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Alain Resnais en el Cine Doré

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Al principio de Hiroshima mon amour, el personaje de Eiji Okada le dice al de Emmanuelle Riva que la ve como a «mil mujeres diferentes en una». Es una hermosa hipérbole, pero sin exagerar en nada podría decirse que el director, Alain Resnais, fue una docena de cineastas en uno. Tuvo el tiempo a su favor. Desde finales de los años cuarenta hasta su muerte en 2014 gozó de una carrera larga e ininterrumpida, que le permitió investigar cuanto formato quiso, planteando en cada rodaje un problema específico, una solución imaginaria diferente. Pero, sin duda, la diversidad también formaba parte de su carácter. Cuando se cumple un año de su muerte, la generosa retrospectiva de la Filmoteca Nacional en el Cine Doré nos permite apreciar las muchas facetas de su obra, que no sólo mutó constantemente, sino que mantuvo un fecundo contacto con la plástica, la literatura, la música y el teatro.

Los vasos comunicantes están presentes desde los comienzos, como atestiguan los tres cortometrajes de Resnais dedicados a pintores, que aquí se exhiben en la misma función que el famoso Nuit et Brouillard y otros dos que merecerían serlo. El director definiría su primer corto, Van Gogh, como «una tentativa de contar la vida imaginaria de un pintor a través de su pintura», pero lo interesante es que la plástica misma se cuela en el lenguaje cinematográfico: sin más apoyo que una voz narrativa y una enérgica partitura, la cámara se limita a mostrar los cuadros conocidos del artista, ilustrando el relato de la biografía por medio de planos y contraplanos, yuxtaposiciones y detalles enfocados con un zoom que crea la ilusión de movimiento. En Gauguin utiliza la misma técnica, con el agregado de unos pasajes muy bien seleccionados de la correspondencia y los diarios del pintor, para componer una figura fragmentaria, inmediata y algo difusa. Resnais era consciente, sin embargo, de que las imágenes, rodadas en blanco y negro, estaban «condenadas al fracaso», pero, incluso si hoy no funcionan como documentos pictóricos, perduran como piezas de ensayos narrativos muy originales.

En Guernica, un «documental» sobre el bombardeo de la ciudad concebido a partir del cuadro de Picasso, no es menor su indefinición. No hay, como esperaríamos, imágenes de archivo, elucidación histórica de fondo, ni testimonios de supervivientes. Tampoco, por cierto, documentos. Lo único que se aporta para iluminar la tragedia son «las pinturas, dibujos y esculturas que Picasso ejecutó de 1902 a 1949», muchos de ellos sin relación alguna con Guernica: el cuadro homónimo aparece sólo al final y en fragmentos. La pintura se complementa con un texto lírico de Paul Éluard («pobres rostros sacrificados, vuestros nombres servirán de ejemplo», etc.), de manera que, con un mínimo de materiales, se crea un máximo de ecos simbólicos. Al fin y al cabo, este Guernica se procesa como una elegía audiovisual sui generis, más dedicada a los muertos que al espectador deseoso de información.

Cómo situarse ante el dolor de los demás era un problema ético-estético que, sin duda, preocupaba al joven Resnais. En este sentido, Nuit et Brouillard, uno de los documentales de referencia sobre los campos nazis, fue su desafío máximo. Su gramática visual –el presente en color, el pasado en blanco y negro, el material de archivo contrastado con el nuevo– se ha difundido tanto que es difícil apreciar el impacto de originalidad que debe de haber causado en su momento, pero si algo sigue llamando la atención es la certeza de la mirada. Del mismo modo que no desvía la cámara al recuperar imágenes de archivo, Resnais pone especial énfasis en que la deshumanización de los campos aflore a través de objetos, incluso de los humanos reducidos a cosas. Una de las tomas más tétricas del documental se detiene simplemente en unas alfombras: las alfombras están fabricadas con cabelleras de mujeres. En Van Gogh se decía que el pintor «mira los seres y los objetos con el mismo amor»; aquí se mira a seres y objetos con la misma atención implacable, hasta el punto de que el campo se revela, no sólo como un repositorio de sufrimientos, sino como un dispositivo terrible. Pasar de Nuit et Brouillard a Toute la mémoire du monde, un documental sobre la Biblioteca Nacional de Francia, es, en muchos sentidos, un alivio, pero aun en el supuestamente inofensivo repositorio del saber Resnais detecta algo atroz: los cientos de kilómetros de estantes, los ascensores, los carritos y las toneladas de papel –parece decir– no son humanos.

