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Regreso al Castillo de la Paz (I)

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El nuevo TivoliVredenburg

En verano, también la música huye de las grandes ciudades y encuentra refugio en otros lugares. Los escenarios habituales echan el cierre por vacaciones y otros abren las puertas en su lugar, a menudo adoptando formatos que serían en gran medida inviables durante el resto del año. Los festivales tienen sus propias reglas y la principal es quizá la concentración de una oferta de conciertos muy generosa en un período de tiempo forzosamente reducido. Por eso requieren un público dispuesto a cambiar asimismo sus hábitos a fin de poder conformar una demanda en consonancia con esa oferta. En muchos casos ya no se trata sólo de asistir a un concierto todos los días, sino de hacerlo incluso varias veces durante un mismo día, dejando cualesquiera obligaciones a un lado y concentrándose en disfrutar de algo a lo que durante el resto del año resulta imposible tener acceso. Esta excepcionalidad se acentúa todavía más cuando, como sucede desde hace ya treinta y tres años en Utrecht, se trata de un festival especializado, en este caso en la música antigua, que es, con mucho, la menos frecuentada en las programaciones de nuestros auditorios y salas de concierto, a pesar de que, en términos cuantitativos, supera con mucho al repertorio –de mediados del siglo XVIII a comienzos del siglo XX– que sigue constituyendo la dieta a menudo repetida y poco imaginativa de nuestra oferta musical habitual.

Desde su fundación, el Festival de Música Antigua de Utrecht lleva ejerciendo de escaparate de excepción de las muy cambiantes tendencias –aun décadas después de iniciada la revolución historicista, que abogaba por interpretar cada obra tal y como debió de hacerse en el momento de su nacimiento– en la recreación del repertorio que sin duda brinda un margen de maniobra más amplio a la hora de verterlo en sonidos: por el enorme lapso temporal que abarca, por el gran número de obras que no conocemos o que no ocupan aún el lugar que merecerían dentro del canon, y por la inevitable lejanía respecto de las fuentes y las prácticas interpretativas originales, lo que suele traducirse en un territorio fértil para la experimentación. El de Utrecht es uno de esos pocos festivales –rara avis– en los que continúa primando con mucho la música sobre los intérpretes, donde el deseo de escuchar una obra desconocida arrincona por completo al afán de ver y ser visto, por lo que cualquier atisbo de glamour queda irremediablemente aparcado: con una oferta musical apabullante concentrada a lo largo de diez días, Utrecht ofrece al visitante toda la música que sea capaz de asimilar y digerir. Sin necesidad de tener que recurrir al don de la bilocación, es posible escuchar cada día, desde las once de la mañana hasta la medianoche, no menos de seis o siete conciertos diferentes, por lo común de una hora de duración, excepto el plato fuerte de cada día, a las ocho de la tarde, que se asemeja en su formato a los conciertos habituales, con dos partes e intermedio. En un mismo día pueden llegar a acumularse hasta veinte propuestas, muchas de ellas simultáneas, y varias gratuitas, como todas las que se celebran en el marco del Fringe (un nombre que nació en el Festival de Edimburgo y que ha acabado haciendo fortuna en todo el mundo), protagonizados por estudiantes o por músicos en el comienzo de sus carreras profesionales. La perfecta organización recae en buena medida sobre un equipo de voluntarios que trabaja incansable y gratuitamente a cambio sólo de poder escuchar ellos también los conciertos. Y el trasiego de claves, órganos, estrados, tarimas o sillas –antes y después de los conciertos– es constante, por más que el público apenas repare en ello.

