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Regreso al Castillo de la Paz (y II)

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La torre de la catedral, dominando el cielo de Utrecht

Lo primero que ve cualquier visitante que llegue a Utrecht es la imponente torre de su catedral, del siglo XIV, fácilmente visible desde cualquier punto de la ciudad. Con sus ciento doce metros y medio, no es sólo el edificio más alto de Utrecht, sino la construcción histórica de mayor altura de toda Holanda. Lo curioso, y eso requiere ya acercarse a sus pies para constatarlo, es que la torre se halla desgajada de la iglesia. El 1 de agosto de 1674, un terrible tornado destruyó por completo la nave que unía una y otra, aún a medio construir, y así han seguido conviviendo hasta hoy, aunque el adoquinado de la calle nos recuerda ahora dónde se encontraban originalmente las enormes columnas que la sostenían y hasta dónde llegaba aquella nave que nunca llegó a reconstruirse.

El observador atento también podrá ver, muy cerca de la puerta de acceso a la torre, en lo que en tiempos debió ser aún el interior de la iglesia, una lápida conmemorativa dedicada a Jacob van Eyck, el famoso flautista y compositor holandés que fue nombrado carillonista de la catedral de Utrecht en 1625. No es este un puesto cualquiera en las ciudades holandesas, donde las campanas de sus catedrales e iglesias hacen mucho más que marcar las horas. El 4 de septiembre de 2011, por ejemplo, centenares de ciudadanos de Utrecht se congregaron en el Domplein para despedir al que había sido el carillonista de la catedral desde 1985, «el músico más invisible de Utrecht», como lo calificó entonces gráficamente el alcalde en un sencillo acto de homenaje. Día tras día, hora tras hora, durante más de un cuarto de siglo, Arie Abbenes, oculto en la pequeña sala que acoge el teclado del carillón en lo alto de la torre, había acompañado y acompasado las vidas de los habitantes de la ciudad, que formaron espontáneamente un pasillo humano de personas de todas las edades, muchas de ellas con rosas en la mano, y que estallaron en un aplauso interminable cuando Abbenes apareció por última vez por la puerta que tantas veces había franqueado. Emocionado, pero sin darse la más mínima importancia, Abbenes, que entendía su profesión como un acto de servicio a los demás, agradeció las muestras de cariño de sus conciudadanos y entregó las enormes llaves que permiten acceder al carillón a su sucesora, la polaca Malgosia Fiebig, quien en estos tres últimos años ha demostrado con creces sus credenciales técnicas y artísticas para heredar el puesto.

Tocar el carillón es una tradición secular en Holanda, e instrumentistas como Abbenes o, ahora, Fiebig han sabido llevarla a su nivel artístico más alto. Se trata generalmente de instrumentistas de teclado que, apasionados del carillón, pueden hacer sonar en las campanas casi cualquier música, de cualquier estilo, de cualquier época, sin importar el grado de dificultad. Ya es tradición que el Festival de Música Antigua de Utrecht acoja conciertos diarios desde el carillón, audibles en todo el centro histórico de la ciudad, aunque el Pandhof, o claustro de la catedral, es el lugar idóneo para escucharlos. Allí han sonado también este año, un día tras otro, interpretados por Malgosia Fiebig o por otros instrumentistas invitados, como Janno den Engelsman u otra de las leyendas del instrumento, Bernard Winsemius, a quien se concedió el honor de reservarle el concierto de clausura el pasado día 7 y que, para concluirlo, se atrevió nada menos que con la Ciaccona de la Partita para violín solo núm. 2 de Bach. Por si todo esto fuera poco, durante los días de festival, el carillón hace sonar también músicas enlazadas con el tema principal (en este caso, las nacidas en las distintas cortes de los Habsburgo) para dar los cuartos, las medias y las enteras. Este año se han elegido fragmentos de cuatro obras de Heinrich Ignaz Franz von Biber y Johann Joseph Fux (dos de los compositores residentes) y de Johann Heinrich Schmelzer, de tal modo que, al sonar una u otra melodía cada quince minutos, cualquier oído bien temperado adivinaba al momento la franja horaria en que se encontraba, por muy alejado que estuviera en ese momento de la catedral.

