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Familias infelices

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Es materia opinable si las familias felices se parecen unas a otras, o si las desdichadas lo son cada una a su manera, pero la infelicidad es fundamental en cualquier drama que se ocupe de esa difícil unidad humana. Si la infelicidad es un pesar pasajero, un escozor que incita a la acción, tendremos una comedia, que termine en boda y, por ende, en una nueva familia; si no hace más que ahondarse, o extenderse, tendremos una tragedia, que, por supuesto, comporta la destrucción de una familia: Medea acuchilla a sus hijos, Clitemnestra muele a palos a su marido, Fedra se cuelga tras la muerte de su hijastro, etc. Las tres obras reseñadas son de este segundo tipo, aunque no se limitan a la tragedia familiar. Artaud, al referirse a la suya, afirma hablar «no de hombres, sino de seres, que son cada uno como grandes fuerzas que se encarnan y que conservan del hombre sólo lo que hace falta para resultar plausibles desde el punto de vista psicológico». Es una manera un poco exaltada de decirlo. Otra sería que los personajes de las tres, como miembros de una célula cerrada, se hacen eco de dilemas políticos y morales propios de la sociedad en su conjunto.

Originalmente estrenada en 1944, El malentendido se inspiró en una crónica periodística tan contundente como un mito: después de veinticinco años de ausencia, un hombre regresa al pueblo de su infancia, donde su hermana y su madre administran un hotel. Al ver que no lo reconocen, pide una habitación, decidido a revelarse al día siguiente. Esa misma noche, las mujeres lo matan para robarle su dinero; por la mañana, al descubrir la identidad del muerto, las dos se suicidan. Camus se obsesionó lo bastante con esa historia como para incluirla ya en El extranjero (1942) –donde el protagonista la lee «miles de veces» en un periódico viejo– y le dio vueltas durante dos años hasta convertirla en un drama de tres actos. El tiempo de maduración es menos significativo que las fechas. Escrita en plena ocupación alemana, la pieza se desarrolla en un clima claustrofóbico de amargura y recelo, donde los personajes se sienten parte de una historia «ridícula» e inevitable, la hermana habla de estar «exiliada en mi propia tierra» y la madre lamenta una «Europa triste». Muchas otras frases difunden el resplandor de la alegoría.

Dado el trasfondo, uno de los indudables aciertos de este montaje es su cuidado ascetismo, que evoca con discreción una economía de guerra. Tanto el vestuario retro de Lorenzo Caprile como la depurada escenografía de Carolina González le sacan máximo provecho a lo mínimo. El escenario, una bella plataforma de madera oscura, ha sido ubicado en medio del patio de butacas, como una pasarela –los espectadores miramos desde los lados–; y, para las entradas de personajes, se utiliza el espacio donde suele encontrarse el escenario al fondo. El vacío central es intencionalmente desmedido para una obra en la que nunca hay más de tres personajes juntos, y los actores suelen pararse a muchos metros de distancia unos de otros, uno de los aciertos de la precisa y circunspecta dirección de Eduardo Vasco. Aunque para seguir algunos diálogos el público tiene que girar el cuello como en un partido de tenis, el efecto general es fructíferamente perturbador (algo similar ocurre en Antígona, desde otro ángulo): el espacio de la producción contiene una perfecta metáfora del desamparo de los personajes.