El principal centro de operaciones del Festival hasta 2006 fue el Vredenburg, un auditorio que se levanta a pocos metros del lugar en que Carlos V erigió en 1529 una fortaleza o «castillo de la paz» (eso significa en holandés Vredenburg), que toma su nombre del tratado de paz que firmó Carlos el año anterior en Gorcum con el duque de Güeldres. Pero nunca fue tal, sino un bastión desde el que defender y atacar a los rebeldes. Los habitantes de Utrecht siempre tomaron aquel baluarte imperial como un intruso, como una afrenta a su soberanía e independencia y no cejaron hasta demolerlo en 1581 (con heroína legendaria incluida: Catrijn van Leemput). Mucho tiempo después, a finales de los años setenta del pasado siglo, se construyó en ese solar un auditorio que se convirtió en el centro de la vida musical de Utrecht. En 2006 se cerró para ser sometido a un proceso de renovación y ampliación que acaba de concluir este mismo año con la inauguración del TivoliVredenburg (el Tivoli era la otra gran sala musical de Utrecht, que cerró definitivamente sus puertas en mayo de este año). Durante este período de metamorfosis, las funciones del Vredenburg quedaron repartidas por las distintas iglesias del centro de Utrecht, todas ellas extraordinarios edificios históricos, con un marcado contraste entre la desnuda sobriedad de las seis luteranas y la riqueza ornamental de las tres católicas. Para poder disponer de un aforo mayor, se levantó en las afueras de la ciudad, en el medio de ninguna parte, una suerte de auditorio temporal prefabricado en forma de cubo, «un auditorio de Ikea», como lo bautizó con tanta sorna como acierto el violagambista Rodney Prada. Ahora el exilio ha terminado y lo más llamativo es que la antigua sala grande del viejo Vredenburg continúa tal cual, anclada en el tiempo, con su excelente acústica de siempre (en ella se han grabado numerosos discos), milagrosamente ajena al frenesí constructivo que se ha desarrollado a su vera. Lo que decidió hacerse, en vez de demoler todo por las bravas, como es tan habitual en nuestro país, fue envolver el antiguo edificio con una moderna estructura que ha permitido ampliar con mucho sus posibilidades gracias a la construcción de varias salas nuevas, como la que recibe el nombre de Hertz, que se ha convertido –por acústica y por estética– en una de las mejores salas europeas para la interpretación de música de cámara. Desde ese sexto piso se divisa, además, a la perfección todo el prodigioso centro histórico de Utrecht.

La anterior mención a Carlos V y a los orígenes históricos del Vredenburg no es baladí, porque la presente edición del Festival de Música Antigua de Utrecht se dedica precisamente a los Habsburgo, si bien con un enfoque claramente escorado hacia los dominios del imperio en Europa Central, y en concreto con el énfasis puesto en la música interpretada, y auspiciada por ellos, en sus cortes de Viena y Praga (Rodolfo II, el hijo de Maximiliano II, fue quien decidió, en 1583, trasladar la capital imperial de la primera a la segunda), aunque bien podría haberse añadido también Innsbruck. De la larga lista de compositores que trabajaron para los Habsburgo, cinco son objeto de atención preeminente y figuran de forma destacada en el libro-programa del festival, una publicación de más de cuatrocientas páginas: Heinrich Isaac, Philippe de Monte, Heinrich Ignaz Franz von Biber, Johann Joseph Fux y Jan Dismas Zelenka. Los cinco son grandes compositores, pero no grandísimos, aunque es justo reconocer que de al menos tres de ellos (Isaac, Biber y Zelenka) hemos podido escuchar obras maestras incontestables. Pero esta ha sido la excepción y no la regla. Y es justamente por aquí por donde asoma la principal objeción global que podría plantearse a la programación de esta edición: la insistencia excesiva en nombres secundarios y la frecuente ausencia de obras de mucho peso. Desvelar lo desconocido, o apenas conocido, es siempre interesante y revelador, y ese debe ser uno de los cometidos principales de un festival. Pero hacerlo de manera casi excluyente puede resultar excesivo, más aún cuando se han dejado importantes parcelas por explorar, como la de los Habsburgo españoles, a cuyo servicio trabajaron genios como Antonio de Cabezón o Nicolas Gombert, por citar sólo dos compositores –uno de música instrumental y otro de música vocal– incomprensiblemente ausentes estos días en Utrecht, exceptuado un motete y una chanson –colosales, eso sí: In patientia vestra Mille regretz– de Gombert interpretados por el Ensemble Clement Janequin y Stile Antico, respectivamente.