La segunda mitad del Festival se abrió con uno de sus mejores conciertos, protagonizado por la violinista Amandine Beyer junto a una versión camerística de su grupo Gli Incogniti. Al contrario que otros colegas, la francesa confeccionó un programa con las dosis ideales de equilibrio y variedad. En ella figuraban obras de Johann Heinrich Schmelzer y Antonio Bertali, ambos maestros de capilla en la corte vienesa de los Habsburgo. Aunque ninguno figuraba oficialmente como compositor residente, su música ha sonado profusamente estos días, quizás en exceso. Ambos tenían oficio, indudablemente, pero sus obras deben oírse en pequeñas dosis y bien acompañadas, que es precisamente lo que hizo Beyer, una de esas intérpretes que transmiten un genuino y contagioso placer mientras tocan. Sin caer en excesos gratuitos (y la Sonata representativa de Biber, que contiene un amplio muestrario de onomatopeyas imitativas de diversos animales, se presta peligrosamente a ello), con una afinación perfecta, una gama dinámica amplia, dotando de sentido a cada nota, la suya ha sido la interpretación violinística más destacada del Festival. Sophie Gent puede resultar quizá más elegante, pero también algo más fría y distante, mientras que el violín de Beyer suena siempre poético, cálido y cercano.

El joven clavecinista francés Jean Rondeau, uno de los grandes descubrimientos del Festival

Las buenas noticias continuaron casi a diario en la Lutherse Kerk, donde se vivió la que quizás haya sido la mayor sorpresa del Festival. Responde al nombre de Jean Rondeau, que se presentó con un programa para clave que dibujaba un amplísimo arco cronológico que iba de Palestrina (dos ricercares) a Haydn (una sonata), como si el francés quisiera dejar constancia de todos sus poderes en repertorios tan alejados entre sí. Su aspecto es más el de un actor de moda o una estrella del rock. Apareció ataviado con chaleco negro, camisa blanca remangada con el cuello abierto, pantalón ceñido gris, botines marrones y un peinado que le dispara el pelo hacia arriba, como si estuviese electrificado y a punto de echarse a volar. Pero, al margen de apariencias externas, lo que está claro es que Rondeau, como parece presagiar su propio apellido, posee un talento innato para la música. Ennoblece todo cuanto toca, aunque se le notó más afín a las honduras polifónicas y contrapuntísticas de Palestrina y Fux que a las delicadezas preclásicas de Wagenseil. En el cierre de su recital, su Adagio de la Sonata Hob. XVI:46 de Haydn, con un fuerte sustrato barroco, fue irreprochable de principio a fin. Acaba de ficharlo este mismo verano la multinacional Warner Classics y, a tenor de lo escuchado, ha acertado de pleno en la elección, porque, a sus veintitrés años, Rondeau (que es también compositor y músico de jazz) parece llamado a ser uno de los grandes de su instrumento. En el resto de los conciertos para teclado, Mark Edwards lució sus buenos dedos en un programa excesivamente intrascendente centrado en Alessandro Poglietti; Maude Gratton ofreció un monográfico dedicado a Ji?í Antonín Benda, lo que sonó a todas luces excesivo, pero nos permitió disfrutar del sonido leve y delicado del clavicordio; Francesco Corti mostró buenas maneras, pero escasa emoción, en obras de Haydn y Fux; Aurélien Delage, en fin, estuvo poco inspirado en su recital, que sonó insípido y sin chispa.

Si la una era la hora reservada para el clave en la Lutherse Kerk, las tres era el momento para los amantes de la música medieval, que suelen ser legión en Utrecht. Defraudó abiertamente la Capella de la Torre, con un percusionista demasiado presente y creativo (y empuñando instrumentos tan ahistóricos como una pandereta de moderno plástico) y un trío vocal que quedó a menudo tapado por el grupo instrumental. La cantante belga El Janssens-Vanmunster cantó con dos de los grupos: los Ensembles Leones y Servir Antico. Su voz –grave, de un timbre no especialmente atractivo– no es la que suele escucharse en este tipo de repertorio, pero no pueden ponerse muchos peros a su dicción ni a su contención expresiva. El fidulista Baptiste Romain, un fijo en las formaciones de muchos de los grupos especializados en música medieval, también tocó en ambos conciertos, de los que destacó el segundo, ideado por Catalina Vicens, que tan buena impresión causó en su recital al clave, y que tañó en esta ocasión el organetto. Pura extraversión es lo que practica el grupo Les Haulz et Les Bas, dominado por la expansiva personalidad de Ian Harrison, muy bien secundado por su compañera –artística y vital– Gesine Bänfer. No quedó un resquicio de la St.-Catharinakerk que no ocuparan sus chirimías, gaitas y bombardas o las trompetas de David Yacus y Christian Braun, dos virtuosos de unos instrumentos virtualmente intocables. El percusionista Michael Metzler cierra la lista de unos músicos –presentados por Harrison al final uno a uno, a la manera de los líderes de los grupos de rock o de jazz– que tocan todas y cada una de las notas (muchísimas en las dieciséis piezas que integraban el programa) de memoria: hasta tal punto tienen interiorizado este repertorio, y hasta ese extremo quieren remedar a los ministriles de entonces, que era así a buen seguro como lo tocaban en su tiempo (y no es nada fácil interpretar, por ejemplo, la música de Du Fay o Ciconia de memoria). No es sencillo afinar ni introducir grandes sutilezas en el fraseo con estos instrumentos, pero Harrison y sus compañeros consiguen que nos olvidemos de cualesquiera posibles limitaciones: la música tiene, así, un impacto inmediato en el oyente, cuya atención queda irremediablemente prendida desde la primera nota.

