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Crisis, ¿qué crisis?

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Desde hace años, la Fundación Juan March se ha erigido en uno de los primeros productores netos de conciertos en Madrid. Los hay casi todos los días, para todos los gustos y para todos los públicos, desde los destinados a escolares hasta ciclos monográficos que suelen huir de las soluciones manidas y que a veces están articulados a partir de ideas o conceptos, al menos sobre el papel, minoritarios. Hace poco, esta misma sección se hacía eco de una serie de conciertos dedicados a Gaetano Brunetti, el compositor predilecto de Carlos IV y, aún a día de hoy, un perfecto desconocido para casi todos los madrileños. El próximo mes de mayo cuatro conciertos explorarán la fascinación del escritor alemán E. T. A. Hoffmann por la música y ahora acaba de concluir un ciclo dedicado a las mujeres compositoras, casi una rareza en la historia de la música, no por falta de competencia o méritos propios, por supuesto, sino por las presiones sociales para acallar su voz. Aun así, en su día lograron hacerse oír, con mayor o menor fortuna, nombres como los de Francesca Caccini, Barbara Strozzi, Elisabeth Jacquet de la Guerre, Clara Wieck, Fanny Mendelssohn, Nadia Boulanger o, entre nosotros, Matilde Salvador, todas las cuales han tenido un hueco y un fugaz momento de resurrección en la programación del edificio de la calle Castelló. Y el ciclo ha concluido con lo que suponía inaugurar –en contra de la tendencia generalizada– un frente musical más. Por su escenario han pasado centenares de instrumentistas y cantantes en las últimas décadas, pero siempre sin transformarse lo más mínimo, con el órgano presidiendo –casi siempre como testigo mudo– todos los conciertos. Ahora, en cambio, se ha metamorfoseado levemente por primera vez, recubriéndose de una sencilla caja negra para poder dar cabida, ahora y en el futuro, pues el proyecto nace con vocación de continuidad, a sencillas representaciones de un género sistemáticamente desdeñado: el teatro musical de cámara.

En la actualidad son muy raras las veladas domésticas con música interpretada en vivo, pero esto fue moneda corriente en palacios y casas de alcurnia durante siglos o, más cerca de nosotros, en los salones burgueses decimonónicos, en los que la música hecha en casa, la Hausmusik, constituía un ingrediente esencial de la dieta no sólo de sus habitantes, sino también de sus invitados. Dúo, tríos, cuartetos, recitales de piano a dos o cuatro manos y pequeños conciertos para voz y piano fueron moneda corriente durante décadas en aquellas casas que podían permitírselo. A veces el entretenimiento tenía un componente de juego, e incluso de creación literaria, consistente en que los invitados se identificaban con distintos personajes e iban ideando poemas sobre la marcha, como sucedió en 1816 en la casa berlinesa del banquero Friedrich August von Stägemann, en la que varias personas fueron alumbrando un Liederspiel que, a la larga, acabaría dando lugar a los poemas de Wilhelm Müller en que se inspiró Franz Schubert para componer su ciclo de canciones Die schöne Müllerin.

En otros casos se partía de un material literario ya existente y, a partir de ahí, se inventaba una música cuyo único fin era distraerse y distraer. La Fundación Juan March ha elegido un ejemplo muy tardío, Cendrillon, fechado nada menos que en 1904, a tan solo cinco años –para situarnos– del nacimiento de Erwartung, el monodrama de Arnold Schönberg definido por Theodor W. Adorno como «el registro sismográfico de un shock traumático». Una mujer, como habían hecho anteriormente Salomé e Isolda, canta –o declama, o exclama– un largo soliloquio con la sola compañía –real o imaginada– de su amado muerto, pero su discurso es entrecortado, confuso e inconsciente, anticipando así el monólogo interior que consagraría la novela del siglo XX. Su libreto lo había escrito Marie Pappenheim, una estudiante de Medicina, y Schönberg se propuso «representar a cámara lenta todo lo que sucede durante un único segundo de máxima agitación espiritual, estirándolo hasta media hora».

