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Chéjov 2.0

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Hay una primera vez para todo, pero nunca hubiera imaginado que alguna vez, en mitad de una obra de Chéjov, una de las actrices pasaría por entre el público, sin salirse de su papel, ofreciendo sándwiches de jamón y queso. Mucho menos que el público –yo incluido– los aceptaría. Más tarde vinieron los pepinillos, pero fue en el tercer acto y más vale no adelantarnos. Digamos para empezar que no estábamos en un teatro de los de butacas, bambalinas y todo el resto, sino en La Casa de la Portera, una sala escondida en una antigua portería de La Latina, a la que se entra por un portal sin señas particulares ni marquesina. Una vez dentro, a uno lo conducen, junto a otros veintiún espectadores y ni uno más, a una habitación pintada de color borgoña, de unos quince metros cuadrados, iluminación mortecina y cuadros que han visto mejores épocas. En el centro hay un sillón de orejas y, en el sillón, un hombre de treinta y tantos años, leyendo lo que parece ser un libro de ingeniería. El público va ubicándose en bancos dispuestos contra las cuatro paredes; ordena sus cosas en silencio, se mira intrigado, mira al actor leer con flema sobrehumana. En la habitación se instala una incomodidad comparable a la que sobreviene cuando el metro se demora entre dos estaciones. Estamos, por cierto, un poco apretados. Tras empezar la obra, lo estaremos aún más, conforme vayamos descubriendo cuántos actores caben en ese espacio minúsculo.

La obra es IVÁN-OFF, título remixado de Ivánov, un drama en cuatro actos originalmente ambientado en la inmensa Rusia rural de fines del siglo XIX y aquí trasladado a un presente difuso, en una especie de España profunda, donde se habla de euros y kilómetros, y en la que los nombres de los personajes se han españolizado: Ivánov es Iván, Mijaíl es Miguel, Levedev es Leyva, y así. Chéjov, se sabe, halló inspiración en los grandes espacios de su paisaje natal, que no sólo empleó como telón de fondo de piezas y ficciones, sino que integró al drama interior de sus personajes. El asilamiento, para ellos, es una forma de encierro; de ahí que, por paradójico que parezca, entre los temas chejovianos centrales esté la claustrofobia. Es algo que suele perderse en los montajes de amplios escenarios naturalistas, pero el de José Martret resalta precisamente ese sentimiento de opresión. Donde las didascalias piden una terraza «con una glorieta semicircular de la que, por el centro y la derecha, salen avenidas que cruzan el jardín», nos ubica en un salón sellado, sin siquiera una ventana. Y en vez de distanciarnos de los personajes, nos encierra con ellos. Espectadores claustrofóbicos, abstenerse.

En ese contexto, el trabajo de los actores alcanza un grado de dedicación casi heroico. Pasan con frecuencia a tan solo centímetros del público, interactuando con él de un modo fructíferamente desconcertante. Los comentarios metateatrales de Chéjov están explotados al máximo. En el segundo acto, por ejemplo, un personaje dice mirando a los ojos al público: «¿Es que no se aburren de estar ahí sentados? Porque el aire está cargado de aburrimiento. ¡Bueno, digan alguna cosa, traten de divertir a las señoritas, hagan algo! Ríanse, canten, bailen, o hagan algo por el estilo». Y por un momento pareció como si alguien fuera a ponerse a bailar (el público con el que vi la obra se comportó con aplomo modélico, aunque un par de veces contestó a interpelaciones a quemarropa). Dado que la obra transcurre en dos habitaciones distintas, los actores se ocupan también de guiarnos tres veces de una a la otra (es durante el primer cambio cuando se ofrecen los sándwiches y, tras el segundo, los pepinillos). Decir que, en esas condiciones, le sacan matices inesperados al texto es sólo empezar a hablar del efecto acumulativo de la intimidad que proponen. De manera más impactante, alteran el papel del espectador: no se trata únicamente de creerse o no la historia, sino de lidiar con las reacciones físicas que producen las emociones representadas cerca y fuerte.

La trama explora lo que hoy llamaríamos una crisis de la mediana edad: a los treinta y cinco años, Iván cae en un hastío sin fondo. Y la obra lo utiliza como excusa para retratar las taras de la sociedad inmovilista que lo rodea. Hay que decir que Ivánov no es de las cumbres de Chéjov: como mecanismo, adolece de encadenamientos automáticos, y su tema se apoya en tópicos de su época, como el «hombre superfluo». Pero no deja de ser una obra de Chéjov, lo que significa que sus bifurcaciones rebosan en posibilidades dramáticas. Martret usa el texto casi entero (no dice en qué traducción), con cambios significativos que le dan mayor resonancia contemporánea. Por ejemplo, la mujer de Iván, Ana (Sabrina Praga), que en Chéjov es una judía conversa, aquí se ha vuelto una musulmana que rechaza su religión, lo cual es un astuto equivalente sociológico (no vendría mal, con todo, cambiar la réplica en que, al hablar de Ana, se hace referencia al «oro y el moro»). Asimismo, Martret apuesta por un Chéjov intenso, por no decir melodramático: en el tercer acto, Iván llora a moco tendido mientras increpa a Ana, que al final se derrumba en el suelo en un llanto convulsivo; en el cuarto, lloran toda familia Leyva y hasta la solterona doña Bárbara (Rocío Calvo).

