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Historias mínimas

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Continuidad de los parques, una de las obras más originales que pueden verse en este momento, es una sucesión de cuadros en torno al banco de un parque urbano. El título reproduce el de un cuento de Julio Cortázar, con el que la obra comparte rasgos como la circularidad, los cruces entre realidad y ficción, la autorreferencialidad y el gusto por los giros narrativos; pero no hay coincidencia argumental alguna. Si el préstamo indica algo, más bien parecería ser un homenaje por parte del drama al universo imaginario de Cortázar, donde lo fantástico irrumpe sin aviso en lo cotidiano y los encuentros fortuitos a menudo impulsan las peripecias. La obra, en efecto, va de encuentros. Y hay cierto coqueteo con el género fantástico, así como con las excentricidades del absurdo y el surrealismo. Mediante historias mínimas, Pujol nos lleva a una suprarrealidad, y es como si algunos cuadros persiguieran el «azar objetivo», ese momento en el que percepción e imaginación se aúnan.

Ocho en total, los cuadros narran diversos cruces de completos desconocidos en un mismo parque, a distintas horas del día. Cambian, con todo, los días y las estaciones, y la cronología se muerde la cola: la primera situación que se representa sucede una mañana de primavera, luego siguen otras en verano, otoño e invierno, y, al final, estamos de nuevo en primavera. En escena hay seis actores, pero la cantidad de personajes es bastante mayor, y el estatus ontológico de algunos, por así decirlo, no siempre está libre de problemas: unos cuantos son imaginación de otros y, al menos en dos casos, los otros no tienen idea de quiénes son ellos mismos. Suena complicado, pero todos los cuadros están planteados con claridad, amén de con mucho humor. En el primero, por ejemplo, un hombre trata de seducir a otro, que se presta, mediante un número inusitado de indirectas (no son lo que esperábamos); en el segundo, un indigente borracho alucina con voces que atribuye a Dios, pero que tendrán una explicación racional en el desenlace; el tercero es una escena desopilante con teléfonos móviles; el cuarto ocurre en parte en la mente de un personaje, al igual que el séptimo y el octavo; en el quinto, un personaje se hace pasar por loco tan convincentemente que casi vuelve loco a su interlocutor; y en el sexto se explica el cuarto.

Hay ecos entre las distintas historias –como los personajes de una corredora y un barrendero que aparecen fugazmente en varias–, pero lo que otorga verdadera coherencia al conjunto son las constantes de tono y temática. El motor es la comedia, que avanza gracias a una escritura muy fina (mérito de Pujol) y un acendrado trabajo físico y espacial (del director y los actores). Si de los intérpretes se exige mucho, lo cierto es que lo dan todo. Gorka Otxoa prueba una vez más su talento para el humor, con gran dominio (bastante televisivo, por cierto) de la parodia. Luis Zahera es un magnífico monologuista. Fele Martínez resulta tan buen mímico que me llevó un momento darme cuenta de que sus distintos personajes no eran actores distintos. Y Roberto Álvarez es uno de esos profesionales que ocupa con absoluta naturalidad el escenario. Una mención aparte merece Marta Solaz, que, aunque tiene poco tiempo en escena y aún menos líneas (en esencia, es la corredora), se encarga de musicalizar en vivo el espectáculo con no más instrumentos que su voz y una loop station, superponiendo capas de vocalizaciones para crear una música de una extraña belleza. Que además lo haga mientras corre de un lado para otro me pareció directamente prodigioso.

El prodigio, sin embargo, no es mero virtuosismo, sino que encaja perfectamente con el esfuerzo de Peris-Menchetta por introducir técnicas mixtas en la escena. Aparte de la música en vivo, hay momentos de clown, dos o tres trucos de magia (que no se le dan mal a Roberto Álvarez) y una proyección cinematográfica de un parque arbolado sobre el telón de fondo, que va cambiando según las horas del día y las estaciones. No se descuida ningún detalle: el césped artificial que recubre la escena está gastado a los pies del banco, al entrar en la sala oímos ruidos de pájaros, vemos una luz tamizada y olemos un leve perfume; más tarde aparecen flores, se reordenan los setos y hasta nieva en escena. La armonización de estos elementos y técnicas pone a salvo a la obra de riesgos evidentes como la levedad, el mero slapstick, o la simple serie de sketches sin resonancia fuera de sí mismos. Y esto es muy necesario por la naturaleza del material. «Un parque, de por sí, ya es un escenario», dice la presentación de la obra, pero el escenario no es garantía de nada: Antonioni habrá ambientado en un espacio verde de Londres una historia de obsesiones como Blow-Up (adaptada, no casualmente, a partir de un cuento de Cortázar), pero se ven parques mucho menos ennoblecidos en El show de Benny Hill.