Si estos cortos hoy forman parte de la historia del cine, en su momento le valieron a Resnais renombre y premios internacionales: sólo Van Gogh obtuvo el premio de la Bienal de Venecia en 1948 y el Oscar al mejor cortometraje en 1950. Por difícil que sea exagerar su importancia, sin embargo, conviene no dejarse llevar por fórmulas resultonas, como la de Jean-Luc Godard, quien escribió en Cahiers du cinéma que, si el formato cortometraje no hubiera existido, Resnais lo habría inventado. Suena a una de las características afectaciones nebulosas de Godard. Resnais, en cambio, solía dar lecciones de sencillez, combinada con exactitud histórica. Cuando le preguntaron, en una entrevista de 1963, si se consideraba un innovador, contestó que tenía «la sensación de trabajar en una tradición»; y cuando el mismo entrevistador lo situó a la cabeza en el ámbito de los documentales sociales, le recordó el ejemplo de Paris 1900, de Nicole Védrès. Resnais era, por lo demás, un artista reacio al excepcionalismo artístico, tendente a hablar del lado práctico del oficio y devoto del trabajo en colaboración. Le incomodaba el mote de auteur, tan de moda en los años sesenta, y prefirió siempre llamarse y firmar sus películas como realisateur (director); si lo apuraban, hasta reivindicaba «montajista».

Estas cuestiones, que pueden parecer de detalle, ayudan a comprender la génesis de Hiroshima, mon amour, el primer largometraje de ficción que estrenó comercialmente (antes rodó otro, que no llegó a las salas y luego se destruyó) y, sin duda, su película más famosa. Por un lado, Hiroshima se imbrica con su labor de documentalista, pero es también una prueba de cómo, en el cine, el azar puede esconderse incluso detrás de las obras maestras. En sus palabras, la película comenzó como lo haría «la peor superproducción internacional». Debido a unas divisas procedentes de Japón, que obligaban a los productores a buscar un elemento japonés y otro francés, le encargaron un documental sobre la bomba atómica. No era fácil, sin embargo, hallar un formato satisfactorio. Y no sólo estuvo a punto de cancelarse la idea, sino que Resnais llegó a sugerir que, en vez de financiar otro documental más sobre el tema, se invirtiera el dinero en difundir los ya existentes que aún no se conocían en Francia.

Tras dimes y diretes, se pensó en llamar a Françoise Sagan para que colaborara con el guión, pero quien salvó el día fue Marguerite Duras, cuya novela Moderato cantabile Resnais fantaseaba con filmar en 16 milímetros (nunca lo concretó, aunque sí lo hizo Peter Brook, en 1960). Duras aportó no sólo el componente ficticio, sino el marco en que reflexionar sobre la imposibilidad de rodar una película sobre la bomba atómica, que era aquello que realmente estaba en juego, cifrando la impotencia del arte en el mantra del comienzo, cuando la mujer francesa repite: «Lo he visto todo en Hiroshima», y su amante japonés le responde: «No has visto nada en Hiroshima». El trabajo con Duras, una vez concluido, consolidó a Resnais como miembro del Nouveau Cinéma, un grupo que se distinguía de la más famosa nouvelle vague, al tiempo que, como ésta, se aliaba con el nouveau roman. Las rencillas nominalistas no tienen gran importancia, pero lo cierto es que, en su siguiente proyecto, Resnais unió fuerzas con el pope del nouveau roman, Alain Robbe-Grillet.

De ello surgió una de las películas más sugestivas y desconcertantes de los años sesenta: L’Année dernière à Marienbad. Obra maestra para algunos, tostón intelectualoide para otros, merece la pena verse en la gran pantalla por su inmensa fuerza visual, que registra, en un blanco y negro resaltado, los magníficos jardines franceses del castillo de Schleissheim, en Alemania, y los interiores suntuosos de otros dos palacios barrocos. De qué va la historia es otro tema: por decirlo a grandísimos rasgos, que son los que ofrece el guión, un hombre se reencuentra con una mujer al año de tener un romance con ella en Marienbad, aunque ella no recuerda haberlo visto en su vida. O al menos eso dice. O al menos por momentos. Hay también un jugador empedernido que nunca pierde, imágenes de cúpulas a medio iluminar y lentos travellings por corredores de mármol que, por mera reiteración, conducen al asombro metafísico. ¿De veras eso existe? ¿En qué plano de realidad están los personajes? Resnais, fiel al espíritu de la época, dijo que la versión de cada espectador era igual de válida que la suya, pero, dadas las ideas de Robbe-Grillet, lo más prudente es acatar una de las frases finales de la película, que habla de «superficies sin misterio». L’Année dernière à Marienbad me parece, en este sentido, un gran ejercicio de estilo, al que se le ha extirpado el núcleo del hombre.

Por ese lado se llega con facilidad al manierismo, pero Resnais dio a continuación un giro hacia un cine de temática social, por llamarlo de alguna manera, que recapitulaba muchos de los intereses de sus cortos, como el colonialismo y la guerra civil española. De estas películas pueden verse en la actual retrospectiva dos: Muriel ou le temps d’un retour y La guerre est finie, con guiones firmados, respetivamente, por escritores de fuste como Jean Cayrol y Jorge Semprún. Aunque la segunda será especialmente interesante para el público español, hay que decir que ninguna de ellas ha envejecido muy bien. Ambas han envejecido, de hecho, como suelen hacerlo los productos de época, dejando constancia de una realidad histórica, pero sin captar la frecuencia más alta de su imaginario, como sí lo hacían Hiroshima y Marienbad. La guerre est finie tiene la gracia de mostrar a Yves Montand en el papel de un revolucionario español que habla con acentazo francés, pero poco hay de memorable en sus planos estáticos, sus debates ideológicos y su mezcla titubeante de erotismo y política. Este Resnais social, confieso, es el que menos me convence, probablemente porque es el que más someramente retrata, no sólo a la sociedad, sino a los individuos que la componen.

