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Palabras e identidades

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Donde hay agravios no hay celos es la tercera pieza que dirige Helena Pimenta desde que, en septiembre de 2011, se puso al timón de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Como en sus dos proyectos anteriores –La vida es sueño de Calderón y La verdad sospechosa de Ruiz de Alarcón–, el montaje es a la vez sobrio y sorprendente, con inspirados momentos de ironía y acción. Se percibe la voluntad de revitalizar el texto clásico no sólo en lo relativo a la enunciación, eliminando cualquier engolamiento, sino a la movilidad escénica, que va expresamente a contrapelo del estatismo declamatorio. Todos recordamos, por ejemplo, la fabulosa escena de La vida es sueño en que un Segismundo dormido emergía de su cueva colgado de una grúa. En este montaje, los actores mantienen los pies sobre la tierra, pero se baten a duelo con espadas tintineantes, bailan un minué mientras recitan apartes, y aparecen y desaparecen a la carrera por cuanta abertura se ha dispuesto en el escenario. El conjunto es festivo, dinámico, visualmente cautivador.

Lo que primero cautiva es la escenografía de Esmeralda Díaz, un hemiciclo construido enteramente con tablas grisáceas, que representan tanto el exterior (en la escena inicial) como el interior de la casa señorial de Madrid donde se cruzan los personajes. En ella hay siete portones y hasta una trampilla por la que alguien huye en el momento justo; y si casa con dos puertas, como escribió Lope, mala es de guardar, imaginen la permeabilidad que supone lo anterior. Rojas Zorrilla, adelantándose al decorado, ha imaginado un incesante ir y venir de personajes. El argumento empieza de noche, cuando Don Juan de Alvarado (Jesús Noguero) y su criado Sancho (David Llorente) llegan a las puertas de casa de Don Fernando (Fernando Sansegundo), quien ha prometido la mano de su hija Inés (Clara Sanchis) al caballero, sin que mediara más que un intercambio de retratos a distancia. No poco se asombra Don Juan (quien, por cierto, poco tiene de Casanova) cuando, de la supuesta ventana de su enamorada ve descolgarse a un hombre, que acaso sea un amante. El asombro acaba en refriega, y después el desconocido se pierde en la noche; pero se ha removido el humus de la sospecha, y en la mente de Don Juan germina un plan. A fin de averiguar qué ocurre dentro, intercambiará papeles con su criado para presentarse así en la casa al día siguiente.

Este sencillo mecanismo redunda en que Sancho, un personaje ramplón pero de atractiva exuberancia, con un punto falstaffiano, se convierta casi en el protagonista de la obra, llevándose los mejores momentos cómicos o incluso cómico-filosóficos, como el monólogo semizafio que comienza: «Después de Dios, bodegón». David Lorente hace honor a cada una de sus inflexiones, hasta el punto de que eclipsa un poco a un inmejorable Jesús Noguero en el papel de Don Juan. De la inversión de roles surge también el conflicto amoroso entre este e Inés, que se enamora del criado interpretado por el amo, aunque la simulación le impide a este hacer de enamorado. A partir de ahí, los enredos se ramifican: hay un hermano muerto, una hermana deshonrada, un canalla llamado Don Lope de Rojas (Rafa Castejón) y un segundo criado leal (Óscar Zafra). En conjunto, no sólo retardan la revelación de lo sucedido la primera noche, sino que agregan subtramas y refuerzan la oposición entre el honor y el amor que se anuncia ya en el título. Es sólo una de las oposiciones. Estructurada en dualidades, la obra enfrenta a dos parejas, dos clases sociales, dos edades de la vida (padres e hijos) y, por supuesto, dos modelos de género, con los hombres empeñados en demostrar una masculinidad y las mujeres decididas a defender sus derechos.

En este sentido, la apuesta de Pimenta es de un provocativo revisionismo, con una veta que realza las connotaciones feministas del texto. La asiste en ello la pulida versión de Fernando Sansegundo, quien no sólo demuestra gran expresividad como Don Fernando, sino un oído infalible como adaptador y autor por derecho propio. Este año lo hizo en su obra Barrocamiento, donde se reivindicaba a tres escritoras del Barroco. Aquí se reivindica a todas las mujeres, y en particular el derecho a gozar de su sexualidad. No pensemos que se trata de un agregado caprichosamente anacrónico; la sugerencia está en la obra, oculta en el derecho a elegir marido que reclama Inés. Pero se entrevé únicamente detrás de metáforas y retruécanos, como, por ejemplo, el siguiente, dicho por la protagonista:

Tres afectos, tres cuidados,
tres tormentos, tres violencias,
del castillo de mi amor
sitiaron la fortaleza.
Dos sujetos aborrezco,
y uno adoro con tal fuerza
que, aunque quisiera querer
lo que aborrezco y quisiera
aborrecer lo que adoro,
tan confusa está mi idea
que no sé si el odio estime
o si el amor aborrezca.