El mejor de los conciertos medievales fue, sin duda, el protagonizado por la formación femenina de Psallentes, siete cantantes dirigidas por Hendrik Vanden Abeele, uno de los más destacados estudiosos e intérpretes del canto llano. Ofrecieron el servicio en honor de santa Walburga, del siglo VIII, una serie de antífonas, responsorios y lecciones conservadas en un antifonario copiado siete siglos después y conectado con la corte de Maximiliano I y María de Borgoña. Lo que, en otras manos, podría haber sido un concierto monótono y repetitivo, bajo la guía experta de Vanden Abeele se convirtió en uno de los grandes momentos del Festival. El belga se valió de diversos recursos para introducir variedad: el empleo de las voces en bloques de dos, tres, cuatro o seis, en ocasiones alternatim; la introducción de leves destellos de una protopolifonía elemental a dos voces, consistente en la repetición a intervalos irregulares de un pequeño diseño melódico por parte de dos o tres cantantes al tiempo que el resto siguen haciendo avanzar ininterrumpidamente el flujo del canto llano (como en Virgo Christi amabilis y Heidenheimii sancta virgo); y, sobre todo, la alternancia entre las dos principales aproximaciones a la interpretación de la monodia medieval: un ritmo libre de valores iguales versus una métrica rítmica mucho más regular (que adoptó mediado el programa, a partir de la antífona Praeclara et multum laudanda). El gran maestro del canto llano actual y sus siete excepcionales cantantes (¡que concentración se necesita para no marrar una sola nota en este repertorio durante una hora larga!) lograron, como hace tres años, el milagro de transportarnos a otra época y desatarnos de las ligaduras del aquí y el ahora. Después de oír esta música así interpretada, al salir de la católica St. Willibrordkerk, las casi siempre afables calles de Utrecht parecían, por contraste, ese «infierno de ruido y vulgaridad» del que hablaba el Patrick Leigh Fermor en su A Time to Keep Silence, que cuenta con alto vuelo literario sus estancias en varios monasterios de clausura.

La oferta polifónica se completó en esta segunda mitad del Festival con el Ensemble Clément Janequin, creado en 1978 y más longevo, por tanto, que el propio certamen. El grupo está dominado por la personalidad, un tanto extravagante y con tendencia a lo epidérmico, de su director, el contratenor Dominique Visse, un cantante con una asombrosa facilidad para el registro agudo. Pero, en conjunto, la calidad de las voces del grupo es muy desigual, con los problemas concentrados en el registro grave. Visse dirige casi humorísticamente con un lápiz desde su atril de forma un tanto maquinal y metronómica, y su propia voz, de timbre penetrante, raras veces empasta con el resto y sobresale en exceso, algo que no hace ningún bien a unas músicas que reclaman homogeneidad. El grupo francés ofreció interpretaciones escoradas hacia lo rutinario, aunque permitió escuchar, por fin, música de Josquin Desprez (O dulcis amica Dei), del tan añorado Nicolas Gombert (In patientia vestra y, fuera de programa, Mille regretz) y un prodigio contrapuntístico de Jean Mouton escrito en cuádruple canon: Nesciens mater virgo virum. Fue claramente uno de esos casos en que el concierto mantuvo el interés más por la calidad de las propias obras que por una interpretación manifiestamente mejorable.

The Tallis Scholars tampoco exhibe ya los esplendores vocales de antaño. El conjunto británico marcó una época cuando, hace ya más de cuarenta años, empezó a revelar los inagotables tesoros de la polifonía sacra renacentista. Con una nueva generación de cantantes, y un Peter Phillips que parece cansado y sin el entusiasmo de antes, el programa –muy bien concebido– sonó casi siempre monótono. Phillips, que es perro viejo, reservó lo mejor para el final, con una interpretación mucho más intensa y enérgica de lo escuchado hasta entonces de ese prodigio contrapuntístico, simbólico y retórico que es Virgo prudentissima, compuesta en Constanza por Heinrich Isaac durante la celebración del Reichstag convocado por Maximiliano I para organizar su posterior coronación como Sacro Emperador Romano. Al igual que en su grabación de la pieza (que fue pionera en su momento), cometieron el error de no hacer caso del diferente signo de mensuración (O 2) claramente indicado al comienzo de la secunda pars (la que se inicia con el texto «Vos Michael, Gabriel, Raphael»), lo que desfigura las intenciones del compositor en esta música laudatoria a un tiempo de la Virgen María y de su propio patrón: la melodía que utiliza como cantus firmus en el tenor corresponde a la fiesta de la Asunción de la Virgen, por lo que es clara la intención de Isaac de equiparar la figura de María como reina del cielo y de Maximiliano como Sacro Emperador Romano.