Hasta qué punto los personajes viven con independencia de las metáforas que encarnan es una pregunta que vale la pena hacerse. Por cierto, el didacticismo del autor, así como las nociones implícitas sobre el absurdo o el divorcio del hombre y el mundo, no han envejecido bien. En particular, el final de la pieza, con sus vacuas consideraciones sobre un mundo abandonado por Dios, resulta hoy algo cursi. Pero Camus era también un gran observador de estados de ánimo, o aquello que Nathalie Sarraute llamó tropismos, y sus personajes están muy vivos cuando expresan deseos primarios, libres de cualquier intelectualización, que ni siquiera comprenden. Los tres actores principales aprovechan esas pulsiones. Cayetana Guillén Cuervo, la estrella de la producción, hace un trabajo muy sólido como la hermana agriada, que sólo quiere reunir el dinero suficiente para abandonar su país, y a la que se le ilumina la cara cada vez que habla del mar. Y Ernesto Arias, como el hijo que «no encuentra las palabras» para revelarse, interpreta a su personaje con una inocencia espontánea que hace más terrible el desenlace. Quien más me impresionó, con todo, fue Julieta Serrano en el papel de la madre. Gran actriz en cualquier género, Serrano le da cuerpo como nadie a la tragedia de lo inevitable. Sus escenas con Arias, cuando el plan para matar al hijo ya está en marcha, son estupendas: los gestos, las miradas, todo el cuerpo de la madre parece reconocer a su interlocutor. Y aun cuando la mente no lo hace, el habla la traiciona con la muletilla «hijo mío», una dura ironía dramática.

No creo que Artaud pensara en sutilezas así cuando escribió su tragedia Los Cenci, una obra también basada en hechos reales, que pone a prueba sus ideas teóricas sobre el teatro de la crueldad, «creado para devolver al teatro una concepción de la vida apasionada y convulsiva». La materia de base, también una historia real, fascinó a Europa durante siglos; Shelley escribió sobre ella una tragedia en cinco actos y Stendhal le dedicó una de sus crónicas italianas. Inspirada en esas dos obras, la truculenta versión de Artaud se consideró durante mucho tiempo irrepresentable (el montaje original del autor conoció sólo diecisiete funciones) y sigue siendo un desafío técnico para cualquier compañía. Buena parte del desafío estriba en lo siguiente: «los gestos y los movimientos tienen tanta importancia como el texto; y este último ha sido establecido para servir de reactivo a lo demás» (Artaud). ¿Y qué cuenta el reactivo? En pocas palabras, la historia de una familia italiana noble del siglo XVI que vive bajo la férula de un padre tirano, violador de su hija Beatriz, enemigo de sus hijos y abusador de su mujer, al que la familia, cuando ya no soporta más, se confabula para matar; cosa que en efecto hace, para acabar a su vez en el cadalso. Ahora imagínense los gestos.

La directora, Sonia Sebastián, ha imaginado un carnaval estroboscópico en el que hay bailes, marionetas, pantallas de luces, un tanque de agua en medio del escenario, cambios de ropa en escena, disparos, un número indefinido de asesinatos (perdí la cuenta) y más gritos que en todo un festival de cine de terror. Apuntar al decoro sería errar la diana pero, en muchos sentidos, el montaje obtiene lo opuesto de lo que se propone. Que los personajes secundarios lleven maquillaje negro, pantalones de cuero, botas y correas, como dobles de Alice Cooper, es menos convulsivo que ridículo. También que la condesa Cenci, una mujer doblegada, baile contoneándose contra un caño, a la manera de una stripper (sorprendente en este punto la habilidad de Maru Valdivielso, de lejos la mejor actriz del reparto, que en su conjunto no pone el listón a alturas muy desafiantes). ¿Y alguien cree todavía que alcanza con unas guitarras roqueras para transmitir el descarrío psicológico? La obra se empantana en una sucesión de cuadros estetizantes, en los que importa tanto enseñar la violación de Beatriz como la perfecta combinación de sus zapatos y su vestido rojo. Parecería reivindicarse a Artaud, no como dramaturgo de la crueldad, sino como inventor del videoclip. «Con los Cenci –escribió el autor–, me parece que el teatro recupera su lugar y reencuentra la dignidad casi humana sin la cual es inútil provocar al espectador». Salí con la sensación exactamente opuesta: demasiada provocación, escasa dignidad.