Este modus operandi empezó a manifestarse desde el mismo concierto inaugural, integrado por obras de los citados Fux y Zelenka, además del apenas frecuentado František Antonín T?ma, cuyo Stabat Mater debió de constituir una absoluta primicia para la gran mayoría de los asistentes. Pero en la velada se rompió, eso sí, la maldición de los últimos años, en los que, bien fuera por la muy conflictiva acústica de la catedral, bien por una elección discutible o poco afortunada del repertorio y/o los intérpretes, el festival había echado a andar de manera un tanto gris y anodina. El Collegium Vocale 1704 se había ganado el privilegio de la inauguración de este año gracias a su espléndida participación en la edición de 2012. Como entonces, ha vuelto a quedar de manifiesto la altísima calidad de la música de Zelenka, un discípulo de Fux, como también lo fue T?ma, lo que confería una especial congruencia al programa. Si hace dos años escuchamos la excelente Missa Omnium Sanctorum de Zelenka, este año ha sido su Missa Divi Xaverii, otra perfecta desconocida plagada de momentos extraordinarios: la doble fuga del segundo Kyrie, el dúo para soprano y contralto con dos flautas obbligati del «Domine Deus» en el Gloria, la fuga de «cum Sancto Spiritu» sobre un sujeto de fuga de extrema originalidad, la fuga final sobre «dona nobis pacem» o el Benedictus, un aria para soprano con violín y oboe obbligati que habría firmado con gusto el propio Bach, un casi exacto contemporáneo del bohemio. Al contrario que la mayoría de sus contemporáneos, Zelenka es muy poco dado al exceso, no escribe notas prescindibles y no cesa de sorprendernos con una inventiva heterodoxa e inagotable.

Concierto inaugural con el Collegium 1704. Fotografía: Foppe SchutMucho menor era el interés de las obras de Fux (un famosísimo teórico gracias a su tratado Gradus ad parnassum, pero cuya música se interpreta muy raramente) y T?ma. Del primero sonó un Te Deum compuesto para la coronación de Carlos VI como rey de Bohemia en 1723. Situado al comienzo del programa, suponía un guiño celebratorio inequívoco al regreso del Festival al «Castillo de la Paz» después de siete años de alejamiento forzoso. De carácter mucho más intimista, como no podía ser de otra manera dada la naturaleza del texto, es el Stabat Mater de T?ma, del que quedaron en el recuerdo sus acerbas disonancias en «poenas mecum divide», un original tratamiento de «Eja mater, fons amoris» para contralto y trombón obbligato o el tratamiento coral a cappella de «Quando corpus morietur», de nuevo fuertemente disonante antes de la fuga conclusiva.

Václav Luks, hiperactivo y en constante agitación, ejerce de abogado incansable de estas músicas. Ocultos en el muy desconocido mundo de la música antigua en la República Checa, los instrumentistas y cantantes de su Collegium 1704 parecían imbuidos de su entusiasmo al servicio de una causa que pide a gritos buenos y convencidos defensores. Los primeros tocan sin complejos, con un sonido lleno y personal, un escalón por encima de un coro muy disciplinado pero sin la calidad de algunos de los escuchados aquí estos días. Lo menos convincente fueron las intervenciones solistas, con cantantes procedentes del propio coro a excepción de Hana Blažiková, una soprano de prestigio internacional y que se rifan todos los grandes directores del repertorio vocal barroco.