Stile Antico concluyó también su programa con Virgo prudentissima y volvió a incurrir en el mismo error de obviar las implicaciones del signo de mensuración de Isaac (que, de respetarse, haría que la interpretación de la secunda pars fuese mucho más viva y se acentuase el contraste entre la escritura de ambas partes). Su programa alternó la música intimista (Mille regretz de Josquin) con el despliegue polifónico de Jubilate Deo, de Cristóbal de Morales, o Andreas Christi famulus, de Crequillon. Los momentos más emocionantes fueron quizás Absalon fili mi, de Pierre de la Rue (compuesto tras la muerte de Felipe el Hermoso) y Quis dabit oculis, de Ludwig Senfl (escrito en memoria de su padre, Maximiliano I). El peculiar modus operandi de Stile Antico, que canta sin director y que separa espacialmente a los cantantes (generalmente dos) que cantan una misma voz, lo que obliga a reajustar en cada pieza el semicírculo que forman y a mantener una extrema concentración, acompañada de constantes cruces de miradas, se traduce en que, en sus versiones, la polifonía se entiende –se ve casi– a la perfección. Es posible que, con un exigente calendario de conciertos, Stile Antico haya perdido un poco de la frescura de antaño, cuando deslumbraron en este mismo Festival en su presentación en 2008 con un programa español, pero estos doce jóvenes británicos siguen siendo extraordinarios, corren infinitos riesgos en su manera de cantar (es posible identificar e individualizar casi la voz de cada cantante) y priman dos elementos que parecen difícilmente conciliables: el trazo largo y la claridad constante –la transparencia casi– del tejido polifónico. A pesar de la inhóspita acústica de la catedral, con una reverberación inagotable, el público que la llenaba valoró su buen hacer con prolongados aplausos que consiguieron arrancarles una pieza fuera de programa: un muy emotivo Libera nos de su compatriota John Sheppard.

La gran sorpresa en el apartado polifónico vino protagonizada esta vez por el joven grupo británico Gallicantus, dirigido por el barítono Gabriel Crouch, que presentó también algunas de las obras al público que llenaba la Pieterskerk. Apoyado en un grupo de voces de extraordinaria calidad, propusieron un programa muy inteligente, un mano a mano entre William Byrd y Philippe de Monte, dos contemporáneos que se admiraron mutuamente, quizá sólo en la distancia, porque no ha podido demostrarse que llegaran a conocerse personalmente. Un par de días antes, en la misma iglesia, sus compatriotas de Contrapunctus habían dejado una pobre impresión con una interpretación excesivamente fuerte, incisiva, plana y monótona de un repertorio similar (centrado en la Missa Si ambulavero de De Monte). Pero Gallicantus adopta un enfoque radicalmente diferente, corriendo más riesgos, variando la dinámica siempre que creen que la música lo requiere y explicando casi el curso polifónico. Sus versiones de Tribulationes civitatum y Ne irascaris (que expresa admirablemente el estado de soledad espiritual: «Sion deserta facta est, / Jerusalem desolata est») de William Byrd fueron lo mejor del concierto, aunque el momento más impactante fue la confrontación entre Super flumina Babylonis de De Monte y Quomodo cantabimus de Byrd, dos colosales motetes a ocho voces que nacieron a modo de acción y reacción, ambos relacionados con el estado de abatimiento del católico Byrd, perseguido y obligado a profesar su fe en la clandestinidad en medio de la Inglaterra anglicana.

Concerto Palatino, comandado desde hace más de dos décadas por el cornetista Bruce Dickey y el trombonista Charles Toet, nunca defrauda y se ha ganado a pulso el respeto y la admiración de todos. Son fieles a un estilo sobrio y en sus versiones jamás podrán hallarse experimentalismos hueros. Tampoco defraudaron esta vez, junto a La Dolcezza, un grupo liderado por Veronika Skuplik, pero las obras vocales sacras de Antonio Bertali no dan para sostener un programa sin que prenda en el público, más pronto que tarde, una sensación de aburrimiento y déjà-vu. Las mismas fórmulas, idénticas armonías, los mismos clichés casi, suenan reiterados una y otra vez, de modo que, por bien que se interpreten, poco puede hacerse por elevar su calidad o su potencial para prender nuestra atención. El grupo de solistas vocales estuvo correcto, con una Maria Cristina Kiehr que ya ha dejado atrás sus mejores días. Lo más inspirado fueron casi las piezas instrumentales, especialmente las escritas en estilo antifonal, toda una especialidad de Concerto Palatino.