Si un parque se parece a un escenario, de hecho, es porque se trata de un espacio mayormente vacío hasta que alguien decide ocuparlo. Peris-Menchetta, uno de los directores más interesantes de la actualidad, tiene muy buenas ideas sobre cómo hacerlo: mezcla momentos estáticos con escenas de movimiento, humor físico con conversaciones reflexivas, sainete con seriedad. El resultado es algo que rara vez se ve: un montaje realmente inteligente de un texto cómico que trasciende la comedia. Como el cuento de Cortázar, la obra conduce al cabo al asombro. Y sus historias pequeñas suscitan grandes preguntas sobre la identidad o las idiosincrasias que chispean cuando dos o más desconocidos de pronto dejan de serlo.

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Repuesta durante cuatro semanas en la Sala Mirador después de sorprender el año pasado en el nuevo Teatro del Arte, En construcción versa sobre personas que se conocen demasiado bien, una pareja de argentinos relativamente jóvenes que, a mediados de la primera década de este siglo, emigra a España en busca de mejores oportunidades. Es una obra modesta, con sólo dos actores y un montaje reducido a lo esencial: una mesita de café, dos sillas, una cama-diván y un telón de fondo que, como en Continuidad de los parques, hace las veces de pantalla, aunque con fines muy distintos. Puede que la exigüidad de medios resulte de restricciones materiales, como en tantas producciones independientes, pero aquí tiene la indudable virtud de sugerir las circunstancias de los personajes. Y eso no supone estrecheces de interpretación. A falta de atrezo, el director y su equipo hacen un uso muy inteligente de imágenes, música en vivo y monólogos de cara al público, en los que la palabra se encarga de todo.

La obra no empieza en escena, sino en pantalla, en la que vemos a una pareja caminar juntos por Madrid y luego a cada uno por separado, para centrarnos en la mujer, que está trabajando de camarera en un bar. Con un recurso sumamente efectivo, Carolina Román (Soledad) entra entonces en la sala y reproduce las acciones de la pantalla: el imaginario y la realidad quedan instantáneamente vinculados, y a partir de ahí, como quien pasa de una imagen a otra, nos movemos con soltura por lo que viven y lo que piensan o recuerdan los personajes. El comienzo de la obra ocurre después de un final: enseguida se da a entender que la pareja, que tiene una hija pequeña, se ha separado hace un tiempo, aunque en buenos términos. Aquí el minimalismo también es la regla. No estamos ante una historia de traumas ni emociones desmedidas, sino algo más interesante: una observación de los hechos cotidianos que, en su conjunto, constituyen una vida irrepetible. Como dice el personaje de Pablo (Nelson Dante): «Somos eso, una suma de nuestros pequeños actos y costumbres». La obra los repasa mediante anécdotas, intercalando en la charla de café flashbacks que representan la historia de la pareja. En este camino de ida y vuelta, la dirección de Tristan Ulloa es quizás algo mecánica, y el texto tiene algunas transiciones un poco abruptas, pero se ven compensadas por la calidad de los actores.

Uno de los aspectos mejor logrados es la comedia sobre la vida del inmigrante, que se estudia con sutileza y sin estereotipos fáciles, poniendo atención en los pequeños desfases diarios. Hay observaciones culturales clavadas, como cuando Pablo pide que le indiquen cómo llegar a una calle y le responden que debe «seguir todo derecho» al llegar a un muro: «¿Qué hago, lo atravieso?» En otro momento, cuando Soledad acaba de conseguir el puesto de camarera, Pablo dice poseer información muy útil para ese trabajo. Tras una pausa, suelta: «Acá la gente toma café con hielo. ¡Y en un vaso de whisky!». El público ríe, pero el verdadero remate viene a continuación, cuando Soledad contesta: «Vos me estás tomando el pelo». El texto –escrito por Román y Dante, que son tan argentinos como el cóctel latino de sus nombres– aprovecha además el gráfico lenguaje porteño. Pablo cuenta cómo, en una ocasión, se quedó «pintado al óleo» (de adorno) y, en otra, «más solo que Pinochet en el día del amigo». Y, por supuesto, hay chistes sobre el idioma común que separa a argentinos y españoles («tendríamos que poner bilingües en los currículums»), aunque no se abusa de ellos. Esto habla bien del respeto y hasta del cariño por las diferencias que sienten los autores, argentinos residentes en España, que se dirigen a un público español (tiemblo de pensar cómo escribirían una obra así dos argentinos puros para puros argentinos).

Mesurada en la comedia, la obra peca en ocasiones de sentimentalismo, algo a lo que no ayuda la partitura de Julio de Rosa, ni el tango que se baila en el clímax dramático, como si allí residiera una inalienable esencia nacional o algo por el estilo. Me pongo como ejemplo de que se puede nacer y vivir veinticinco años en Argentina sin bailar un solo tango. Pero supongo que los estereotipos venden, y la nostalgia argentina es estereotípica. De todas formas, el centro de la obra no es una cantilena lacrimógena sobre el país añorado o la necesidad de volver, con la frente marchita, a ver el farolito de la calle en que uno nació (¡ah!, cuando pienso en estas cosas se me mezclan los tangos). El centro son dos personas que, llegadas a cierta edad, siguen indefectiblemente en construcción. Y la sugerencia más inquietante es que, en un país o en otro, de manera más o menos literal, lo mismo nos pasa al resto.

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Ficha técnica

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