Ella volvió a ser la principal protagonista de la segunda aparición del conjunto instrumental checo, tres días después, para ofrecer otra absoluta rareza: el oratorio San Giovanni Nepomuceno, de Antonio Caldara. Sin coro, aquí todo el peso recaía sobre los solistas y se acentuaron aún más las carencias de todos ellos, con voces pequeñas y no siempre dotadas de la técnica necesaria para hacer frente a la exigente escritura del compositor veneciano. Blažiková, quizá cansada o reservando fuerzas por tener que cantar nada menos que cuatro conciertos en estos primeros días (con repertorios muy diferentes, del medieval al barroco), quizá falta de la suficiente preparación, quizá por no ser el tipo de escritura ideal para su voz, no tuvo tampoco su mejor noche en su encarnación de la reina Juana de Baviera, aunque los momentos vocales más destacados los protagonizó ella, como el aria final de la primera parte, uno de esos característicos duelos en que debe competir en agilidad y lucimiento con una trompeta obbligato. También la propia música sonó desigual, si bien Caldara sabe reservar lo mejor de su inventiva para el momento clave del oratorio: aquél en que el rey Wenceslao IV decreta la tortura y ejecución del confesor de su mujer, el mártir que da título a la obra, por negarse a revelarle los secretos de su confesión (la cree culpable de adulterio), así como el aria previa a su muerte. Luks, efervescente, parecía empeñado de nuevo en dirigir casi cada nota, cada semicorchea de la coloratura de los solistas, y fue otra vez su entusiasmo el que compensó las carencias de una interpretación en la que su grupo instrumental volvió a dejar una excelente impresión, mejorada aún más en el que sería su mejor concierto, esta vez camerístico, con páginas de Antonín Riechanauer, Giuseppe Antonio Brescianello, Johann Georg Orschler y, cómo no, Jan Dismas Zelenka, del que escuchamos dos sonatas de portentosa inventiva. A pesar de sus exigencias técnicas, todos los solistas salieron airosos, con mención especial para las dos oboístas (Xenia Löffler y Katharina Andres) y la concertino del grupo, Helena Zemanová. Jane Gower bastante hizo con dar todas las notas escritas por Zelenka para las partes de fagot, de un virtuosismo desaforado, muy reveladoras de la imaginación sin trabas y la heterodoxia natural del compositor bohemio. Esta vez desde el clave, Václav Luks se encargó de que todas las versiones se imbuyeran de lo que parecen también –quizá proceda de ahí la atracción por la música de su compatriota– un brío y una vitalidad virtualmente incontenibles.

Paul Van Nevel fundó su Huelgas Ensemble en 1971 y la suya es, sin duda, una de las grandes personalidades indiscutibles de la música antigua. Durante estas más de cuatro décadas ha sabido moldear a un grupo a su imagen y semejanza, al que gusta de hacer cantar con un extremo preciosismo sonoro, pero que dirige con mano de hierro (es imposible no percibir que sus músicos cantan, de algún modo, atemorizados por su mirada y por el diapasón que empuña en su mano derecha para dirigirlos). En sus tres conciertos del pasado año no nos ofrecieron su mejor versión. El sábado, 30 de agosto, más descansados, y probablemente con más ensayos, debieron, sin embargo, de hacer felices a sus incondicionales. En programa, obras de un solo compositor, Jacob Handl (o Jacobus Gallus en su versión latina, más habitual en las publicaciones de su época). Van Nevel, cual si de un jugador de ajedrez se tratase, no dejó de mover la ubicación de sus cantantes por el escenario, una forma de añadir variedad a un programa que, como siempre en el director flamenco, parecía confeccionado con tiralíneas. Ocho de sus doce cantantes, por ejemplo, formaron un círculo en Quid ploras mulier en torno a los cuatro restantes, sentados en el centro para cantar los finales en eco. En O veneranda Trinitas, tres sopranos cantaron al unísono desde lo alto, en una galería, con cuatro cantantes masculinos en el escenario. En Homo quídam, que contiene una auténtica música minimalista avant la lettre, fueron los dos bajos los que se sentaron en el centro y, a mitad de la pieza, las cuatro sopranos empezaron a andar lenta y acompasadamente, formando círculos a su alrededor. Todos los desplazamientos entre pieza y pieza fueron ejecutados por los cantantes con idéntica precisión que sus propias interpretaciones, comandadas con criterio inflexible y mirada inquisitiva por su director, cuyo férreo control sobre el resultado final elimina de raíz cualquier margen para lo inesperado, aunque la perfección en la afinación, la exquisita atención por la dicción (tan de agradecer), o lo que se percibe como un claro deleite en las consonancias finales, compensaron con creces en esta ocasión ese aire de predecibilidad. No es fácil destacar momentos puntuales de un concierto con un extraordinario nivel global, pero quedaron especialmente en el recuerdo el formidable motete Dulces exuviae –a partir de un texto de Virgilio–, el Agnus Dei de la Missa super Sancta Maria, la modernidad armónica de Mirabile mysterium –casi precursora de las lacerantes disonancias de Carlo Gesualdo–, la intensidad emocional de Planxit David (la última obra del programa) o la ya citada Homo quidam.