La flautista Ada Pérez y el clavecinista Tim Veldman

De manera mucho más breve, fue aburridísimo e intrascendente el concierto de L’Armonia Sonora, el grupo de la violagambista holandesa Mieneke van der Velden, que volvió a poner de manifiesto los muchos puntos débiles de las composiciones sacras de Bertali y Schmelzer. Petr Wagner se empeñó en dar una imagen de gran virtuoso de la viola da gamba, pero los pasajes más exigentes de las piezas de Gottfried Finger sonaron, como parecía presagiar el nombre de su Ensemble Tourbillon, en exceso confusos y atropellados. Flojísimo el recital de FLUX, con una actuación realmente desafortunada (y no es la primera vez que sucede) de la violinista Lidewij van der Oort, incapaz de afinar en cuanto pasa de la primera posición y cuando la partitura se eriza mínimamente de dificultades. Peor aún tocó la mañana siguiente Odile Édouard desde la galería del órgano de la Geertekerk, en el que la –para entonces– ya acumulada sobredosis de obras de Schmelzer se vio agravada por el sonido desabrido y el exceso de tensión de la manera de tocar de la violinista francesa, en las antípodas de la dulzura y la naturalidad de su compatriota Amandine Beyer. Sergey Malov hizo gala, en cambio, de una enorme solvencia técnica en tres sonatas (para violín y viola) de Mozart, Hummel y Beethoven. En comparación con otros colegas que dejaban traslucir serios problemas en cuanto empezaban a aflorar pequeñas dificultades en la partitura, el ruso dio muestras de una afinación impoluta y una amplísima variedad de recursos, aunque no parece ser el austríaco Florian Brisk (que tocó el fortepiano) su compañero de viaje ideal. Fue una grata incursión en la música que pudieron escuchar los Habsburgo de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.

Fue olvidable por completo el experimento urdido por el violagambista Lorenz Dutfschmid, en la mejor tradición de su maestro Jordi Savall, mezclando música antigua y música turca para remedar el asedio otomano de Viena en 1683. Casi nada funcionó en una propuesta arruinada sobre todo por la presencia de un estrafalario narrador (Thomas Höft) cuyas largas y pueriles intervenciones en un alemán con impostado acento austríaco lastraron por completo la parte musical. Les Flamboyants, dirigido por el flautista Michael Form, y de nuevo con El Janssens-Vanmunster como solista vocal, ofreció un programa casi monográfico dedicado a Heinrich Isaac: todo sonó muy claro, sin excesos, con un claro predominio de las piezas instrumentales, en un programa muy bien construido que encontró su clímax en Fortuna disperata / Sancte Petre / Ora pro nobis de Isaac, lo que les llevó a regalar a modo de propina Nunca fue pena mayor, de Juan de Urrede, hermanada con un arreglo instrumental de Isaac. La canción de Urrede, contenida en nuestro Cancionero de Palacio, nos lleva a recordar la no muy abundante presencia española de esta edición. Ya quedó constancia en la primera parte de esta crónica de la excepcional actuación del contratenor Carlos Mena. A él se le sumaron luego, como integrantes de otros grupos, las sopranos Olalla Alemán y Raquel Andueza, el tenor José Pizarro, el barítono Josep Cabré, el violagambista Baldomero Barciela o el fagotista Carles Cristóbal, pero es justo hacer una mención especial de la joven flautista vallisoletana Ada Pérez, que ofreció en la galería de arte Kuub, y en el marco del Fringe, un modélico recital dedicado a la familia Bach (Johann Sebastian, Wilherlm Friedermann y Carl Philipp Emanuel) junto con el flautista Tim Veldman.

Más detalle y sosiego merece el comentario de una de las decisiones más sorprendentes y, así se demostraría luego, equivocadas del director del Festival, el belga Xavier Vandamme, como ha sido la de nombrar como uno de los artistas residentes al violinista Gunar Letzbor y su grupo Ars Antiqua Austria. Ya se ha comentado su intrascendente dirección de una Misa de Biber el domingo 31 de agosto. Pero lo peor estaba aún por llegar. En dos noches consecutivas se le confió la interpretación de las Sonatas del Rosario del mismo compositor, una de las colecciones instrumentales más fascinantes del Barroco, tocada por la varita mágica de la inspiración y que, más de tres siglos después de ver la luz, sigue suscitando un sinfín de interrogantes: ¿cómo se plasma la supuesta relación existente entre el contenido musical de las obras y los distintos misterios del rosario? ¿Qué instrumentos han de interpretar el bajo continuo (una sencilla línea con un bajo cifrado sin especificación alguna en el manuscrito)? ¿Por qué una colección de obras integradas en su mayor parte por movimientos de danza (profanos) si su inspiración es supuestamente religiosa y si Biber fue un prolífico cultivador de la sonata da chiesa? ¿Se interpretaron en su día en un contexto litúrgico? ¿Cuándo fueron compuestas (no hay razones de peso para justificar la fecha tantas veces aducida de 1678, y el único terminus ante quem es 1687, cuando Johann Ernst sustituyó al fallecido Maximilian Gandolph, el dedicatario de la colección, como arzobispo de Salzburgo)? ¿Lo fueron simultáneamente, o podría tratarse de una compilación realizada con obras nacidas en épocas diferentes (versiones de dos de las sonatas conservadas en fuentes secundarias apuntan en esta última dirección)? ¿Por qué no llegaron a imprimirse (varias de sus colecciones sí que visitaron la imprenta, dentro y fuera de Salzburgo), teniendo en cuenta la posición de Biber como máximo responsable de la música tanto en la catedral como en la corte de Salzburgo, la entidad del dedicatario y, sobre todo, el carácter tan ambicioso de las obras («magno artifitio elaboratum», se lee en la dedicatoria)? ¿Contaban originalmente con un título genérico (muy probablemente en latín)? ¿Llegaron a interpretarse en público, o sirvieron sólo al solaz privado del arzobispo? ¿Qué significación tiene la Passagalia final en el conjunto de la colección?

