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Bajo el signo de Sagitario

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Il Primo Libro de Madrigali di Henrico Sagittario Allemanno / In Venetia MDCXI / Appresso Angelo Gardano, & Fratelli: esta fue la tarjeta de presentación de Heinrich (o Henrich, como él solía firmar) Schütz ante el mundo. Había llegado a Venecia dos años antes, en 1609, con viaje y estancia sufragados por el Landgrave de Hesse-Kassel, Moritz, «Prencipe e Signore mio clementissimo», que aparecería luego, claro está, como dedicatario de su opus 1. A este monarca amante de las artes debemos en buena medida la carrera musical de Schütz, ya que fue él quien insistió, primero, en que fuera a estudiar música a Kassel cuando no era más que un prometedor cantante adolescente y quien, después, venciendo la resistencia del joven músico, que ya había iniciado sus estudios de Derecho en la Universidad de Marburgo, y de sus padres, lo animó a viajar a Venecia para estudiar con un «muy afamado pero ya anciano músico y compositor», que no era otro que el gran Giovanni Gabrieli. No había mejor manera de demostrar la asimilación del estilo italiano por parte de un extranjero que publicar una colección de madrigales, el género que había hecho furor en Italia en la segunda mitad del siglo XVI y que aún mantenía viva su pujanza. A partir de textos épicos, líricos, pastorales, dramáticos e incluso morales o filosóficos, los compositores habían de demostrar que una música alambicada, escrita por regla general a cinco voces, era capaz de reflejar y traducir en sonidos los más sutiles y recónditos matices de sus versos.

«Henrico Sagittario» (la traducción al italiano de su nombre y apellido) se dio a conocer, por tanto, sin duda con el apoyo y las bendiciones de su maestro, como un músico «allemanno» capaz de componer madrigales en la mejor tradición de los más grandes cultivadores del género: Giaches de Wert, Luca Marenzio, Luzzasco Luzzaschi, Carlo Gesualdo o Claudio Monteverdi. En su dedicatoria, fechada el 1 de mayo de 1611, Schütz compara a su patrón, Moritz, con un mar y a él mismo con un modesto afluente que, gracias a su clemencia, habría de mezclarse con «esa gran ola que ilumina toda Italia, con un murmullo similar más que ningún otro al de la Armonía Celestial»«mescolarmi a quell'onda, che tutta l’Italia, con mormorio più d'ogni altro simile all’Armonia Celeste và illustrando».. Esa «gran ola» era, claro, «el famosísimo Gabrieli, que me ha hecho partícipe del oro de sus riberas, tan ricas en este tipo de estudios, que no pueden envidiar a buen seguro ni al Tajo ni al Pactolo»«il famosissimo Gabrieli, che m'ha fatto partecipe dell'oro delle sue sponde, si ricche in questa qualità di studij, che né al Tago, né al Pattolo inuidiar certo ponno»., el río en que se bañó el rey Midas para liberarse del don de convertir en oro todo cuanto tocaba y símbolo, por tanto, en la Antigüedad de aguas auríferas. Schütz concluía expresando su deseo de ensancharse para acabar un día desembocando en su mar «no como un riachuelo, sino como un Océano de devoción»«non come priuato fiume, mà come Oceano di deuotione».  y con un poema de su propia cosecha al que pondría música en el último madrigal de la colección, el único escrito en forma de diálogo entre dos bloques de cuatro voces cada uno, un guiño hacia la gran especialidad de su maestro Gabrieli, la escritura policoral:

Vasto MAR, en cuyo seno
forman suave armonía,
de Excelencia, y de Virtud, vientos concordes,
estas devotas palabras
te ofrece mi Musa.
Agrádente, Gran Mauricio, y de este modo
volverás armonioso el tosco cantoVasto MAR, nel cui seno / D’Altezza, e di Virtù, concordi venti, / Questi deuoti accenti / T’offre la Musa mia / Tu gran Mauritio lor gradisci, e in tanto / Farai di rozo armonioso’l canto»..

