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El capital en el siglo XXI

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Pocos sabríamos qué hacer después de haber ganado ciento cuarenta millones en la lotería, pero si de algo nos convence Felices 140, el séptimo largometraje de Gracia Querejeta, es de que hay mejores ideas que revelarlo como un mago ante unos amigos de dudosa fibra moral, un exnovio con complejo de Peter Pan y una hermana casada con un maltratador, tras reunirlos a todos en una casona de Tenerife con la excusa de celebrar un cumpleaños importante. Nada más oportuno se le ocurre a Elia (Maribel Verdú), que tiene un golpe de suerte al filo de los cuarenta y decide tirar la casa por la ventana ofreciendo a sus invitados una estancia cinco estrellas, comidas opíparas, billetes de avión y hasta el traslado desde el aeropuerto. Sólo se le escapa lo obvio: el dinero de uno no hace la felicidad ajena.

Poco después se le escapan detalles más graves, como que no va a reconquistar a su ex, Mario (Ginés García Millán), por regalarle un piano de cola; que su hermana, Cati (Marian Álvarez), no dejará a su marido si el dinero que ella le ofrece viene supeditado a exigencias justicieras («antes tienes que denunciarlo»); o que su gran amigo Ramón (Eduard Fernández) no verá con malos ojos que lo ayude a salvar su restaurante de la quiebra con la mezquina propuesta de convertirse en su socia. El dinero interfiere con cada una de las relaciones, pero la incomprensión lo precede, indicando conflictos de más larga raigambre entre unos y otros. Es un planteamiento inteligente por parte de Querejeta, que, sobre una base banal, monta una prometedora comedia de costumbres, para agregarle más tarde una inesperada tragedia. Tampoco faltan las escenas logradas, como la comida en que Elia hace su increíble revelación, o las conversaciones que entablan poco más tarde las distintas parejas («Menuda cara de gilipollas se nos ha puesto a todos», en palabras de Mario). Y, sin embargo, el resultado acaba siendo inferior a la suma de las partes.

La razón estriba parcialmente en la mezcla de géneros aludida, que combina lo comedia con el drama y ambos con la reflexión social, aunque se tambalea en cada uno de ellos por separado. Es cierto que la trama arranca por buen camino y hasta se alinea con un espíritu que recordará a los espectadores, sobre todo si comparten la edad de los personajes, clásicos como Los amigos de Peter (1992) o Reencuentro (1984). Pero incluso en este género resultón, donde la variedad de personalidades fomentan graciosos encontronazos, el guión hace cálculos forzados. ¿Cuánto tacto debería faltarle a un exnovio, por ejemplo, para dejarse caer en tu cuadragésimo cumpleaños con una noviecita de veinticinco? ¿Mucho, muchísimo? Vale. Una vez que eso ha quedado demostrado, ¿cuánta imaginación tiene que faltarle a los guionistas para que la chica en cuestión sea no sólo una bomba sexy, sino una argentina histérica? Yo diría que toda. El personaje, para colmo, está interpretado por Paula Cancio, quien, aun con la fuerza y el desparpajo de su juventud, demuestra una manifiesta desventaja cada vez que habla: su acento argentino va de tentativo a estrambótico. Hasta el sencillo monosílabo «yo» le trae problemas; cuando no lo pronuncia a la española, lo hace en dos tiempos: dshi-ó.

Puede parecer un detalle, y un detalle que a lo sumo notarán oídos argentinos, pero ese desliz hace cuerpo con un patinazo más serio en cuanto a la caracterización general, basada en estereotipos. A cada personaje, por ejemplo, se le ha dado una profesión diferente, como buscando una sección transversal de la sociedad. El problema no es sólo que el conjunto resulta bastante inverosímil como grupo de amigos, sino que cada profesión viene con cliché a cuestas. Polo (Alex O’Dogherty), el inversor, no tiene escrúpulos; Ramón, el dueño del restaurante, es un honesto hombre de a pie; y Juan (Antonio de la Torre), el abogado, es un fantástico mal bicho. Por lo que toca a las mujeres, las hay de dos clases: levemente desequilibradas, como Elia y Cati, o netamente castradoras, como Martina (Nora Navas). No digo que la vida real no ofrezca conductas estereotipadas, pero semejante concentración de taras parece excesiva en un pequeño círculo de amigos, por mucho que las taras sean necesarias por motivos dramáticos.

El verdadero drama tarda en llegar. Una de las mejores bazas de la película, con todo, es su contundencia. En medio de una escena que empieza con tranquilidad, uno se ve obligado a preguntarse: ¿de veras acaba de pasar eso? Y sí, acaba de pasar; y, sí, lo cambia todo. Desvelar los pormenores equivaldría a arruinar la sorpresa, pero podemos adelantar dos cosas: que se produce una fatalidad, y que solucionarla (hasta donde puede solucionarse) supone una redistribución radical del dinero. Al cabo, las rencillas y desconfianzas conducen a una especie de trama policíaca donde el suspense depende de cómo se dará la vuelta a una situación adversa. Como todo misterio, la historia avanza a fuerza de errores elementales de juicio, y ahí es donde nuevamente la trama se vuelve inadmisiblemente inverosímil. Con un cadáver en casa, uno de los personajes se marcha a dar un paseo; otro se prepara un sándwich; la cumpleañera no sólo se echa una siesta, sino que a continuación se da una ducha y se pone a abrir sus regalos. Todos, entretanto, confabulan, pero nadie razona.