Manuscrito del comienzo de la primera de las Sonatas del Rosario de Biber

Una de las principales dificultades de su ejecución estriba, sin duda, en la scordatura que ha de utilizar el violín, ya que cada sonata parte de una afinación diferente de sus cuatro cuerdas, lo que trastoca por completo los movimientos esencialmente automatizados de cualquier instrumentista (para comprenderlo, imaginemos lo que sería escribir en un teclado de ordenador en el que nos han cambiado las teclas cambiadas de lugar: los dedos acudirían mecánicamente a la g o a la ñ para encontrarse, en cambio, la m o la q, lo que obliga a reaprender el proceso casi desde el principio). Así pues, lo primero que tiene que hacer cualquier violinista que quiera tocar las Sonatas del Rosario de Biber es interiorizar la scordatura y manejarse con absoluta naturalidad entre esta selva de afinaciones (o, por ser fiel al término italiano, desafinaciones) diversas, algunas de ellas situadas en las antípodas de la afinación convencional por quintas. Letzbor, con los ojos literalmente clavados en la partitura, no sólo no las ha hecho suyas, sino que se muestra con frecuencia completamente perdido en medio de los intrincamientos urdidos por Biber.

El austríaco decidió tocar prácticamente a oscuras en el Hertz mientras se proyectaban en una pantalla al fondo del escenario los grabados que encabezan cada una de las sonatas en el manuscrito de la obra, conservado en la Staatsbibliothek de Múnich, y alusivos a cada uno de los quince misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Pero ni la oscuridad, ni la lentitud, ni las poses o maneras de genio que gusta de lucir el austríaco lograron añadir un ápice de hondura a unas interpretaciones que sonaron en todo momento vulgares, ramplonas, chapuceras, intrascendentes, descuidadas, mortecinas, tediosas, disparatadas, rebuscadas, rocambolescas, salpicadas de arranques de bravura y violencia extemporáneos (rompió dos cuerdas, pero podrían haber sido veinte a tenor de los inclementes hachazos que caían con frecuencia sobre ellas), momentos de un falso recogimiento y unos silencios prolongados que, si se querían reflexivos, sonaron cada vez más injustificables e irritantes. Al rodear su interpretación de un falso aire de trascendencia, el austríaco parece empeñado en hacernos creer que está llevando a cabo una proeza, al alcance únicamente de los elegidos, pero eso tampoco es cierto: en Madrid, el año pasado, Daniel Sepec tocó estas obras sin darse ninguna importancia y del modo más admirable. Como cualquier otra obra, las Sonatas de Rosario de Biber sólo requieren estudio, musicalidad y sentido común. Gunar Letzbor incumplió reiterada y sobradamente, una a una, las tres premisas. Parte del público, eso sí, comulgó con sus triquiñuelas, pero muchos otros abandonaron la sala despavoridos antes de tiempo visto el negrísimo panorama que se les avecinaba. Como remate, Letzbor sometió a sus oyentes a una prueba adicional de paciencia, con largas pausas entre cada sonata para reafinar instrumentos, perfectamente innecesarias si se piensan las cosas mejor. El primero de los conciertos (diez sonatas) se prolongó durante casi dos horas, una extensión injustificable para unas obras que duran poco más de la mitad. Si las Sonatas del Rosario pertenecen a ese selecto grupo de obras que perviven acompañándonos largamente en la memoria hasta mucho tiempo después de haberlas escuchado, Letzbor invirtió las tornas y sólo nos hizo desear olvidar cuanto antes semejante acumulación de despropósitos.

