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Cables cruzados

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Conforme se consolida la animación por ordenador, el cine de ciencia ficción ofrece imágenes cada vez más espectaculares, profusiones de píxeles que se deleitan en dejar a un lado las simples cosas de este mundo. ¿Flotillas de naves espaciales en combate, desafiando las leyes de la física? Ningún problema. ¿Un planeta entero volando por los aires? A la orden. Con frecuencia, sin embargo, el espectáculo se produce en desdoro de la lógica. Y no es raro salir del cine con la sensación de que, entre las conflagraciones y el movimiento antinewtoniano, no ha habido una sola idea provocadora, por no hablar de una emoción más o menos genuina.     

En ese contexto, es doblemente bienvenida Ex Machina, la sobria primera película dirigida por el novelista Alex Garland, que tuvo su momento de gloria con el libro La playa (1996) y más tarde se volcó en la escritura de guiones, con una incursión en la ciencia ficción de la mano del director Danny Boyle con 28 días después (2002) y Sunshine (2007). Nadie llamaría a estos dos largometrajes, ni a Boyle, dechados de contención, pero, por cuenta propia, Garland se ha decantado por un tenso tecnothriller puertas adentro, con tan solo tres protagonistas y un inquietante conflicto metafísico. El escenario es una casa levantada en medio de un bosque, mitad sueño de Frank Lloyd Wright y mitad búnker, con pasillos de cemento alisado y muros de cristal, entre los que la estupenda fotografía de Rob Hardy crea una atmósfera debidamente claustrofóbica. La claustrofobia importa, porque nos mete de lleno en la situación de Ava (Alicia Vikander), una humanoide que vive, si esa es la palabra, estrictamente intramuros. Así lo ha dispuesto su artífice, Nathan (Oscar Isaac), quien antes de crearla se ha asegurado más riquezas que Creso con un buscador por el que pasa «el noventa y cinco por ciento» del tráfico de Internet.

Desde luego, el recluido genio multimillonario es un tópico, pero cualquier parecido con Google es más que coincidencia: como en toda buena ciencia ficción, la historia aprovecha las ansiedades de su público, quizá más nervioso de lo que suele admitir ante la cuasiomnisciencia y el poder de los gigantes informáticos. Yo lo admito aquí mismo: tiemblo de pensar en el día en que Google Translate aprenda a traducir de veras, volviendo obsoleta en un clic la profesión que me llevó años aprender. Nathan, por cierto, no repara en esas nimiedades, pero su ambición es ciertamente mayor: convertir en obsoleta a toda la raza humana. En parte por ello ha estado trabajando en Ava. Y es para medir sus logros por lo que invita a uno de sus empleados, Caleb (Domhnall Gleeson), a pasar una semana en la mansión-búnker. El presunto objetivo es comprobar si la máquina puede convencer a un humano de que es consciente, un «test de Turing» que, tal como le recuerda Caleb, no sería tal cosa si el humano sabe que tiene delante una máquina. Pero a Nathan le traen sin cuidado los términos o, para el caso, el test de un matemático inglés muerto.       

Lo que está en juego es más enrevesado y perverso, sin que quede claro quién ha de pasar el examen. «No te fíes de Nathan», le dice Ava a Caleb, que, de ser previsor, haría bien en no fiarse de Ava. Y lo que da fuerza a la película a partir de ahí es la tensión dramática que se crea entre los personajes, a cada cual menos fiable durante el resto. Hay una dinámica creador-criatura que fluctúa entre el mito de Pigmalión, enamorado de la Galatea de mármol que él mismo ha esculpido, y su contracara siniestra en el doctor Frankenstein. Pero Caleb, como tercero en discordia, introduce una variable inesperada: llegado un momento, la pregunta no es si Ava puede demostrar inteligencia (claro que puede), sino si su inteligencia le permite fingir emociones. Para Caleb, he ahí el motivo de espanto: acaso la máquina, al revelarse consciente, acabe embaucándolo emocionalmente. Y es que entre él y Ava ha comenzado un extraño juego de seducción: «¿La has programado para que tontee conmigo?», le pregunta a Nathan, que calla. Incierta desde el principio, la relación es mucho más perturbadora de la que se planteaba hace poco en la película Her (2013), de Spike Jones, donde Joaquin Phoenix se enamoraba de un sistema operativo incorpóreo, con la voz de Scarlett Johansson. Si aquel susurro era irresistible, esperen a ver el rostro de Vikander.

Posado sobre una estructura de vidrio con un cráneo metalizado dentro, que los efectos digitales aúnan sin fallas, ocupa el centro emotivo de la película, gracias a una interpretación que se mantiene apenas al borde de lo inhumano, con destellos de ironía y una sensualidad casi siempre inquietante. Gleeson transmite muy bien la inquietud, y los diálogos que entablan los dos personajes, separados por un cristal, a menudo bañados en luz roja, son cautivadores: «¿Por qué la has dotado de sexualidad?», pregunta una vez más Caleb a Nathan, que sólo responde con lugares comunes. Pero uno de los aciertos de Garland es introducir una reflexión implícita sobre el vínculo entre sexualidad y creación y, más en concreto, entre creación y taras masculinas. Los dos hombres que se disputan la atención de Ava constituyen el aspecto más evidente de ello, pero tampoco parece casual que, la primera vez que vemos a Nathan, esté levantando pesas, para después pasearse en camisetas sin mangas que enseñan sus músculos como macho alfa. (Si alguien cree que eso no encaja con su perfil de supernerd, no tiene más que echar un vistazo, en la vida real, a lo abultadas que están últimamente las camisetas de Mark Zuckerberg, sin duda a fuerza de gimnasio). Al fin y al cabo, Pigmalión no quería que Galatea se volviera real para sentarse con ella a jugar a los naipes. Por ese lado también hay una historia, y cuando Caleb la descubre llega un desenlace con reivindicación de género.

