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Puertas para adentro

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Escrita en 1890, Hedda Gabler es un drama doméstico, un tour de force psicológico y un implacable diagnóstico de lo que Ibsen consideraba la enfermiza sociedad noruega de su tiempo. El hecho de que entre sus personajes haya un alcohólico, un corrupto, una moribunda, un marido emasculado y una pobre mujer con fallida vocación de Florence Nightingale no es por mera necesidad argumental: algo está podrido en el Estado que se halla frente a Dinamarca. El foco de podredumbre, sin embargo, lo ocupa una figura decimonónica no específicamente noruega, sino paneuropea: la mujer insatisfecha. Por edad, Hedda podría ser hija de Emma Bovary y hermana menor de Anna Karenina. Y con esos personajes comparte lo que podría llamarse una conflictiva fascinación con el romanticismo. Aburrida «mortalmente» en casa, y en corsé, Hedda sueña con echar el segundo por la ventana de la primera, pero en su carácter predominan el oportunismo y la cobardía: «Si fuera valiente, podría vivir».

Qué vida le hubiera deparado la valentía no queda nada claro. Ibsen le dio la oportunidad de emanciparse a su personaje más famoso, Nora Elmer, en Casa de muñecas, pero la obra termina justo cuando la emancipación va a comenzar. Es sociológicamente lícito, aunque dramáticamente absurdo, preguntarse qué pasa después de que Nora dé su famoso portazo. ¿Hace un viaje? ¿Tiene amantes? ¿Y al final? ¿No acabará en una pensión de las que los miembros de su clase, la pequeña burguesía de Cristianía (hoy Oslo), consideraban una desgracia? O, peor, ¿no se convertirá en uno de esos muertos vivientes que deambulan por la ciudad como el narrador de Hambre, de Knut Hamsun? Lo indudable es que Ibsen, sabedor de que había poquísimo margen de acción, no era muy optimista en cuanto a las redenciones; en otra pieza, Espectros, la solución de la mujer desesperada consiste en fingir de puertas afuera que todo está en orden y, con ayuda del alcohol, tolerar el caos de puertas adentro. Estas cuestiones eran de suma importancia para el dramaturgo, que cifraba en ellas su crítica social, pero no lo son menos para la tensión dramática: como a esos peces de las profundidades que estallan al ser sacados a la superficie, los personajes de Ibsen se ven vivos sólo bajo una gran presión. Y la presión es marcadamente sociohistórica. De ahí el riesgo de adaptar las obras a épocas posteriores.

Como comprobamos hace poco en la espantosa Casa de muñecas modernizada que montó Ximo Flores en los Teatros del Canal, los problemas de Nora Elmer no pertenecen a la era de Carrie Bradshaw. ¿Quiere eso decir que no hay juego para la adaptación? Una respuesta ambigua se esconde en la Hedda Gabler de Eduardo Vasco, un director que, con cautela y una dosis mucho mayor de buen gusto, opta por el anacronismo de carácter genérico, alejando ligeramente a Hedda del siglo XIX y de Noruega. Con muebles y vestuario que son puro art déco, Vasco nos lleva a un lugar indeterminado, en los años veinte o treinta del siglo pasado. Y la puesta en escena, hay que decirlo, presenta una sobriedad muy atractiva, con escenografía limitada a un piano, un par de sillas y un telón semitransparente sobre el que se proyectan imágenes no menos austeras. Esa austeridad es el sello del director: la vimos en su reciente Otelo y, con aun mayor eficacia, en la sombría versión de El malentendido que montó en 2013 con Cayetana Guillén Cuero y Ernesto Arias, parte del elenco de esta nueva pieza. Pero aquí, por desgracia, hay también algo frío y abstracto que no cuadra, como si el espacio estuviera deshabitado y la decoración se compusiera de piezas de museo.

El problema, aclaro, no es el art déco en sí. Un paseo por la actual exposición El gusto moderno. Art déco en París, 1910-1935, en la Fundación Juan March, alcanza para ver lo fabulosos que pueden ser sus formas en la vida cotidiana. Pero esos objetos también se encuentran históricamente marcados, tanto en la realidad como en el imaginario posterior. Mientras que uno los asocia sin problemas con el frívolo materialismo de, digamos, Jay Gatsby, no encajan demasiado con los aires aristocráticos de Hedda, quien en el texto de Ibsen se queja de no poder tener un «criado con librea» y, tal como han señalado muchos comentaristas, idealiza la vida de una o dos generaciones atrás. Al trasladar al personaje una o dos generaciones más adelante, esa veta es lo primero que se pierde. Desaparecen también, en consecuencia, muchas de las sutiles distinciones de clase que Ibsen siembra en la obra. Y es clave notar que, al igual que Emma, Hedda se ha casado con alguien por debajo de su clase, aunque obvia y cruelmente no de sus posibilidades, teniendo en cuenta que frisa la treintena y sus antiguos pretendientes han resultado ser a cual más tarambana que el otro: «No es fácil entender a Hedda –escribe Vasco–. Todavía hoy, con nuestro paladar de espectadores avezados en materia ficcional, miramos al personaje con una cierta perplejidad». Yo corregiría: en especial hoy, cuando privilegiamos la idea (completamente falsa, por cierto) de que el individuo se hace a sí mismo a fuerza de pura voluntad. En la red social tirantísima de finales del siglo XIX –en la que el individuo no era sólo, ni siquiera sobre todo, quien decía ser, sino quien los demás decían que era–, el personaje resulta mucho más comprensible.