Por seguir con las decepciones, L’Arpeggiata volvía, por así decirlo, al lugar del crimen, el Vredenburg de Utrecht en el que, en agosto de 2007, deconstruyeron en toda regla un madrigal de Claudio Monteverdi, Ohimè ch’io cado, para hacerlo pasar como un standard jazzístico a ritmo de swing (con el cornetto de Doron Sherwin haciendo de trompeta). Aquella noche, varias décadas de esfuerzos en pos del Grial de la autenticidad, del mayor acercamiento posible a la interpretación de las obras históricas tal y como debieron de sonar en el momento de su nacimiento, cayeron hechas añicos. Si alguien esperaba otro soplo de heterodoxia en el regreso de Christina Pluhar con su grupo, se equivocó de palmo a palmo. No sólo no hubo ningún arranque de originalidad, sincera o impostada, sino que todo sonó prendido con alfileres, insípido e inconexo, sobre todo debido a un grupo de solistas tan dispares que parecía imposible conseguir insuflar una mínima coherencia al conjunto. El público aplaudió a impulsos más el recuerdo de mejores noches que de lo allí escuchado, que no traspasó un segundo el umbral de la corrección.

Sí hubo heterodoxia, en cambio, en la propuesta de Graindelavoix, el rompedor grupo vocal belga liderado por Björn Schmelzer. El problema es que una idéntica heterodoxia, a fuer de repetirse de idéntico modo, acaba convirtiéndose en ortodoxia y perdiendo toda su aura de transgresión. Su espectáculo comenzaba con una ocurrencia poco oportuna: dos hombres van depositando en un escenario en silencio y penumbra una serie de pesados sacos blancos que semejan ataúdes. En Holanda está aún muy reciente la tragedia del MH17 de Malaysia Airlines, derribado el pasado 17 de julio sobre la frontera ucrania, en territorio controlado por los separatistas prorrusos, y en el que perecieron casi dos centenares de sus ciudadanos. Muchos espectadores observaron la escena con escalofríos. Luego los sacos contenían únicamente tierra que acabó esparcida por una parte del escenario y que sirvió para semienterrar a uno de los cantantes del grupo. Más tarde apareció una niña dando vueltas por la sala, entonando en solitario lo que parecía una canción popular y, al final, un hombre, subido en una escalera, acabó colgando una enorme tela blanca a modo de pantalla. Entretanto, el grupo se desplazaba, ora muy juntos, ora muy apartados, casi por todas partes, dirigido con gestos mecánicos y repetidos ad infinitum por Schmelzer o por la citada Olalla Alemán. Es difícil comprender el porqué de todo este mejunje de idas y venidas, como tampoco resulta fácil adivinar por qué Schmelzer («músico y antropólogo», como le gusta resaltar) hace cantar la polifonía de un modo tan tosco, tan imperfecto y con la inclusión de algún cantante que remeda tradiciones populares (como el canto gutural que se practica en Cerdeña). Al principio, cuando un potente reflector iba girando sin cesar trescientos sesenta grados e iluminando sucesivamente al público, un espectador se quejó en voz alta de que no paraba de deslumbrarle. La ocurrencia tenía todos los visos de ser una pequeña vendetta de Schmelzer, que no ha debido de olvidar que, en su espectáculo inaugural del Festival de 2011, Cesena, no fue solamente un espectador, sino muchos, los que protestaron ruidosamente de que, durante la prolongada oscuridad reinante durante el primer tramo del espectáculo, no se veía absolutamente nada de lo que, a tenor de los ruidos que se escuchaban, parecía estar acaeciendo sobre el escenario. Si querían entonces luz, ahora les fueron servidas dos tazas. Quienes logren entrar en el juego de Schmelzer, que va camino de convertirse en víctima de sus propios clichés, quizá disfruten con sus poses de enfant terrible. Pero la entidad de lo que se vio y se oyó en el Vredenburg fue mínima y demostró ser incapaz de dejar el más mínimo rastro en la memoria. Puro posmodernismo huero y desustanciado.

Vox Luminis y Scorpio Collectief durante su sobresaliente actuación en el concierto de clausura. Fotografía: Foppe Schut

