Lieder del Spanisches Liederbuch, las cuatro canciones de Mignon, también de Wolf, y la Romance de Mignon, de Henri Duparc, que pusieron fin a la primera parte del recital. Aplacados esos posibles nervios iniciales, la expresión seguía siendo monótona, mate, las frases pasaban de largo sin quedar construidas, la voz seguía exhibiendo demasiados colores en los diferentes registros (y una palpable dificultad para afinar en el grave). Pero lo peor de todo era su incapacidad para transmitir el contenido del texto, lo que cercena de raíz toda posibilidad de dar a un Lied la interpretación que exige y reclama. En el soberbio Kennst du das Land, por ejemplo, no hubo noticias del anhelo que dimana de cada verso de Goethe, y voz y piano sonaban absolutamente disociados: los estallidos de deseo de este no parecían activar ningún resorte en Karg, más atenta a leer el texto como una alumna aplicada que a dejarse arrastrar por su tropel de connotaciones expresivas.

El francés de la canción de Duparc y de buena parte del repertorio de la segunda parte no mejoró mucho las cosas. Si la dicción alemana era confusa, la pronunciación francesa sonaba manifiestamente mejorable. Y todo sonaba igual: Duparc igual que Ravel, Hahn igual que Koechlin o Poulenc y, al final, Barber igual que Copland. Ahí radica el principal problema de Karg, al menos como cantante de recital, en su incapacidad en hacer de cada canción un mundo propio, con principio y final, perfectamente cerrada sobre sí misma. Todo le suena intrascendente, banal, parecido a lo anterior y a lo posterior. Volvió a esquivarle el humor (esencial, por ejemplo, en Hyde Park, de Francis Poulenc), la expresión franca y directa (en las Cinq mélodies populaires grecques, de Maurice Ravel) o los guiños cabareteros (en Voyage à Paris, también de Poulenc), y sólo en las tres sencillas e inocuas canciones finales, en inglés, las carencias resultaron menos lacerantes.

No es fácil entender por qué Karg ha elegido un repertorio aparentemente tan poco afín a sus condiciones para debutar en Madrid: con montones de canciones radiantes de sol (procedente de Italia, Francia o Grecia), las nubes y una incómoda niebla no se disiparon un solo momento. La confección del programa, excesivamente disperso, despertaba también sobre el papel numerosas dudas (y algunas quedaron resueltas modificando sobre la marcha el contenido de la primera parte) y la presencia de Gerold Huber (el acompañante habitual de Christian Gerhaher, uno de los cantantes más queridos por el público de este ciclo, que visitará en marzo del año que viene) al piano no mejoró mucho las cosas. Estuvo en todo momento mejor que la cantante, porque es un gran músico, pero no deslumbró, ni mucho menos, como en anteriores visitas. El Lied requiere una delicada alquimia a dos voces, y si falla uno de los dos elementos, el desequilibrio resultante condena al fracaso todo intento de producir las reacciones deseadas. Ni asistimos en el Teatro Real a una auténtica Conquista de México (salvo, como mucho, a una lejana idea poética sublimada y muy intelectualizada de aquel episodio histórico), ni en el Teatro de la Zarzuela nadie pareció convincentemente apelado a una verdadera Invitation au voyage (el título de la famosa canción de Duparc a partir de un poema de Baudelaire): antes y después, y casi durante, todos seguimos pisando, sin lograr que nos despegásemos un palmo de ellas, las calles de Madrid.


 

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