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De aquí y ahora

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El teatro mantiene una relación incómoda con la actualidad: una trama tomada de los titulares, por así decirlo, se expone a no durar en la memoria más que el telediario de la noche. Al mismo tiempo, un buen drama se nutre de ansiedades y accidentes contemporáneos, como demuestra el hecho de que las obras vivan en permanente estado de adaptación, donde cada nuevo montaje busca producir una máxima resonancia en su público inmediato. Lo más difícil, desde luego, es lograr el equilibrio de cosas disímiles: la universalidad de conflictos reconocibles y la especificidad de los nuevos. Dos producciones de jóvenes dramaturgos españoles, el catalán Josep Maria Miró y el canario José Padilla, resuelven con inteligencia ese problema, indagando en nuestro confuso comercio con la verdad, mientras se adentran en cuestiones sobre las que leemos a diario en la prensa. Los lenguajes dramáticos de una y otra obra son muy diferentes, y no hace falta forzar la analogía. Pero a ambas se les nota un aire de familia o, inevitablemente, de época.

Según cuenta Padilla en sus muy recomendables notas de prensa, Haz clic aquí parte de un caso real, que ocurrió hace poco más de tres años y se convirtió entonces en suceso mediático. Un posible resumen es el siguiente: a la salida de una discoteca, seis jóvenes dieron una paliza a otros tres. Puede parecer cosa de todos los días, o al menos de todos los fines de semana, pero el ensañamiento fue desmedido y –en palabras de Padilla– «la violencia quedó reflejada en la acción de una de las jóvenes del grupo agresor: golpeaba sin piedad con el tacón de su zapato a uno de los muchachos tendidos en el suelo». Donde dice «quedó reflejada», léase que un vecino filmó todo con el móvil. Aunque no hubo heridos de gravedad ni denuncias, el vecino, un abogado con convicciones firmes, que más tarde declararía que «no es admisible en un Estado de derecho que alguien se tome la justicia por su mano», subió el vídeo a YouTube e inició una campaña en las redes sociales para identificar a los agresores y convencer a la fiscalía de abrir de oficio una causa contra ellos. Las redes respondieron con una caza de brujas, identificando a cada uno de los jóvenes gracias a sus perfiles de Facebook y dejando en el de la presunta chica del tacón mensajes donde le decían de todo menos bonita. Esta, para colmo, resultó ser menor, de manera que la Fiscalía de Menores decidió investigar si el vídeo y los mensajes vulneraban sus derechos. Y así, mientras las culpas se mezclaban y repartían, los medios hacían su agosto.

La obra de Padilla no pretende ser teatro documental, por lo que la comparación con sus fuentes no debe hacerse punto por punto, pero el esquema anterior informa un argumento centrado en motivos oscuros y culpabilidades mixtas. Más que ser un drama jurídico, Haz clic aquí investiga la precariedad cotidiana de nuestros juicios. Los escenarios, lejos de tribunales o comisarías, son el piso del abogado, la redacción de un periódico, la casa de la presunta culpable y el interior de una discoteca, indicados sucintamente por la escenografía funcional de Mónica Boromello y una iluminación rica en contrastes firmada por David Hortelano. En el comienzo, estamos en el salón de Diego (Gustavo Galindo), que a las cinco de la mañana oye ruidos fuera, se acerca a la ventana y graba todo, para después ofrecer su ayuda al golpeado Javier (Pablo Béjar), que se niega a recibirla. Su supuesta atacante, Ruth (Ana Vayón), aparece a continuación en un tenso diálogo con su madre, Olga (Nerea Moreno). Y la acción se ramifica hacia los dilemas de pareja de Diego, el romance de Olga con un cliente en Ibiza, la relación más o menos sentimental entre Ruth y Javier, y los altercados verbales (muy graciosos) de Ruth con sus amigas. En escenas de gran concisión, se mezclan causas y efectos mediante saltos espaciotemporales, fragmentándose continuamente el relato unívoco. Lo que ocurrió «realmente» sólo se ve al final, e incluso entonces hay motivos para dudar de la veracidad de la versión.

Cubriendo lo anterior en tan solo una hora y diez minutos, los actores se mueven y hablan aprisa, sin dejar intersticios entre réplicas ni casi entre escenas, e interpretando dos o más papeles cada uno. Hasta en momentos de calma, el efecto general es de inquietud, como si los seres imaginados llevaran un ritmo de vida insostenible. En relación con esa lógica vertiginosa, hay numerosos aciertos de interpretación y dirección, con sólo un par de deslices. Gustavo Galindo resulta muy convincente como el abogado que no puede quedarse quieto, ni física ni mentalmente, y que no por nada está despierto a las cinco de la madrugada. En un segundo rol, el de un comerciante simpático pero algo tramposo, es la calma en persona, y el cambio de uno a otro está muy bien llevado; sin embargo, su tercer papel le exige más de lo conveniente, y, en la piel de un muchachito hípster, Galindo roza el ridículo. Dan más de sí Nerea Moreno en su doble figura de madre y amiga de Ruth, y la tercera actriz, Inma Cuevas, que interpreta con igual comodidad a una sesuda periodista y a una jovencita alocada, como si no hubiera gran distancia entre una y otra.