Por fortuna, al día siguiente, el Festival logró volver a elevarse hasta lo más alto, primero con Zefiro, el grupo liderado por el oboísta Alfredo Bernardini, que tocó con brío, entusiasmo y un derroche de luz un programa con obras de Fux, Reichenauer y Zelenka. Y, poco después, con el grupo suizo Les passions de l’âme, que debutaban en Utrecht y que dejaron una impresión inmejorable en un concierto ensayadísimo en el que se lucieron especialmente sus dos violinistas, Sabine Stoffer y Meret Lüthi, la directora del grupo. Aún se ascendería bastante más hacia el cielo de Utrecht en el concierto de clausura, confiado a Vox Luminis (que se había ganado este privilegio con sus deslumbrantes actuaciones en las dos últimas ediciones) y Scorpio Collectief, un pequeño grupo instrumental liderado por el trombonista Simen van Mechelen, un veterano integrante de Concerto Palatino. Hasta ese momento, si había habido un compositor que había salido reivindicado era Johann Joseph Fux, el famoso teórico del tratado contrapuntístico Gradus ad parnassum, pero del que es casi imposible escuchar una sola de sus composiciones. Varias de las oídas hasta entonces habían mostrado a un compositor de enjundia, no sólo dominador de los fundamentos teóricos de la música, como cabía esperar, sino poseedor también de un lenguaje original y una poderosa inventiva. Ya en la primera parte del concierto tuvimos varias muestras de esta voz original, tanto en una sonata instrumental como en las piezas vocales sacras, fundamentalmente Omnis terra, Almas Redemptoris Mater (con una formidable Zsuzsi Tóth y una modélica parte de trombón obbligato a cargo del propio Van Mechelen), Estote fortes (especialmente su sensacional fuga conclusiva) y Concussum est mare. Pero la mayor sorpresa nos aguardaba en la segunda parte, un totalmente desconocido Requiem compuesto en 1720 para el funeral de Leonora, la mujer del emperador Leopoldo I. Con una perfecta diferenciación de la escritura vocal e instrumental, cuesta comprender cómo este Requiem no es una obra interpretada regularmente y firmemente asentada en el repertorio (algo parecido sucede con el Requiem en Do menor de su discípulo Jan Dismas Zelenka, otra obra maestra). Desde el introito hasta Lux æterna, la antífona de la comunión, Fux escribe una música honda, armónicamente visionaria y contrapuntísticamente magistral (la fuga del final de la Secuencia, por ejemplo). El concierto representó la antítesis de lo que nos había ofrecido L’Arpeggiata, con un grupo de solistas vocales reunidos caprichosamente ad hoc y una mera lectura de las obras, en las que sólo parecía primar el hecho de conseguir empezar y acabar juntos. Aquí, en cambio, se adivinaban los ensayos en multitud de detalles, además de que las voces de Vox Luminis llevan trabajando juntas desde hace años. Unos sonaron como un suma de individualidades, mientras que los otros sonaron como un verdadero grupo cohesionado, que no necesita siquiera de un director para cantar sin un solo desajuste y exprimiendo la esencia musical de cada una de las obras que interpretan.

La interpretación del Requiem de Fux debió de hacer pensar a más de uno en la ausencia ya irremediable de dos de los más grandes intérpretes de música antigua de las últimas décadas: el flautista y director holandés Frans Brüggen nos dejó el pasado 13 de agosto, y el bajo y fundador de la Capilla Flamenca (nombre que porta tantas resonancias en nuestro país, ya que así se conocía aquí al grupo de músicos procedentes de los Países Bajos al servicio de Carlos V y Felipe II), Dirk Snellings, falleció el 15 de julio. Fueron dos muertes anunciadas tras dos largas y crueles enfermedades, pero ello no disminuye un ápice el enorme hueco que dejan ambos. Cualquier intérprete de flauta dulce tiene, directa o indirectamente, en el primero al más grande maestro del instrumento de la época moderna, el que, prácticamente en solitario, revolucionó su interpretación y le devolvió su aureola de respetabilidad. Al frente de su Orquesta del Siglo XVIII, Brüggen remozó también por completo la manera de abordar el repertorio clásico. Un enjuto y casi consumido Dirk Snellings decidió cantar en el último momento el año pasado con su grupo en Utrecht un inolvidable programa dedicado a Orlande de Lassus. Los asiduos del Festival recordarán todos los conciertos de la Capilla Flamenca de las últimas ediciones como otras tantas experiencias inolvidables, todas ellas diferentes, todas ellas sustantivas y emocionantes, amén de un alarde de creatividad e imaginación (al contrario que las pompas de jabón de Björn Schmelzer). Y Snellings era siempre el alma y el ideólogo de todo aquello, hasta el punto de que su grupo ha decidido disolverse tras su muerte. Esperemos que no suceda lo mismo con la Orquesta del Siglo XVIII, aunque ya nada será igual sin «el viejo león», como llamaban sus músicos a Brüggen, que dirigió su último concierto el 14 de mayo en el Conservatorio de La Haya, con su maltrecho cuerpo ya casi reducido a una pavesa, sentado en una silla de ruedas y con una sonda nasogástrica: al igual que Snellings, dedicó a la música hasta el último gramo de sus fuerzas. Ese Requiem de Fux, aunque nada se dijera al respecto, muchos lo pensamos e imaginamos para ellos, dos pioneros en sus respectivos campos a los que tanto deben –y deberán– las modernas generaciones. Ambos desbrozaron el camino para que otros transiten ahora plácidamente por él. Ojalá que nadie lo olvide: et lux perpetua luceat eis.

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Ficha técnica

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