Protagonista del que podría calificarse del mejor concierto del Festival el pasado año, el grupo Cinquecento se había ganado con creces el derecho de volver a Utrecht y, una vez más, ha protagonizado una velada memorable en el mismo escenario, la Pieterskerk, la iglesia en la que la polifonía interpretada a cappella parece encontrarse en su hábitat natural. Apoyados en unas voces de una extraordinaria calidad individual, en un conocimiento exhaustivo de este repertorio (varios han cantado con Van Nevel en el Huelgas Ensemble) y en el cultivo asiduo de este repertorio (participan regularmente en la liturgia dominical en la iglesia de San Sebastián y San Roque de Viena, la ciudad que sirve de base a este sexteto de voces suizas, belgas, alemanas, inglesas y austríacas), los integrantes de Cinquecento han alcanzado un nivel de interpretación de la polifonía renacentista virtualmente inabordable para cualquier otro grupo. Sin voces femeninas, como mandan los cánones, todo lo que hacen irradia naturalidad, hondura, emoción, empatía. Da igual que su programa se centrara en obras prácticamente desconocidas de dos compositores en apariencia menores –Philippe Schöndorff y Jean Guyon de Châtelet, ambos al servicio de los Habsburgo en Viena y Praga–, puesto que todo cuanto interpretan lo convierten en oro. Apenas se miran, porque su entendimiento es perfecto y no lo necesitan, al tiempo que van construyendo compás a compás un contrapunto siempre vivo, en el que se llega a las consonancias de forma natural, sin necesidad de recrearse en ellas y alargarlas como suele hacer Van Nevel. Han perfeccionado un sofisticado sistema para que cada una de las voces suba o baje levemente respecto a las demás a fin de que el contrapunto se despliegue ante nosotros como un libro abierto. Las voces graves (Tim Scott Whiteley y Ulfried Staber) se sitúan en el centro, con tiples (Terry Wey y Franz Vitzhum) y tenores (Achim Schulz y Tore Tom Denys) a uno y otro lado de ambos cimientos. Transmiten la apariencia de ser un grupo profundamente democrático, sin ninguna personalidad descollante, lo que les sitúa en el extremo opuesto de un grupo tan cincelado a imagen y semejanza de su director como el Huelgas Ensemble. Los miembros de Cinquecento están interactuando, en cambio, constantemente y tienen una visión –y una vivencia– muy litúrgica de esta música. A quienes tengan la fortuna de poder asistir, o quieran comprobar si este cronista está exagerando, les gustará saber que el próximo mes de octubre el grupo actuará en los CaixaForum de Barcelona y Palma de Mallorca.

Aunque en gran parte de los conciertos escuchados en estos primeros días de festival era patente la influencia como mecenas o patronos de las artes de los Habsburgo, ninguno ha resultado, sin embargo, tan idóneo o pertinente en el contexto de la programación de este año como el interpretado por Les Cornets Noirs y la Cappella Murensis, reservado en exclusiva para dar a conocer varias composiciones del emperador Leopoldo I, hijo de Fernando III y nuestra María Ana de Austria (hija de Felipe III). De Fernando III, cuya muerte fue glosada en forma de lamento por varios compositores –el más emocionante de los cuales es, sin duda, el de Johann Jakob Froberger–, ya había afirmado el embajador veneciano en su corte que «La musica è l’unica sua delettatione», pero Leopoldo I llevó su pasión musical hasta el extremo de dedicarse a ella con más fruición que a la política. Las dos primeras obras del programa, el motete De Septem Doloribus Beatæ Mariæ Virginis y una sonata para cuatro violas da gamba y bajo continuo, nos mostraron a un compositor con oficio, pero no especialmente dotado de un estilo propio. Sin embargo, sus tres Lectiones y Responsoria fúnebres compuestos en 1676 tras la muerte de su segunda mujer son obras llenas de interés y en las que puede oírse una voz personal (y transida de dolor). Más tarde acabarían sonando también en sus propios funerales, en 1705. Ni una objeción puede ponerse a la interpretación que se escuchó en la Jacobikerk, el marco ideal para esta música que va creciendo en intensidad hasta el responsorio final, en el que Leopoldo I inventó un diseño cromático y rico en disonancias sobre «Quia peccavi nimis in vita mea» y reservó para las dos tiples en solitario el «Requiem aeternam dona eis Domine: et lux perpetua luceat eis» conclusivo. Comandada desde el órgano por Johannes Strobl, la versión se benefició de un sexteto vocal muy homogéneo, con mención especial para la soprano alemana Monika Mauch y el contratenor británico Alex Potter.