Llegados a este punto, abundan las carencias de guión. Ni Querejeta ni su coguionista, Antonio Mercero, inyectan verdadero drama en los diálogos, cargados, eso sí, de información: al abogado, en particular, le confían unas cuantas réplicas que demuestran que los escritores han hecho los deberes. Y de psicología, mejor no hablar. Pero lo más grave es que lo que al principio podía tomarse por una proteica mezcla de géneros se convierte con el lento paso de los minutos en una incertidumbre de enfoque. ¿Estamos ante una fábula aleccionadora? ¿Una comedia negra sobre cuentas claras y amistad? ¿Otra maldita historia sobre la crisis? Pienso en películas cuyos temas se solapan con los de esta, comoTumba abierta (1994) o, en clave más farsesca, Muerte en un funeral (2007), y echo en falta la determinación que puede convertir incluso un planteamiento mediocre en un éxito interpretativo. Aquí el planteamiento es sólido, pero ni las interpretaciones de García Millán, Álvarez, Verdú o De la Torre (tan impecable en su personaje que causa repulsión) le imprimen fuerza a un desarrollo blando, que reduce un crimen a una anécdota.

Anecdóticamente, El capital humano parte de un crimen accidental, pero se expande para considerar sus complejas repercusiones en las vidas de dos familias que tal vez estén involucradas en él. Las primeras escenas muestran casi con tranquilidad un accidente que se produce de madrugada en una carretera rural, cuando una camioneta barre a un lado del asfalto a un ciclista, sin siquiera detenerse; poco después, el ciclista muere. El gran interrogante será quién conducía la camioneta, pero para llegar a ello la película retrocede seis meses y, cuando parece acercarse de nuevo al momento fatal, retrocede una vez más. ¿Cuál es el motivo de tantas vueltas? Una respuesta parcial sería su juego virtuosístico con el punto de vista. Detrás de la técnica, sin embargo, hay ideas muy bien examinadas sobre la impredecibilidad de los hechos, las diversas perspectivas de quienes los observan y el poder de cada cual para controlar sus repercusiones. 

La historia está contada en tres bloques y una coda que se superponen y se imbrican, formando una imagen completa sólo al final. En el primero, seguimos al agente inmobiliario Dino Ossola (Fabrizio Bentivoglio), desde que lleva a su hija a la casa palaciega de un novio, Massimiliano Bernaschi (Guglielmo Pinelli), hasta el momento en que hace un inversión desastrosa con Bernaschi padre (Fabrizio Gifuni), el director de un fondo especulativo que se desmorona de la noche a la mañana; en el segundo, vemos a su esposa, Carla Bernaschi (Valeria Bruni Tedeschi), desmoronarse por motivos sentimentales; y en el tercero nos enfocamos en la hija de Ossola, Serena (Matilde Gioli), que, ya separada de Massimiliano, se enamora de un muchacho menos encumbrado. Son historias más o menos corrientes, pero el conjunto expone diversas transacciones del capitalismo moderno, mientras reflexiona sobre el valor relativo que los humanos se dan unos a otros. La cima de la colina donde viven los Bernaschi, sin ir más lejos, es un claro símbolo de su posición social. Ossola, para subir, se aviene a cometer un delito (no el del ciclista). Y Serena, que quiere bajar, acaba enredada en una investigación policíaca.

Adaptando una novela del norteamericano Stephen Amidon, ambientada en Connecticut, el director, Paolo Virzì, traslada verosímilmente la acción a la ciudad alpina de Como, en Lombardía. La cámara, atenta a las especificidades locales, se pasea con igual confianza por las cimas que habitan los Bernaschi como por los suburbios donde vive el nuevo novio de Serena. Y en todo momento la mirada del director es segura, con una comedida fotografía que prefiere los tonos pálidos y a menudo la media luz. Virzì es más errático con los actores. Bruni Tedeschi y la joven Matilde Gioli componen papeles estupendos, pero hay un par de interpretaciones caricaturescas que hubieran podido atenuarse. Al ver, por ejemplo, el modo en que Ossola se entromete en la vida de Bernaschi, más o menos con el encanto de Homer Simpson, uno duda no sólo de que alguien pueda ser tan cateto, sino de que un financiero inteligente fuera a hacerle caso. Vemos también giros argumentales algo traídos por los pelos, como hacer salir de la cama a un personaje para ir a buscar a otro y, en consecuencia, que un tercero se encuentre con el pobre ciclista.

Pero la película merece verse por muchas razones, empezando por el modo reposado en que examina escándalos sociales como la desigualdad, la hipocresía, la traición, la crueldad y el crimen. Puede que esa engañosa tranquilidad sea, de hecho, una de sus mayores críticas. En fin de cuentas, la muerte de un ciclista, producto de un descuido ligado a una cadena de iniquidades, no importa demasiado a nadie. El fondo especulativo se recupera, los ricos se quedan en la cima de su colina, los demás siguen en distintos puntos del valle. En ese contexto, ¿qué es el capital humano? La película lo caracteriza al final, siguiendo la definición corriente, como «el conjunto de conocimientos, habilidades, destrezas y talentos que posee una persona y la hacen apta para desarrollar actividades específicas». Tras tomarse en consideración dichos factores, agrega, la familia del atropellado recibió 220.000 euros como compensación. No aclara cuánto gana por mes un Bernaschi, pero es seguro que mucho más. 

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Ficha técnica

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