Las conversaciones ya señaladas entre Ruth y sus colegas son, en cuanto a ocurrencia verbal, un retrato de la mejor guarrería adolescente; pero, debajo de los «cerdis» y «putis» y «no me sale del coño», hay una fina observación de la violencia que corre por debajo del diálogo cuando el verdadero diálogo es hormonalmente imposible. «La fuerza y el dolor de ser joven», según la frase de Philip Larkin, aflora por doquier en esas escenas, aunque quien más debe transmitirlos a lo largo de la obra es Ana Vayón, en su papel de punki desnortada. Vayón tiene una presencia fuerte, pero me impresionó más en los momentos serenos de su actuación, como cuando le agradece a Javier lo que ha hecho por ella, o interpreta a una maestrita ciruela de francés (en impecable francés). No es que sus arranques de furia, en otros momentos, sean poco creíbles; de hecho, resultan alarmantemente naturales. Pero el papel de Ruth está llevado a su intensidad máxima la mayor parte del tiempo, como si los jóvenes, con tanta fuerza y dolor, no conocieran un minuto de paz. Hubiera sido deseable un diálogo con más matices, o más miedo, entre la chica y su madre, por ejemplo; y, pese a toda la insolencia de la que son capaces los adolescentes, me resulta poco creíble que alguien aterrado por mensajes abusivos eche a insulto limpio de su portal a una periodista.

Estas limitaciones tonales figuran entre las pocas de la obra, que, con cierta puerilidad, a veces apuesta por epatar a las buenas conciencias mediante el equivalente dramático de subir el volumen a tope. (También sube literalmente a tope el volumen en las escenas de discoteca.) Sin dármelas de representativo, o siquiera de buena conciencia, diría que, por ese lado, el público es inepatable. Los aspectos de la obra que hacen más mella son quizá los menos ruidosos, como el deseo un tanto desesperado de Diego de actuar in loco parentis, o la igualmente inoportuna voluntad de Olga de lanzarse a una nueva vida. Y es que estos episodios se perciben como verosímiles, colmados por la experiencia, la materia prima de «la manera en que vivimos». La frase es de Anthony Trollope, que tituló así una novela de casi mil páginas. En muchísimas menos, Padilla da en el clavo acerca de unas cuantas cuestiones de hoy, empezando por la de cómo nuestra cultura es lo bastante sofisticada como para haber puesto en marcha un sistema jurídico rococó, pero de una simpleza tal que, en sus llamadas redes sociales, donde la sociabilidad escasea, suele confundir la justicia o la verdad con la opinión pública.

El principio de Arquímedes se define como «una obra que abre interrogantes sobre los miedos contemporáneos, los prejuicios y la confianza». En el centro de esos impulsos se coloca aquí la peor transgresión que pueda imaginarse: la pedofilia. La salvedad es que, en el caso expuesto, dicha transgresión quizá sea imaginaria. Como en Haz clic aquí, se parte de un incidente visto a medias: un monitor de natación, Rubén (Rubén de Eguía), abraza a un niño que tiene miedo al agua y luego le da un beso. Parece ser un gesto de aliento, pero una niña ve, o cree ver, que el beso ha sido en la boca. Cuando se lo cuenta a su madre, las repercusiones se desbordan.

La obra está ambientada por entero en el vestuario de la piscina, donde Rubén entabla conversaciones cada vez más tensas con su compañero de trabajo Héctor (Albert Ausellé) y con la directora del establecimiento, Ana (Roser Batalla), quien a su vez debe enfrentarse a un padre con ínfulas de justiciero, David (Santi Ricart). Estrenada hace dos años en la Sala Beckett de Barcelona, El principio de Arquímedes ha sido montada con suma inteligencia en la sala pequeña del Teatro de la Abadía. El escenario se encuentra entre las plateas, como un pista de tenis, de manera que el público ve la interpretación desde los laterales. Por añadidura, con un recurso eficaz, y estupendos pases de escenografía, la perspectiva gira ciento ochenta grados al comienzo de cada escena, para que durante la obra cada cual vea a los personajes desde ambos lados. Pero lo más interesante es lo siguiente: por mucho que demos vuelta a las cosas, en ningún momento estamos más cerca de los hechos. Para el espectador, como dice por ahí un personaje de Beckett, todo se reduce a un asunto de palabras. O de confianza. Nos encontramos así en la misma posición que los colegas de Rubén, obligados a hacer hipótesis basadas en corazonadas o prejuicios.

A lo largo de la obra, las hipótesis van cambiando, conforme el dramaturgo y director las alimentan no sólo con palabras, sino con acciones que pueden interpretarse de una manera o de la opuesta. En un momento dado, por ejemplo, vemos a Rubén y a Héctor enfrascados en la típica charla desvergonzada de vestuario, durante la que Rubén hace bromas de mal gusto, aunque en absoluto punibles, sobre una madre «que te la follarías por rabia», o la niñas que le lanzan «miraditas». ¿Cambian de signo estas tonterías una vez que le cae encima la acusación? ¿Lo inculpan? En este sentido, la estructura de la obra, hecha de bloques temporales que avanzan y retroceden, enseñándonos a veces el final de una escena antes del comienzo, está plenamente justificada, y, como el giro de la perspectiva, sirve para ahondar en los interrogantes morales. A Josep Maria Miró tampoco se le escapa que el ambiente erotizado de la piscina, donde un joven guapo como Rubén se pasa todo el tiempo prácticamente desnudo, es el menos indicado para pensar en frío. Pero en teatro esto es bueno. Con actuaciones calibradas y gran inmediatez de representación, la obra logra provocarnos en caliente. Ya a la salida, oí a varios espectadores iniciar un análisis encendido, que acaso iría atemperándose con la cena.

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