Tras cuatro años en Venecia, y apenas unos meses después de la muerte de su maestro, Schütz regresó a Kassel para trabajar al servicio de Moritz (el «Mauritio» de este poema laudatorio). Su talento no tardó en traspasar fronteras y fue llamado desde la corte de Dresde por el elector Johann Georg I de Sajonia. Allí acabaría desarrollándose enteramente su carrera profesional, que lo convirtió en el músico alemán más importante del siglo XVII («Seculi sui musicus excellentissimus», leemos en su lápida), con un lenguaje musical que sería deudor de sus enseñanzas venecianas hasta el fin de sus días, cuando en 1671, un año antes de su muerte, se publicó su música para el Salmo núm. 119, conocida como su Schwanengesang, su canto del cisne, escrita para ocho voces repartidas en dos coros, exactamente igual que el madrigal conclusivo de su opus 1 que había compuesto sesenta años antes. Su fama fue enorme y Elias Nathusius lo calificó ya en 1657, aún en vida del compositor, de «parentem nostræ musicæ modernæ». Aunque carecemos de pruebas fehacientes de que así fuera, Bach debió de conocer sus obras (publicó al menos quince colecciones de obras vocales), que se encontraban bien representadas en la biblioteca de la Thomasschule de Leipzig, a cuyo alcalde y concejo municipal había dedicado Schütz en 1648 su Geistliche Chor-Music. Carl Philipp Emanuel Bach poseía una copia de Heinrich Schützens Lebenslauf, el apéndice biográfico del compositor impreso en Dresde en 1672, el año de la muerte del músico, junto al sermón fúnebre redactado por Martin Geier, y cabe también especular con la posibilidad de que el libro formara parte originalmente de la biblioteca personal de su padre. Sería luego la reputación del propio Johann Sebastian Bach, aunque tardía, la que arrasaría en gran medida, cual avalancha, con la música alemana anterior a él. Fue su primer biógrafo en serio, Philipp Spitta, quien se dio cuenta de que, para comprender la figura de Bach, había que bucear en la música anterior a él, en sus raíces, y eso le hizo acometer, entre otras empresas pioneras, la edición de las obras completas para órgano de Dieterich Buxtehude y de la opera omnia del propio Heinrich Schütz, que culminó en 1894, el año de su muerte.

Desde entonces, la interpretación de la música de Schütz ha quedado en gran medida circunscrita al ámbito alemán y son raras las ocasiones en que pueden escucharse, por ejemplo, sus tres prodigiosas Pasiones (máxima expresividad con los mínimos medios), sus tres colecciones de Symphoniae Sacrae, sus Psalmen Davids, sus dos entregas de Kleine Geistliche Konzerte o sus Musikalische Exequien. Estas sonaron –la excepción que confirma la regla– hace ahora un año en el Auditorio Nacional de Madrid, interpretadas por Vox Luminis, y muchos debieron de preguntarse entonces cómo era posible que una música de semejante calidad no forme parte regularmente de la programación de iglesias y salas de concierto. Heinrich Schütz es uno de los grandes, pero la música alemana del siglo XVII, que él representa como nadie, vive aún agazapada a la espera de sonar en igualdad de condiciones con la compuesta el siglo siguiente, dominada por la figura ahora avasalladora de Johann Sebastian Bach.