Cito la versión de Sansegundo, que retoca algunas palabras en pos de la máxima claridad: en vez de «tan confusa está mi idea», por ejemplo, el original dice: «tal mi idea está suspensa», lo que quizá suena más bonito, pero es más difícil de entender al recitarse el verso a cierta velocidad. Clara Sanchis, como Inés, lo dice a toda velocidad, sin limitarse precisamente al decir: también gesticula, alza la voz y se contonea, como si las palabras fuesen pulsos eróticos, que sin duda lo son para su personaje. Lo implícito en la retórica se explicita en la interpretación. Más sensual aún es el movimiento que Natalia Millán imprime al cuerpo de Ana de Alvarado: al final de un monólogo que mezcla amor y despecho por quien la ha «deshonrado», se diría que está frisando el éxtasis. Y no hablemos ya de Beatriz, la criada, interpretada con picardía por Marta Poveda, a quien Pimenta poner a decir el único soliloquio del personaje sobre una cama, donde se (y nos) cuenta una especie de fantasía sobre un «hombre bravo», que entra y la llama a «desafogarse», para acabar desfogándose ella misma con una almohada. Se trata de un gran acierto de dirección: la única pena es que no se deje un breve intervalo antes de la escena siguiente para que Poveda reciba los aplausos que merece.

Estas interpretaciones fuertes y marcadamente físicas alejan el texto del simple naturalismo, que consistiría en imitar sin más una acción. De manera más interesante, los actores parecerían imitar a actores que imitan una acción, cosa que, desde luego, sólo se consigue con buenísimos intérpretes. La distancia se indica tímidamente al principio de la obra, cuando el elenco sube al escenario y, acompañado por el acordeonista Vadzim Yukhnevich, tararea una tonada mientras van poniéndose todos los adornos que le confiere a cada uno sus señas particulares. Pero aparece con claridad en otros momentos, cuando la interpretación roza la línea de lo caricaturesco, jugando no sólo con los estereotipos, sino con la conciencia cultural que tenemos de ellos. El pícaro tiene que ser medio tarambana; el galán tiene que ser seductor. Una vez que estamos todos de acuerdo con ello, sin embargo, podemos plantearnos, como nos alienta a hacer Pimenta, que esos papeles son en mayor o menor medida una construcción social, o, sin tanto léxico sociológico, una manera de actuar.

Como en muchas obras del Siglo de Oro, en Donde hay agravios no hay celos la manera de actuar está en estrecha relación con la manera de hablar. Las palabras hacen cosas, desde caracterizar el estatuto de los personajes hasta demarcar el alcance de la ley: cuando la venganza se jura y las ofensas se perdonan, los verbos mismos son actos. Mientras eso sucede en el plano de la ficción, da gusto ver lo mucho que los intérpretes, en el plano real de la escena, hacen con las palabras. Y es que no sólo recitan los octosílabos de Rojas Zorrilla con impecable dicción (en la función que vi, sin un solo traspié: ¡bravo!): también les dan cuerpo, recordándonos que el lenguaje humano está salpicado de gestos y que los buenos actores, expertos en esos signos, hacen más efectiva la comunicación. Ver las caras de desconcierto de Noguera, las de gozo de Lorente o las de fastidio de Sanchis realmente es entender mejor el texto. Y hasta es entendernos mejor a nosotros mismos, actores de nuestras propias comedias.

No hay duda, pues, de que estamos ante una producción excepcional. Pero, incluso con independencia del elenco, sería imposible no dar la razón a Pimenta cuando llama a la obra «una de las mejores comedias escritas en el Siglo de Oro». Ya antes de su estreno en el Festival de Almagro, la directora la comparaba con las comedias de Shakespeare, lo que al verla no parece una exageración: la escena en que Don Juan, disfrazado de criado, le dice a Inés lo que le diría su «amo» (él mismo) recuerda los intercambios velados de Rosalinda y Orlando en Como gustéis. Pimenta nos recuerda, por su parte, que la comedia fue muy representada en los siglos XVII y XVIII y que trascendió los escenarios españoles para influir en Jodelet ou le maître valet (1645), de Paul Scarron, y The Man’s the Master (1668), de William Davenant. Las dos retoman intacto el motivo de la inversión de papeles, y pueden considerarse imitaciones más o menos logradas. En cuanto a originalidad, sin embargo, yo emparentaría la obra de Rojas Zorrilla con algunas comedias de Molière, como El misántropo o Tartufo, donde la risa se utiliza como trampolín para dar el salto hacia cuestiones más serias sobre el deber social. Y, más adelante en el tiempo, hasta me animaría a plantear paralelismos estructurales con el Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand (obviamente, la escena en que, amparado en la oscuridad, Don Juan le sopla a su criado lo que debe decirle a Inés), donde el desdoblamiento en el amor conduce a una dura reflexión sobre la identidad individual. La recuperación de una obra tan lograda, que nunca antes se había representado en la historia de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, sólo puede celebrarse con aplausos.

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Ficha técnica

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