Aparte de la trama, que tiene sus incoherencias operativas, no sería difícil criticar cierta candidez científica de la película. Aunque la historia se sitúa en un futuro muy próximo, el director ha dicho que, si alguien desvelara a una Ava, «sería sorprendente, pero tampoco tanto». Ha de tener un umbral de sorpresa altísimo. Hoy por hoy, nadie sabe cómo funciona la conciencia, ni existe robot capaz de subir una escalera a la velocidad de un niño de pecho, de manera que un androide con gestos faciales perfectos, comprensión de una lengua natural, sentido del humor y movilidad de gacela, desencajaría la mandíbula a miles de filósofos, programadores, neurolingüistas e ingenieros, para empezar. Pero conviene aceptar la premisa en términos dramáticos, amén de que no sabemos hasta dónde nos llevará la llamada ley de Moore en un par de décadas. Y lo cierto es que la película acierta en un blanco muy oportuno: la idea de que con la tecnología se perpetúan de distintas maneras siempre los mismos instintos. Si los griegos pintaban Príapos y hetairas en vasijas, en nuestra época hay millones de horas de vídeo en la pornosfera. Nada parecería indicar, pues, que estemos ascendiendo al Parnaso. ¿Alguien duda de qué uso se les daría a los humanoides, si llegan?

Digo «si» y no «cuando», porque no es improbable que, antes de que se alcance semejante panacea, los humanos agoten los recursos que les permitirían desarrollar la tecnología necesaria para comportarse completamente como bestias. Del posible agotamiento habla, por extraño que parezca en un thriller à la James Bond, Kingsman: Servicio Secreto, en el que otro multimillonario de la informática, Valentine (Samuel Jackson), se propone reducir drásticamente la población mundial antes de que su aumento acabe con el mundo. No es una mala idea, en cuanto a tramas se refiere, si bien la he visto mejor plasmada en la serie Utopía (2013), que se centra en una conspiración, con sede en las altas esferas británicas, dispuesta a esterilizar al noventa por ciento de la humanidad por el bien de todos. El signo de los tiempos no augura nada bueno cuando hasta los villanos actúan movidos por el altruismo hacia las generaciones futuras.  

Para frenarles el carro está, en el presente caso, el servicio secreto del título, que opera por encima de gobiernos, estados y la ley tal como la conocemos, pero responde a un inflexible código de honor vagamente basado en los caballeros de la mesa redonda. La película, así descrita, suena muy británica. Pero el igualmente británico director, Matthew Vaughn, pertenece a lo que podríamos llamar la escuela del videojuego cinematográfico, cuya moneda corriente es la violencia, el colorido y la acción disparatada: véase Kick Ass, en la que, en un momento característico, una niña de doce años se carga a tiros a una docena de mafiosos, al son saltarín de «Bad Reputation», de Joan Jett. Para similares menesteres, Kingsman cuenta con un actor de lujo como Colin Firth (nombre en clave: Galahad), cuya elección puede considerarse un golpe de genio o un chiste a costa de la tipificación habitual en Hollywood. Porque Firth, por supuesto, es la elegancia en persona, y suele encarnar a personas de lo más elegantes, como el rey Jorge VI en El discurso del rey, o un sesudo profesor homosexual en Un hombre soltero. Aquí dice en un momento dado que «los modales hacen al hombre», pero enseguida se desdice propinando una paliza de novela, que vemos en una efectiva alternancia de cámara lenta y acelerada, a cinco matones de Londres. Más adelante, en lo profundo de Estados Unidos, liquida a tiros, puñetazos y hachazo limpio a media congregación de una iglesia (la otra media se liquida entre sí). Es un rapto de locura inducida, pero para entonces las muertes no tienen más valor que los puntos en una partida.

No hay que tomarse nada de ello en serio, por supuesto. Y cuando, cerca del final, por efecto de un artilugio tecnológico, explotan cientos de cabezas, con humo de todos los colores, mientras suena «Land of Hope and Glory», el absurdo es tal que pocos lograrán contener la risa. Vaughn sin duda quiere que nos riamos, pero en momentos así la película sólo puede funcionar como parodia y, más que homenajear a Agente 007 contra el doctor No (1962), digamos, cae al nivel de franquicias como Scary Movie (2000) y otras de su calaña. El problema se acentúa, en vez de atenuarse, por los millones del presupuesto, que facilitan todo tipo de efectos, a excepción del verdadero efecto dramático. Como en muchas superproducciones –pienso en el reciente digitatón de los hermanos Wachowski, El destino de Júpiter (2015)–, falta la conciencia de que hay límites. Y de que quien los pone ha de ser el humano, no la máquina. 

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