Antes de las famosas tres bes (Bach, Beethoven, Brahms), símbolo de la moderna hegemonía musical germánica, el siglo XVII pudo alardear de contar con sus tres eses (Schütz, Schein y Scheidt). Los miembros de este otro triunvirato fueron coetáneos casi exactos y los dos primeros nacieron con apenas unos meses de diferencia. Les unió una amistad tan estrecha que, cuando Schütz fue a visitarlo en su lecho de muerte, Schein, antecesor directo de Bach en cuanto cantor de la Thomasschule de Leipzig, le pidió que compusiera para él un motete sobre el texto Das ist je gewisslich wahr (Es enteramente cierto), que sería luego incluido en la ya citada colección Geistliche Chor-Music. Los nombres de uno y otro acaban de volver a unirse en lo que tiene visos casi de milagro en un concierto que acaba de ofrecer en Madrid el grupo alemán Cantus Cölln: de Schütz han sonado ocho de sus dieciocho madrigales italianos, mientras que de Schein se han elegido tres piezas de su Fontana d’Israel (una colección de pequeños madrigales sacros con bajo continuo publicada también con el nombre de su traducción alemana, Israelis Brünnlein) y dos de sus Diletti pastorali, una suerte de equivalente madrigalesco de carácter profano. El programa del concierto se completaba con una rareza: Musikalische Kürbs-Hütte (literalmente, el refugio o la choza musical de las calabazas), una colección de doce canciones a tres voces de Heinrich Albert publicadas en 1645 en Königsberg, la ciudad en que se reunía, en la choza que da nombre a la obra que había en el jardín de la casa del compositor, un círculo literario que buscaba en el cultivo de la poesía un solaz espiritual a las penalidades y miserias de la Guerra de los Treinta Años. Albert era primo de Schütz y, probablemente, discípulo tanto de él como de Schein, por lo que nada parece más lógico y natural que unir sus tres nombres en un mismo programa.

Pocos disputarán a Konrad Junghänel su posición como uno de los más convencidos y persistentes defensores de este repertorio alemán del siglo XVII. Lleva difundiéndolo de manera incansable –en concierto y en disco– con su grupo Cantus Cölln desde la fundación de éste en 1987. Y lo ha hecho siempre al margen de las muy diversas modas interpretativas que han ido sucediéndose desde entonces, lo que en su caso quiere decir con una inquebrantable sobriedad y con la máxima economía de medios. A Madrid ha venido únicamente con cinco cantantes y con su laúd, los mínimos elementos imprescindibles para abordar el repertorio elegido (y el motivo por el que había de quedar necesariamente excluido Vasto mar, nel cui seno, el madrigal a ocho voces que corona su opus 1). Sorprendió de entrada que Junghänel optara por tocar el laúd en los madrigales de Schütz, cuya escritura y naturaleza demandan claramente una interpretación a cappella. Bien es cierto que, apenas audible en todo el concierto, el laúd nunca molestó, ni tampoco puede tildarse su utilización de sacrilegio, pero sí de absolutamente innecesaria. Junghänel grabó Il Primo Libro di Madrigali de Schütz en 1999, ha convivido con ellas con frecuencia y conoce las obras a la perfección. El principal problema de su versión es, como suele ser habitual, la pobre dicción italiana de sus cantantes. Cuando, después de años escuchando madrigales fundamentalmente a cantantes ingleses y alemanes, aterrizaron por fin en este repertorio los intérpretes autóctonos (Concerto Italiano, La Venexiana, La Compagnia del Madrigale), descubrimos unas obras que parecían nuevas, lustrosas, como desprovistas de una incómoda capa de barniz. Si el texto es siempre importante en la música vocal, en los madrigales es absolutamente crucial: su auténtica razón de ser. Los grupos de Rinaldo Alessandrini, Claudio Cavina o Giuseppe Maletto, entre otros, nos han mostrado que las consonantes, las vocales, la prosodia, también son música, y es esto justamente lo que faltó en las versiones de Cantus Cölln. De sus integrantes históricos sólo se mantienen Elisabeth Popien y Hans Jörg Mammel. La baja mejor cubierta, después de que, tras la retirada de Johanna Koslowsky, varias cantantes la hayan sustituido, ha sido la de la voz de primera soprano, un puesto que ahora ocupa la excelente Magdalene Harer; el tenor Mirko Ludwig y el bajo Markus Flaig hacen añorar, en cambio, a los antecesores en sus atriles, sobre todo a Wilfried Jochens y Stephan Schreckenberger.