También lo son sus maquinaciones, por imperdonables que nos resulten. En esencia, la obra narra la venganza de una mujer monstruosamente idealista –el rasgo cardinal de los villanos de Ibsen, como notó George Bernard Shaw– ante una sociedad que defrauda sus ideales. El esquema central es un cruce cuasioperático de dos parejas. Tras casarse con Jørgen Tesman (Ernesto Arias), un marido bueno pero aburrido, Hedda (Cayetana Guillén Cuervo) se reencuentra con un antiguo enamorado, Ejlert Løvborg (José Luis Alcobendas), que fue un alcohólico perdido, pero que, recientemente, se ha regenerado gracias a los buenos oficios de su amante Thea Elvsted (Verónika Moral), y hasta ha escrito un libro que todos juzgan genial. El cuarteto está más revuelto de lo que esa descripción sugiere, pues Hedda fue compañera de colegio de Thea y ésta, en algún momento, tonteó con Jørgen. Y hay también un quinto personaje, el juez Brack (Jacobo Dicenta), que viene a proponerse como tercero en discordia. No doy más detalles argumentales por si acaso, pero digamos que, cuando todos se enredan en una indisociable maraña, Hedda adopta una actitud no es muy distinta de la de Alejandro ante el nudo gordiano.

En medio de todo ello, como decíamos, el drama de clases es muy relevante: deberíamos notar, algo que no siempre sucede en esta producción, que Hedda y Ejlert están más encumbrados que el resto, y contemplan los móviles de los otros mortales como dos demiurgos hastiados. Más importante aún, en todo caso, es la mitología romántica, que aquí se ve con claridad. Años atrás, en uno de esos raptos que harían las delicias de los psicoanalistas de la generación posterior, Hedda estuvo a punto de disparar a Ejlert con una de las pistolas de su padre, el general Gabler, y ha llegado a convencerse de que ese hubiera sido un «acto hermoso». En pos de esa intensidad, está dispuesta a llevar a cabo un acto equivalente. Pero también eso se frustra y, cuando se produce una muerte en circunstancias dudosas, no puede sino lamentar que «todo se vuelva ridículo e innoble cuando yo lo toco». Esta concienciación final es lo que distingue a la fuerza dramática de Ibsen, así como la complejidad del personaje. Es como si, al final de Madame Bovary, Emma descubriera que su vida se ha vuelto un folletín: el personaje se expandiría para trascender el absurdo al que se vio sometido. Y es exactamente lo que pasa con Hedda.

Lo que hacen el elenco y el director con este material de alto riesgo, que a menudo le pasa raspando al melodrama, es bajarlo todo lo posible de tono. Sin refrendar las idealizaciones de los personajes, Vasco se las arregla, además, para no caricaturizarlas. Y los actores logran otro tanto al decir las líneas con una naturalidad propia de quien cree en lo que está diciendo. No hay momentos de grandes monólogos ni aspavientos, aunque sí evocaciones tocadas de lirismo, que se le dan muy bien a Guillén Cuervo, dueña de una voz atractiva, grave y algo ronca, con una dicción impecable. Es una lástima que, el resto del tiempo, se quede en una alternancia poco matizada de hieratismo y fastidio. Algo parecido puede decirse de Arias, que hace estupendamente de pánfilo, pero que se instala con excesiva comodidad en la bondad estereotípica del personaje. La segunda pareja ofrece interpretaciones correctas, aunque nadie las llamaría inspiradas; en particular, Verónika Moral sufre la dificultad de haber sido puesta a orbitar alrededor a Guillén Cuervo, y hasta el vestuario parece diseñado para eclipsar a la actriz secundaria. Alguien que, al revés, no se deja eclipsar, incluso con poco texto, es Jacobo Dicenta: su juez Brack tiene fuerza, provocación y un punto chulesco que viene muy bien para romper la tendencia exacerbada a la solemnidad del resto de personajes. Las escenas en que intenta seducir a Hedda son, con diferencia, las más logradas, y señalan una manera posible de abrir la obra a una mayor ironía.

No es que Hedda Gabler deba, ni ciertamente pueda, convertirse en una comedia de costumbres. El patetismo del desenlace tiene que llegar como una recompensa emocional a todos los dilemas que han ido planteándose en el transcurso de cuatro actos. Aun así, me pregunto si no sería deseable –en vez cortar escenas presuntamente superfluas, como hace la versión de Yolanda Pallín para clavar la acción en noventa minutos– una interpretación con más humor, más variedad tonal y, en muchos casos, más velocidad de palabra: en definitiva, menos «teatro». En este sentido, es relevante la opinión general de que, en esta obra, Ibsen se movió al borde de la novela. Releyendo el texto, el diálogo inicial entre la tía de Jørgen y la criada (aquí eliminada, supongo, por razones de presupuesto) me ha parecido prácticamente dickensiano. Y las conversaciones cuasisinfónicas de los personajes, que a menudo ocupan el escenario en grupos de cuatro o cinco, tienen algo propio del amplio espacio verbal de la novela. En esa variedad, el único caso comparable que se me ocurre es Chéjov. Por lo demás, las producciones monocordes tienden a caer en expectativas culturales que tienen mucho de cliché: todos los nórdicos son solemnes, la realidad es un espanto por encima del paralelo 57, etcétera. Quién sabe. Pero el teatro de Ibsen canta, incluso cuando la canción es triste.

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Ficha técnica

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