Este último protagonizó también un concierto como solista en solitario junto al grupo La Fontaine y los trombonistas Catherine Motuz y Simen van Michelen. Fue un concierto redondo, en el que se alternaron las piezas instrumentales y vocales, la mejor de las cuales fue «Languire, morire», un aria de su oratorio Morte e sepoltora di Christo, de Antonio Caldara. Tan aplaudido como Potter fue esa misma noche el contratenor vitoriano Carlos Mena, tan diferente en técnica vocal y en musicalidad al británico, y que también ofreció un aria de un oratorio de Caldara, esta vez fuera de programa para agradecer los merecidísimos aplausos del público congregado en el Hertz: «In lagrime stemprato il cor qui cade», de Maddalena ai piedi di Christo. Mena tuvo la suerte de contar con el Ricercar Consort –tan desigual en otras ocasiones, casi siempre por la dejadez de su director, el violagambista belga Philippe Pierlot– de los mejores días. Con un grupo instrumental en el que destacó la siempre segura y musical Sophie Gent, Mena demostró que es, sin ninguna duda, uno de los mejores y más versátiles contratenores de la actualidad. Se lució en todas las obras, pero merece destacarse su impecable recreación del espléndido Stabat Mater de Giovanni Felice Sances, maestro de capilla en la corte de Viena, con una perfecta diferenciación de los pasajes cantados y declamados. El día anterior, en su versión más reducida (el propio Pierlot y la arpista Giovanna Pessi), el Ricercar Consort ofreció a medianoche otro concierto, muy intimista, con la soprano belga Céline Scheen, una cantante de grandes capacidades técnicas pero que, al contrario que Mena, no acaba de implicarse emocionalmente en el contenido de los textos.

Per-Sonat y Sabine Lutzenberger se alejaron de su ámbito medieval habitual para desplazarse a la corte de Maximiliano I. Insegura al principio –algo inhabitual en ella–, la soprano alemana fue afianzándose según fue avanzando el concierto, que tuvo sus mejores momentos en un motete y una chanson de Josquin Desprez (Missus est Gabriel y Faulte d’argent) y en la famosa canción a seis voces Fortuna desperata, de Alexander Agricola. Achim Schulz y Tim Scott Whiteley –dos de los integrantes de Cinquecento– y la flautista de pico Tobie Miller brillaron de manera especial en un concierto, muy aplaudido por el público congregado en la Pieterskerk. Fuera de programa sonó Innsbruck, ich mu? dich Lassen, de Heinrich Isaac, una canción en la que lamenta tener que abandonar la ciudad en la que trabajaba al servicio de Maximiliano I.

A fin de no alargar más aún esta crónica, es de justicia destacar, siquiera brevemente, algunos de los mejores conciertos escuchados en estos primeros días del Festival. Dos jovencísimas instrumentistas de teclado, la chilena Catalina Vicens y la húngara Petra Somlai, deslumbraron literalmente en la Lutherse Kerk, el escenario habitual de este tipo de conciertos (es, con mucho, la más pequeña de todas las iglesias). La primera ofreció al clave un programa mayoritariamente británico integrado por músicas vinculadas a María de Austria y Elizabeth Stuart, ambas consumadas clavecinistas, e incluidas en Parthenia, or the Maydenhead of the first musicke that ever was printed for the Virginalls. Vicens es una intérprete intimista y poética, como quedó de manifiesto en su manera de tocar y en su lectura de un breve texto de la poeta inglesa Elizabeth Jane Weston, extremadamente pertinente en este contexto. Y Petra Somlai apuntó maneras que hacen pensar en ella como una de las grandes intérpretes de pianos históricos. Su manera de tocar Koželuch, Vo?išek y Schubert –una incursión puntual en los Habsburgo del siglo XIX– en un deslumbrante piano original de Alois Graff construido ca. 1830 reveló a uno de esos intérpretes realmente excepcionales. Si los hados le son propicios, la pianista húngara está llamada a hacer una gran carrera.