Hecha la salvedad de la dicción manifiestamente mejorable, a Junghänel no se le pasa uno solo de los detalles que hacen de estos juveniles madrigales de Schütz auténticas obras maestras: la aparición en las voces graves del verso «la rimembranza misera e dolente», con sus acerbas disonancias, en el madrigal que abre la colección, O Primavera, gioventú de l’anno, a partir de un poema de Il pastor fido, de Battista Guarini; las audacias y los lacerantes manierismos armónicos de «In quest’ estrema mia dura partita», de Io moro, ecco ch’io moro, basado en un poema de Giambattista Marino; o, por no alargar en exceso la lista, los rápidos arabescos en semicorcheas sobre la palabra «Gioite», en Selve beate, de nuevo sobre un pasaje de Il pastor fido, la pastoral tan artificiosa como poéticamente brillante de Guarini que inflamó el estro de los mejores madrigalistas de finales del siglo XVI. Los detalles importantes no le pasan inadvertidos, efectivamente, pero Junghänel tampoco carga las tintas allí donde música y poesía permiten –o demandan– acentuar estos apuntes muchas veces fugaces y deslumbrantes de pintura textual, de lo que muchas veces se conoce, en un alarde tautológico, con el nombre de «madrigalismos». Su lectura es muy métrica, muy ordenada, con pocas aristas, excesivamente plana en madrigales que, como Feritevi, ferite, que cerró el concierto, son un auténtico prodigio rítmico: no en vano su texto parte del poema «Guerra di baci», tan rico en oxímoros, de Giambattista Marino. Y las armonías en las voces graves tendían a quedar muchas veces tapadas por las agudas, como sucedió en «O se’ pur tigre, anzi pur selce, ahì lasso», en el extraordinario D’orrida selce alpina (el poema es en este caso de Alessandro Alighieri). Junghänel, un gran amigo de la contención expresiva que mantiene su aspecto y su peinado (una media melena a lo Colón) inalterables desde hace décadas, traduce, en suma, las obras con exactitud, pero con escaso vuelo poético, sin apenas atisbos de lo que podemos imaginar que era el ímpetu del joven Schütz, imbuido del expansivo espíritu veneciano, deseoso de ser mar, no riachuelo, y espoleado por el rebuscamiento de las imágenes de los versos que decidió verter en música para presentar sus credenciales como compositor.

A su lado, las páginas de Schein y, sobre todo, de Albert, sonaron infinitamente más convencionales. Las del segundo son doce breves y sencillas piezas a tan solo tres voces, en buena medida homofónicas, y en las que prima su propósito moralizante («sterben» [«morir»] debe de ser la palabra más repetida en los poemas de Albert) sobre su audacia musical. La más lograda es, sin duda, la quinta de la colección, Wenn der rauhe Herbst: «Cuando llega el áspero otoño, / me desprendo y debo marchitarme. / Si tu destino te está determinado, / entonces, hombre desdichado, has de morir». En ellas, como en Schein, y al contrario que en Schütz, sí que tiene sentido y está más que justificada la incorporación del laúd, ya que ambas partituras incluyen claramente el bajo cifrado de la parte de continuo.