En el ocaso de su vida, y de una gloriosa carrera, Pauline Viardot pertenecía a otro siglo y no estaba llamada a iniciar ninguna revolución a tan solo seis años de su muerte. Por eso, lejos de honduras psicológicas, prefirió basarse en el clásico cuento de Charles Perrault, Cendrillon ou La petite pantoufle de verre, para componer esta pequeña joya que acabamos de ver recuperada en Madrid. Pocas personas pueden jactarse de un currículo como el de Viardot: nacida en París en 1821, era hija del tenor sevillano Manuel García, una de las luminarias del canto de su tiempo (encarnó a Almaviva, por ejemplo, en el estreno romano de Il barbiere di Siviglia de Rossini, y cobró más que el propio compositor), y hermana de María Malibran, una de las divas más extraordinarias del siglo XIX y la primera Maria Stuarda de Donizetti, muerta trágicamente a los veintisiete años. Al contrario que ambos, y al igual que su hermano Manuel, un prestigioso profesor de canto que falleció en Londres a la venerable edad de ciento un años, Viardot disfrutó de una vida espaciosa de la que no desperdició un solo momento. Podría decirse que conoció a todos y cada uno de los grandes nombres de la música del siglo XIX y su formidable talento sirvió de inspiración a muchos de ellos. La lista de sus corresponsales, amigos y admiradores es inagotable: Chopin, Berlioz, Meyerbeer, Gounod, Saint-Saëns o Liszt, en lo que es una lista muy selectiva. A ellos habría que añadir a Wagner, para quien cantó en 1860 la Isolda del segundo acto de Tristan und Isolde en una audición privada en su casa de París en presencia de Berlioz, con Karl Klindworth al piano y el propio compositor como Tristán: ahí es nada; a Robert Schumann, quien la eligió como dedicataria, a los diecinueve años, de su Liederkreis op. 24, su primera colección de canciones impresa; y a Johannes Brahms, que consiguió que rompiera puntualmente su retiro para cantar en el estreno de su Rapsodia para contralto, a partir de un texto de Goethe. Todos ellos, y muchos más, cayeron rendidos ante una personalidad avasalladora y una portentosa musicalidad (su tesitura, perfecta en todos los registros, alcanzaba las tres octavas). Como vemos, logró estar a bien incluso con los principales representantes de facciones musicalmente enfrentadas y, más allá de la música, aun sin tener un físico agraciado, enamoró por igual a George Sand o Iván Turguénev, que la siguió literalmente desde San Petersburgo hasta París. Viardot se hizo con las partituras autógrafas de la Cantata BWV 180 de Bach y del Don Giovanni mozartiano, una obra por la que sentía una especial debilidad, cantó de manera memorable personajes como el Orphée de Gluck (en la revisión de Berlioz), la Leonore de Beethoven o la Valentine de Les Huguenots de Meyerbeer, estas dos últimas mujeres recias, de carácter, que le permitían dar rienda suelta a su excepcional temperamento dramático. También hizo sus pinitos como compositora, tanto escribiendo obras propias como realizando arreglos de piezas ajenas, los más famosos de los cuales son su transcripción en forma de canciones de seis de las Mazurcas de Chopin, que, como nos muestra su correspondencia, contaron con el beneplácito sin reservas del compositor polaco, con el que llegó a cantar incluso en público con gran éxito en varias ocasiones. «Los periódicos me han dedicado artículos elogiosos. […] Ayer, en el concierto del Covent-Garden, Madame Viardot cantó mis mazurcas, que le hicieron volver a repetir. […] Madame Viardot tiene una expresión completamente diferente que en París. Ella ha cantado mis composiciones sin que yo se lo haya pedido»«Les journaux m’ont consacré des articles élogieux. […] Hier, au concert de Covent-Garden, Madame Viardot a chanté mes mazurkas qui ont été redemandées. […] Madame Viardot a une tout autre mine qu’à Paris. C’est sans que je l’en eusse priée qu’elle a chanté mes compositions»., escribió, por ejemplo, Chopin a Albert Grzyma desde Londres el 13 de mayo de 1848.

La partitura de Cendrillon, publicada en París en 1904, define en su cubierta la obra como una Opéra comique en 3 tableaux y, en la página 5, de manera más atinada, como una Opérette de salon, representada por primera vez el 23 de abril de 1904 en los salones de su dedicataria, Mademoiselle Mathilde de Nogueiras, para la que ya Viardot había escrito veinte años antes el bolero Madrid, con texto de otro de sus enamorados, Alfred de Musset. Ese mismo año se publicaba, también en París, Pelléas et Mélisande de Claude Debussy, estrenada dos años antes en la Salle Favart. Pero al tiempo que su compatriota estaba acercando la música al habla y la prosodia reales en una ópera marcadamente experimental, Viardot se desmarcaba del simbolismo y seguía aferrada a la ficción de que los humanos podemos expresarnos desgranando bellas y artificiales melodías con una música de estirpe fundamentalmente rossiniana. Cendrillon es un mero pasatiempo, un divertimento social y, por ello, el mayor error sería otorgarle una trascendencia de la que carece por completo y que no pretende tener en ningún caso. Hay fotos que nos revelan a una Pauline Viardot ya anciana posando con sus invitados y amigos, con caras de haber pasado, o de estar pasando, un muy buen rato: adultos que disfrutan como niños con un inocente cuento infantil  al margen de las miserias del mundo exterior.