En el extremo opuesto, decepcionó abiertamente el grupo británico Contrapunctus, dirigido por Owen Rees, cuya polifonía sonó siempre demasiado enfática y poco contrastante. Gunar Letzbor dirigió una Missa Alleluia de Biber de forma casi marcial, con solistas mediocres, dinámicas muy desajustadas (inaudibles las voces en medio del despliegue de trompetas) y despistes ocasionales (comienzo del Credo).

Capriccio Stravagante y Profeti della Quinta actúan delante de proyecciones de la Kunstkammer de los Habsburgo. Fotografía: Anna van Kooij

Y muy flojo fue el concierto de Capriccio Stravagante y Profeti della Quinta. El grupo comandado por Skip Sempé estuvo lastrado por una noche aciaga del violnista Jacek Kurzydlo, que no se sabe muy bien qué pintaba con su violín barroco junto a un trío de violas da gamba. Y el quinteto israelí comandado por Elam Rotem desafinó a raudales en una serie de madrigales completamente fuera de estilo. Menos mal que quedaba el consuelo de admirar y deleitarse con las imágenes de los prodigios estéticos y los relojes y autómatas en movimiento de la Kunstkammer de los Habsburgo (hoy conservados en el Kunsthistorischesmuseum de Viena) que se proyectaban al fondo del escenario.

Una de las novedades de esta edición ha sido la figura de «conservatorio residente», ofrecida en este caso al departamento de música antigua de la Juilliard School de Nueva York. Si la intención era atraer a buenos alumnos hacia el otro lado del océano, es muy dudoso que, a tenor de lo escuchado estos días, se haya cumplido el objetivo, ya que en el primer concierto ofrecido por varios de sus profesores se hizo buena la peor versión del tópico según el cual los norteamericanos importan muchas veces la cultura europea quedándose únicamente en la corteza, en el cascarón exterior, olvidando que lo importante se esconde por debajo. Escuchando las superficiales, insulsas, banales y técnicamente muy limitadas versiones de obras de Bertali, Schmelzer, Buonamente y Kerll que escuchamos, los potenciales alumnos que hubiera en la sala debieron de tener claro más bien adónde no había que ir a estudiar.

Y un último apunte teórico. Durante los tres primeros días del Festival se celebró en paralelo un simposio sobre el currículo en la enseñanza actual de la música antigua, con presencia de destacados profesores europeos y estadounidenses. Si alguna conclusión puede sacarse de lo escuchado es que no todo puede enseñarse y que las fuentes conservadas no son ni mucho menos un evangelio al que aferrarse, entre otras cosas porque contienen con frecuencia informaciones contradictorias. La intervención menos ortodoxa, pero más atractiva, fue la del director del departamento de música antigua del Conservatorio de La Haya, Johannes Boer, quien, apoyándose en la polémica teórica entre Monteverdi y Artusi, por un lado, y en los libros Personal Knowledge The Tacit Dimension, del pensador húngaro Michael Polanyi, por otro, se refirió a lo que llamó la «dimensión tácita de la música antigua», es decir, justamente aquello que no puede transmitirse de profesor a alumno. El movimiento interpretativo historicista se ha desarrollado en buena medida como una sucesión de ocurrencias e intuiciones de una serie de pioneros, primero, y de nuevas contribuciones de quienes se sintieron llamados a seguir su estela, después. Sin embargo, por más que puedan acercarse nuestras conjeturas al modo en que se interpretaba música en el pasado, ¿es eso todo? Imaginemos que pudiera enseñarse a pintar –ya que estamos en Holanda– como Johannes Vermeer. Pero, ¿puede acaso remedarse su manera de mirar, de sentir? Tan grande es la atracción que para nosotros irradia el pasado como imposible nos resulta su reconstrucción. Y en ese empeño andan aquí esforzados, día tras día, en la antigua y moderna Utrecht, músicos llegados de todos los rincones del mundo.

Continuará.

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