Hay también mucha risa, en particular en las entradas de Miguel (un fabuloso David González), los discursos alcohólicos de Carlos Leyva (Germán Torres, que parece salido de otra obra) o el monólogo de Sara sobre el amor, que Cristina Alarcón recita con gran encanto en el tercer acto, tras hacer lo que puede, en el segundo, por parecer una provinciana ingenua en minifalda y tacones. El reparto me dejó con dudas: Raúl Tejón, que tiene la energía de una dínamo y el cuerpo de un culturista, quizá no sea la mejor opción para meterse en la piel del pusilánime Iván. Y no pude quitarme de la cabeza que el papel del doctor Constantino, cuya juventud es un tema en la obra, se confía a un actor que raya la cuarentena (Roberto Correcher, algo envarado). Son cosas que pasan en una producción independiente. En cuanto a las apuestas manifiestas del montaje, una de las más interesantes es, sin duda, el acentuar la sátira del kitsch que contiene la obra: la familia Leyva, interpretada como una alianza de ricachones de mal gusto, ayuda a resaltar los aspectos gogolianos de Chéjov. El vestuario, obra también de Martret, refuerza la impresión de ampulosidad ridícula. El cuarto acto, con todo, por poco se pasa de Gógol a Almodóvar. ¿No será mucho? Pero la obra aguanta. Y con desmesura, pero con aciertos, la puesta en escena nos sacude de una emoción a otra durante dos horas, para componer un Chéjov de una inquietante potencia.

En ningún momento me sentí sacudido a lo largo de Los hijos se han dormido, la elegante adaptación de La gaviota realizada por Daniel Veronese; no obstante, al final de la obra, mientras miraba la cara descompuesta de Malena Alterio (impecable en el papel de Mascha), sentí un golpe más fuerte: algo así como lo que Cortázar llamaba la cachetada metafísica, y que podría resumirse como la revelación de que algo, una cosa, un estado de ánimo, existe. ¿Qué estaba pasando? Tras un disparo fuera de escena, Mascha empezaba a llorar, porque una de sus ilusiones acababa de desmoronarse. Así de simple y demoledor. Las lágrimas no habían estado ausentes en el resto de la obra, pero era como si confluyeran en ese desconsuelo final. Después corroboré que el efecto era obra del adaptador, que corta una última réplica superflua y hace que la obra culmine con un gesto en vez de con palabras explicativas. Quien haya visto otros trabajos de Veronese (como ¿Quién teme a Virginia Woolf? el pasado septiembre, o sus Tres hermanas y Tío Vania, a las que rebautizó Un hombre que se ahoga y Espía a una mujer que se mata, respectivamente) no se sorprenderá al hallar perlas así, pero no viene mal repetir que es un gran adaptador o, como a él le gusta decir, versionador. Esta versión se apoya además en actores de fuste; puede que Alterio se lleve la palma, pero Susi Sánchez no se queda atrás en el rol de madre castradora, y Diego Martín, como el marido de Mascha, imprime a la escena un austero patetismo.

Veronese ha hecho una reducción y una concentración de La gaviota. Con una hora y media, Los hijos se han dormido es sensiblemente más breve que el texto original. Se acortan algunos de los extensos monólogos, se aprietan las escenas sin división en actos y se realza el tema de los amores cruzados, el verdadero esqueleto de la obra. Vemos cuatro parejas más dos agentes libres, y cuatro de esas personas no están con quien aman. Las matemáticas del pesar son complejas: al sucederse engaños, culpas, cruces imprevistos, el número de desdichados se hace indefinido, hasta estabilizarse al final al alza. Entrelazado con todo ello hay una reflexión sostenida, casi se diría que una profesión de fe, sobre el teatro y la escritura. Al principio, el director y los actores se entretienen con el retintín autorreferencial de algunas frases: «Defiendo un teatro de emociones verdaderas»; «este texto seudointeligente aburre a cualquiera»; o mi favorita: «mi obra trata de un autor que acogota a un crítico», lo que no sé si tomar como una advertencia. Pero la reflexión se ensancha de manera más interesante en el enfrentamiento del escritor consagrado Boris Trigorin (Ginés García Millán) con el aprendiz Konstantin (Pablo Rivero). Pobre Konstantin: no sólo debe rendirse a la evidencia de que Trigorin tiene más talento que él: «La descripción de la noche de luna es demasiado larga y rebuscada. Trigorin […] aludiría sólo al cuello de una botella rota que brilla en la presa y a la sombra negra de una rueda de molino, y ahí tendrían ustedes una noche de luna». Trigorin le quita además el amor de su madre y luego el de su novia.

El hecho de que Konstantin saque de ese avispero de connotaciones freudianas las fuerzas necesarias para escribir es quizás una de las lecciones implícitas de la obra. Pero no hay corolarios fáciles ni finales felices, como casi nunca en Chéjov. Lo corroboré, ni falta que hacía, en Las tres hermanas, dirigida por Declan Donnellan e interpretada en el Teatro Valle-Inclán en ruso, con sobretítulos en castellano, en el marco del ciclo «Una Mirada al Mundo» (la obra contó con sólo cuatro representaciones, pero quedan otras dos piezas que vale la pena investigar). El montaje era por todo lo alto, en las antípodas del intimismo de Martret o Veronese, con una escenografía de Nick Ormed y una iluminación de Judith Greenwood verdaderamente fabulosas. Y las protagonistas, Evgenia Dmitrieva, Irina Grineva y Nelli Uvarova, actuaban con maestría tal que por un momento me pareció entender el ruso, lo que sólo puede ser una ilusión auditiva. Tras unas comparaciones vanas con las otras dos obras, me quedé pensando en la predilección de Chéjov por resolver situaciones insoportables introduciendo un tiro en la trama. ¿Era eso una debilidad artística? Repasé las situaciones. Y lo insoportable que les resultaba vivirlas a los personajes. Después releí una carta famosa de Chéjov, en la que escribe: «El escritor tiene la obligación de vencer sus manías y mancharse la imaginación con el sarro de la vida cotidiana». A lo mejor era puro realismo.

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