De lo escrito hasta aquí puede deducirse fácilmente que la música escuchada en este concierto dependía enteramente de sus textos. De hecho, podría decirse que estos últimos, bien por su contenido poético (Schütz), bien por su contenido religioso y edificante (Schein, Albert), eran lo verdaderamente trascendente. La música se ajusta a ellos como la piel a la carne, por lo que la experiencia de la escucha se ve irremediablemente empobrecida si no se entiende lo que está cantándose. Resulta difícil comprender cómo, en un programa de estas características, no se ofrecieron al público los textos cantados y sus traducciones. No se trataba de un programa fácil y, aunque la sala estaba al comienzo a rebosar (el concierto inauguraba el ciclo Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical y, al ofertarse el abono del ciclo completo, pueden correrse riesgos mayores a la hora de programar algunos de los conciertos), hubo varias deserciones en el intermedio y durante la segunda parte. Escuchar estas piezas como música abstracta, como una serie de consonancias y disonancias, es desvirtuar por completo su esencia y supone pedir demasiado a un público que no tiene la más mínima familiaridad con este repertorio. Todas las notas, desde la primera hasta la última, están al servicio de un texto previo e ignorar el contenido de éste equivale a convertir la música en meros sonidos. Ya se escribió aquí hace unos meses al hilo de un caso similar cuando Anna Caterina Antonacci interpretó el Combattimento di Tancredi e Clorinda de Monteverdi. Tampoco entonces –incomprensiblemente– se repartió entre los asistentes al concierto el texto de Tasso y su traducción, por lo que quienes no conocieran la obra, y la historia que en ella se dilucida, debieron de quedarse literalmente in albis. Entonces aún podría replicarse con la atenuante de que había un solo cantante y que –lo que no es cierto en la mayoría de los casos– los españoles pueden entender vagamente el italiano (y menos aún el de Tasso, desde luego). Pero, ¿cómo comprender el italiano alambicado, y repartido no simultáneamente entre las cinco voces, de los madrigales de Schütz? ¿Y qué decir del alemán barroco de las piezas de Schein y Albert? No puede programarse y hacer proselitismo de esta música sin ofrecer sus textos al público, bien en la sala, bien –como a veces se ha hecho desde que la crisis empezó a apretar– colgándolos en Internet para que quienes estén interesados puedan descargárselos antes del concierto. Si no, por buenas que fueran las intenciones, de poco sirve el esfuerzo de apostar por un repertorio infrecuente y buscar a los intérpretes más idóneos. Igual que el cine de Tarkovski o Kurosawa demanda subtítulos, esta música pide a gritos que sus textos sean comprendidos.

Porque, y éste será el último ejemplo, ¿cómo entender los repentinos silencios de la música cuando, en el extraordinario madrigal sacro Da Jacob vollendet hatte, de Schein, la música se puebla de misteriosos silencios sobre la palabra «verschied» («expiró»)? ¿O cuando, más adelante, Schein reitera sucesivamente pequeñas oscilaciones de un semitono, con las consiguientes disonancias, mientras las tres voces más agudas y las tres más graves dialogan casi sucesivamente al cantar «und weinet» («y llora») para luego remansarse en valores largos en el «und küsset ihn» («y lo besa») conclusivo? El texto procede del capítulo 50 del Génesis, cuando Jacob muere y su hijo José cae sobre el rostro de su padre, besándolo entre lágrimas. Pero, ¿cuántos asistentes al concierto lo sabían, cuántos oyeron la pieza comprendiendo su texto, inesquivable para poder comprender la música?

Fuera de programa, sin anunciarla previamente, Cantus Cölln ofreció la pieza quizá mejor interpretada del concierto, el motete Fürchte dich nicht (No temas), de Johann Christoph Bach, a quien su sobrino Johann Sebastian califica en su Origen de la familia musical de los Bach como «un compositor profundo» («einen profonden Componisten»). Aquí sí que escuchamos, por fin, al mejor Junghänel, con una interpretación equilibrada y emotiva de esta música magistral, en la que se lució la soprano Magdalene Herer al cantar, a la manera de cantus firmus, el himno «O Jesu, du mein Hilf» («Oh, Jesús, tú, mi ayuda»), de Johann Rist, sobre el intrincado contrapunto que tejen las cuatro voces restantes en torno a otra cita bíblica: «Du bist mein. Wahrlich, ich sage dir: Heute wirst du mit mir im Paradies sein» («Eres mío. En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso»). ¡Qué lejos habíamos llegado después de la oda profana a la primavera de Heinrich Schütz que había inaugurado el concierto! Pero el círculo se cerraba también, quizá sin pretenderlo el propio Junghänel, bajo el signo de Sagitario. Schütz lo era por su nombre (recordemos: «Henrico Sagittario»), pero Johann Christoph Bach lo era por nacimiento, ya que fue bautizado en Arnstadt el 8 de diciembre de 1642.

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Ficha técnica

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