Dirigida con inteligencia por Rubén Ochandiano y Carlos Dorrego, Antígona también intenta mantener en equilibrio esas dos vetas. Aunque no creo que lo logre en todo momento, es un esfuerzo muy honroso, con efectos visuales de genuina belleza, una dramaturgia razonada y actores de primer nivel. El texto de Jean Anouilh, una reinterpretación en prosa de la tragedia de Sófocles, apenas ha sido retocado en la versión castellana, pero la puesta en escena, que omite el largo prólogo, se empeña en darle a la obra un giro nuevo. Por ejemplo, Anouilh pide que, al levantarse el telón, se vea «un decorado neutro» con todos los personajes en escena, que «conversan, tejen, juegan a las cartas». Aquí ni siquiera hay telón. Ni escenario. Estamos en una de las enormes Naves del Español en el Matadero, un sitio más apto para un circo que para un drama en esencia doméstico; y es una grata sorpresa encontrarse con que los decorados nos instalan en un ámbito circense.

Antes de preguntarnos qué sustenta esa elección debe destacarse su impacto estético. Shiloh Garrel, el responsable del «espacio escénico», ha ordenado los elementos haciendo referencia a los circos clásicos y a sus estilizaciones retrospectivas: Wim Wenders no lo habría hecho mejor. Nada más entrar en la sala nos recibe un piano, ubicado en el fondo, en el que Ramón Grau toca una melodía estilo años veinte; a la izquierda hay una mesa, con la nodriza sentada en ella (la figura circense de la mujer barbuda), a la derecha una especie de escritorio y más atrás cuatro trapecios colgados de un techo altísimo. Más tarde descubrimos que Antígona está caracterizada de acróbata, su prometido Hemón de forzudo, el rey Creón de maestro de ceremonias, el guardia de payaso, etc. Aparece también un corifeo, interpretado por el actor francés David Kammenos, que, a excepción de contadas réplicas, habla en su lengua, con sobretítulos en castellano. El recurso no es un capricho ni un compromiso y, sin revelar a qué responde, diré que se explica perfectamente en el último minuto de la obra. Kammenos, que hace honor a uno de los mejores monólogos de la obra, se encarga además de abrirla, entonando, desde un lateral, la canción «Youkali» de Kurt Weill.

A continuación, Najwa Nimri, una inspirada Antígona, hace una de esas entradas realmente espectaculares, en el mejor sentido: al fondo se abre una puerta alta, un triángulo se ilumina en el suelo y ella avanza a contraluz, corriendo de puntillas, como si viniera de un más allá privado. Viene, en realidad, de enterrar a su hermano Polinice, a quien el rey Creón ha ordenado, bajo pena de muerte, dejar insepulto por revolucionario. He ahí el enfrentamiento central: por un lado, los deberes individuales; por el otro, la razón de Estado. («Cada uno su papel», dice Antígona.) Si Sófocles lo veía como un conflicto propiamente trágico, es decir, insoluble, en la versión de Anouilh la cuestión es moralmente más turbia, al menos en lo referente al Estado. Creón es un rey calculador y acomodaticio, que busca a cualquier precio mantener en calma un pueblo cada vez más descontento. Cuando la obra se estrenó en 1944 en París, muchos notaron el paralelismo entre Creón y Pétain, al que, por supuesto, la obra nunca nombra.

En esta representación se traza un paralelismo explícito y no muy sutil con la España contemporánea: estaríamos en medio de un circo. Me apena decir que no funciona, por motivos intrínsecos al mito de Antígona. Más allá de que equiparar a un rey de la inteligencia de Creón con, digamos, Mariano Rajoy, supone hacerle un cumplido involuntario a este último, la homologación menoscaba la potencia arquetípica de la obra, ata el texto al alegato. Los mitos son efectivos –al revés– cuando permanecen abiertos, cuando dejan flotando la insinuación de que no sólo están repitiéndose ahora mismo, sino que indefectiblemente volverán a repetirse, porque los papeles siempre se reparten o, como dice el corifeo, «es una cuestión de distribución». En cualquier caso, no quisiera terminar hablando de manera negativa sobre una obra tan llena de ideas, tan sólida en su interpretación, tan atractiva al oído y a la vista, como esta tragedia vodevilesca. Vayan a verla sin dudarlo. Pero no se lleven a casa las analogías fáciles.

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