Para ver una microsociedad trenzada en un conflicto irresoluble, pocos ejemplos son mejores que Mélo, una película filmada dos décadas más tarde, aunque ambientada tres antes. Resnais, que se interna en lo que podríamos llamar su fase teatral, adapta aquí una pieza de Henri Bernstein de 1929, y lo hace con toda la artificiosidad propia del drama de bulevar: los decorados son expresamente postizos, la paleta de colores intensa, las interpretaciones meticulosamente exageradas. Abreviación de «melodrama», el título hace referencia a un triángulo amoroso en el que un hombre seduce a la mujer de su amigo, con resultados desastrosos para los tres. Pero el juego creativo con las convenciones provoca resultados magníficos ante el espectador, en particular cuando toma la palabra la estupenda Sabine Azéma, la compañera sentimental de Resnais a partir de La vie est un roman (1983, no incluida en la retrospectiva) y una intérprete central en cada uno de sus largometrajes posteriores, con excepción de I Want to Go Home, el necesario proyecto fallido. Imagino que Azéma, una actriz llena de vivacidad, carisma y picardía, hubiera levantado el nivel de este homenaje a la bande dessinée, pero el problema cala más hondo. Famoso por su dirección de actores, con los que a menudo jugaba en el filo del efectismo irónico, Resnais trabaja en este caso con un guión escrito en su mayor parte en inglés, y la interpretación derrapa constantemente de tono. Si alguien quiere ver al altisonante Adolph Green haciendo de paleto estadounidense perdido en París, o, lo que es aún más ridículo, a Gérard Depardieu en la piel de un profesor de literatura aristocrático (con la melenita de siempre), se la recomiendo, pero, puesto a elegir, me reservaría el tiempo para alguna de las cuatro películas posteriores que propone el Doré.

La retrospectiva, cabe notar, se inclina sensiblemente hacia el período tardío de Resnais, una época que, en un hombre que siguió filmando hasta los noventa y un años, arranca más o menos a los sesenta. Es un acierto. Habrá quien eche en falta Stavisky (1974, su única colaboración con Jean-Paul Belmondo) o Mon oncle d’Amérique (1980), pero ha de agradecerse la oportunidad de ver varias colaboraciones del director con los actores que, a partir de los años ochenta, se convirtieron en una especie de compañía estable, siguiendo un modelo casi teatral. A Azéma debemos agregar a André Dussollier y Pierre Arditi, un trío de oro que brillaba especialmente en Mélo, pero que reaparece Coeurs y On connaît la chanson. Y, un poco después, a la actriz y escritora Agnès Jaoui, de cuya pluma salió precisamente esta última. Jaoui interpreta en ella a una doctoranda cuyo tema de tesis es «Los caballeros campesinos del año mil en el lago de Paladru», pero la historia no sólo es memorable por detalles, sino por el hecho de que los personajes expresan sus sentimientos casi únicamente a través del cancionero popular francés. Si «on connaît la chanson» equivale a «siempre el mismo cantar», hace falta un gran director para notar que lo interesante es la insistencia. Al menos desde Hiroshima, Resnais sabía que en los lugares comunes de una cultura se dan cita la emoción personal y la memoria colectiva, pero en esta obra encuentra un vehículo ideal, e idealmente ligero, para demostrarlo.

Quizá no son muchos los cineastas que ganan ligereza con la edad. La norma, me da la impresión, tiende a refrendar a un Godard, que últimamente parecería sepultado en vida por sus propias elucubraciones. En la década final de Resnais, en cambio, destacan las comedias. Es una pena, en este sentido, que el Doré no haya encontrado sitio para Smoking / No Smoking (1993), su fabuloso díptico basado en piezas del dramaturgo inglés Alan Ayckbourn; y no se perdería gran cosa, intuyo, si el sitio se hubiera hecho quitando Les Herbes Folles, un capricho no redimido ni tan siquiera por la interpretación de Azéma. En cualquier caso, como perla de esta retrospectiva, nada parece más oportuno que la proyección de la última obra del director, Aimer, boire et chanter, hasta ahora no distribuida en España. De nuevo, es una adaptación de una pieza ligera de Ayckbourn, pero con esa ligereza la historia asciende hacia cuestiones como la pareja, el envejecimiento, la enfermedad y la muerte, al tiempo que describe los últimos meses de un hombre fuera de lo común, al que nunca vemos. Temas universales, sin duda. ¿Tal vez una tácita despedida? Encargándonos la interpretación, Alain Resnais murió una semana antes del estreno.

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