Lo que pudo representarse en el salón de un piso parisiense bien puede ofrecerse un siglo después en un escenario de dimensiones reducidas como es el del salón de actos de la Fundación Juan March. Con un atrezo mínimo y unas sencillísimas pero eficaces proyecciones en vídeo para suplir aquello a lo que remite el texto del libreto (los invitados a la fiesta del Príncipe, la transformación de la calabaza en carruaje, etc.), pocos peros cabe poner a la dirección escénica de Tomás Muñoz, ágil, sobria y sin caer en aditamentos innecesarios. Se optó, con buen criterio, por ofrecer las partes habladas en castellano, mientras que las cantadas se mantuvieron en el francés original (el libreto es de la propia Viardot) con proyección de sobretítulos en castellano. Es mucho mejor aceptar y acomodarse a ese bilingüismo que escuchar a unos cantantes españoles hablar y expresarse con supuesta gracia en un francés impostado o deficiente. Además, la traducción de la especialista Carmen Torreblanca no chirrió ni una sola vez, al contrario de lo que suele ser la tónica habitual. Del reparto vocal destacó, con mucho, la excelente Cendrillon de María Rey-Joly, algo rígida en sus primeras intervenciones habladas, pero muy creíble en su actuación y más que solvente en sus arias. Fue también espléndida el Hada de Sonia de Munck, no siempre fiel a las coloraturas que le confía la partitura, pero plenamente convincente en un papel breve pero nada fácil. Las dos hermanastras y el Barón han de poseer, sobre todo, vis cómica, pero cuidando de que el vaso no se derrame. Ni Mercedes Lario, ni Marta Knörr, ni José Antonio Carril demostraron poseer especiales dotes para la comedia, pero solventaron la papeleta con profesionalidad y, sobre todo, sin caer en exageraciones ridículas. Los dos tenores, José Manuel Montero y Pablo García-López, quedaron algo más desdibujados, aunque el segundo sacó más rendimiento a sus momentos a solo. Hubo pequeños desajustes, como en el sexteto del segundo acto, y las voces no siempre sonaron equilibradas ni en el mismo plano en los concertantes (poseían calidades y volúmenes muy diferentes), pero no hubo ningún punto negro, todo discurrió con una despreocupada fluidez y sólo se echó en falta una parte pianística más rica en matices y, sobre todo, menos comedida y circunspecta. Viardot fue también una consumada pianista y la parte instrumental de Cendrillon está muy bien escrita (al igual que, como no podía ser de otra manera, la escritura vocal es impecable: a la vieja usanza, pero irreprochable), pero el intérprete tiene que poner de su parte intención y ciertas dosis de humor. Quizá pesó en Aurelio Viribay –con expresión tremendamente grave durante toda la representación– la responsabilidad musical del conjunto sobre su cometido como pianista, que aquí se ve obligado a suplir la ausencia de orquesta o de otros instrumentos con una especial pericia a la hora de extraer el mayor número posible de colores del teclado. Y magnífica su decisión de incorporar en la fiesta del Príncipe, a la manera de lo que suele hacerse en el segundo acto de El murciélago de Johann Strauss, tres de las Mazurcas de Chopin arregladas para voz (o voces) y piano por Pauline Viardot.

El pasado año, el Festival de Baden-Baden programó Cendrillon en un arreglo para conjunto instrumental que interpretaron varios solistas de la Filarmónica de Berlín. Con ello se gana, por supuesto, en riqueza tímbrica y en colorido, pero en su configuración original, la opereta de Viardot puede también defenderse perfectamente. Así lo percibió, a tenor de sus largos aplausos y de sus rostros de satisfacción, el público que llenaba la sala, y el éxito del nuevo experimento ha sido tal que las dos funciones previstas se vieron ampliadas con una tercera, en todos los casos con ambas salas repletas. Y en estos tiempos en que cierran teatros, adelgazan las temporadas de ópera, se esfuman festivales y se suspenden ciclos de conciertos, mientras otros malviven lampando sin poder editar siquiera programas de mano con información sobre las obras interpretadas, la Fundación entregaba a todos los asistentes uno de sesenta y ocho páginas con el libreto completo bilingüe y un excelente ensayo de Pilar Ramos, responsable a su vez de todos los textos sobre esas compositoras antaño marginadas y ahora revividas para el gran público.

Quien tenga curiosidad por escuchar cómo suena esta leve y muy disfrutable Cendrillon puede hacerlo gracias a la grabación realizada el día del estreno, el pasado día 12 de este mes, por Radio Clásica, otro de esos lujos al alcance de todos que siguen haciéndonos la vida cotidiana más llevadera y que –al menos todavía– no han conseguido arrebatarnos.

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Ficha técnica

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