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Viaje a Siracusa

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Son pocos los que no han viajado alguna vez a Siracusa, metonimia de la sociedad perfecta que soñaron Platón y otros pensadores totalitarios. Ese viaje casi siempre desemboca en el desencanto, pues la razón y la sensibilidad trabajan conjuntamente para mostrar la verdadera naturaleza de los hechos y las ideas. Después del desengaño, los libros me indicaron el camino de regreso a casa, particularmente el Quijote. El erasmismo cervantino formula un simple mandato: ser compasivo y no deshumanizar al otro. El viaje a Siracusa es una forma de enajenación, pues implica acoplar la realidad al automatismo de un discurso ciego e irracional. El marxismo es uno de esos discursos y yo me dejé enredar por la ficción de un mundo sin clases sociales ni propiedad privada, sin entender que la liberación de la humanidad no podía consistir en renunciar al individuo para disolverse en el nosotros. El ser humano sólo puede existir como individuo. El «nosotros» no es una comunidad solidaria, sino esa masa que borra el yo y estimula la barbarie. Elias Canetti dedicó su vida a explicar esa pavorosa transformación. Pienso que el individuo surge de la escucha, del diálogo con el otro. En cambio, la masa se gesta con el adoctrinamiento, que lucha implacablemente contra el matiz y la discrepancia. Yo ahora me siento un individuo e intento comprender mi viaje. Nunca me abandonó esa «patria portátil» de la que habla Heine, pero ahora es una luz tranquila, que me invita a recapacitar.

He vuelto a casa y he leído el primer capítulo del Quijote. No ha sido un gesto nostálgico, sino un acto de fe. Cervantes no pretende tener la última palabra y por eso hablamos interminablemente con él, sin sentirnos aleccionados. Yo no vivo a medio camino entre Ciudad Real y Albacete, pero sí en un pueblo de las afueras de Madrid. Mi casa limita con la planicie castellana. Los campos de trigo y cebada se encadenan uno tras otro. Los sisones se mecen en los arbustos, con su canto agudo e intermitente. Bandadas de tordos y familias de conejos buscan comida en el suelo hasta que aparece un aguilucho cenizo, atraído por unas víctimas que no pueden competir con su velocidad de vuelo. Sólo un pequeño arroyo con una hilera de fresnos y chopos altera la monotonía de un paisaje que he llegado a amar. Durante mucho tiempo, advertía únicamente desolación, monotonía, tristeza, pero ahora aprecio una belleza elemental, mística y teresiana. ¿Pensó Cervantes en un paisaje semejante al ubicar a su héroe? ¿Escogió La Mancha por su pobreza, tan opuesta a los paisajes exuberantes de las novelas de caballerías? ¿Puede aventurarse que su idea era recrear la epopeya del hombre común, atado a una existencia mediocre? ¿Aciertan los que mantienen que La Mancha podría ser una alusión a la deshonra de ser descendiente de judíos conversos?

Alonso Quijano es un hidalgo con un magro peculio, que ha cumplido cincuenta años en una época en que la esperanza de vida oscilaba entre los veinte y los treinta. Yo tengo cincuenta y uno, bienes escasos y una vana e impertinente curiosidad. No sé si puedo decir que paso la mayor parte de los ratos ocioso, pues mi rutina consiste fundamentalmente en leer, comprando libros por encima de mis posibilidades. Siempre he apreciado la claridad en la prosa y en el pensamiento. No va conmigo lo de «la razón de la sinrazón que mi razón se hace», pero he sido profesor de Filosofía durante muchos años y he leído cosas parecidas en Hegel, Heidegger o Derrida. Yo también me he desvelado y he perdido el juicio intentando averiguar un sentido que no hallaría ni «el mesmo Aristóteles, si resucitara sólo para ello». No me enzarzo en disputas con un cura de Sigüenza ni con un barbero para dirimir quién ha sido el mejor caballero, si bien he de admitir cierta predilección por Amadís de Gaula. Hasta hace poco, mis disquisiciones versaban sobre personajes infinitamente menos poéticos, como el dogmático Karl Marx, el fiero Lev Trokski y el brutal Vladímir Ilich Lenin, que institucionalizó el «terror organizado» mediante la Checa. La literatura revolucionaria carece del mérito artístico de las novelas de caballería y produce un efecto más devastador en el cerebro. Ahora estimo que sólo los ingenuos y los canallas pueden creer en las bondades de esas utopías sangrientas.

El desenlace del materialismo histórico no es el Edén, sino un infierno que nos han relatado minuciosamente los supervivientes de los gulag, tristemente simétricos del Lager nazi. En 1918, Félix Dzerzhinski, comunista polaco y fundador de la Checa, afirmó: «El terror es una necesidad absoluta en períodos revolucionarios». No sé qué me hizo recobrar el juicio. Bueno, sí, continuar leyendo y sentir de cerca el dolor de las víctimas de una Idea que llegó a seducir a espíritus tan libres como Albert Camus o André Gide. Su ejemplo me ayudó a deshacer el camino recorrido. Pude reinventarme, reencontrarme y lo hice en las páginas de Cervantes, algo más que un simple «maestro de preceptiva literaria», según el juicio algo apresurado de Menéndez Pelayo. El heroísmo moral de Don Quijote no se mide por su grotesca carga contra los molinos de viento, sino por su compasión hacia los más débiles y vulnerables. Por su defensa del pastorcillo azotado por extraviar unas ovejas, por su alegato a favor de los galeotes («no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ellos»), por su apoyo a la hermosa Marcela, que reivindica el derecho de la mujer a amar libremente, pues el «verdadero amor […] ha de ser voluntario y no forzoso». Vivimos el renacer de las ideologías totalitarias, con su ideología apolillada y su triste palabrería. Por eso el liberalismo es más necesario que nunca, pues encarna una actitud, no una ideología. Pienso que Gregorio Marañón definió su razón de ser: «Estar dispuesto a entenderse con el otro, no admitir jamás que el fin justifica los medios».

Espero no olvidar mi viaje a Siracusa, pues es uno de los pecados capitales del que acomete la temeridad de pensar, especular y escribir. Al igual que Alonso Quijano el Bueno, puedo decir que mi juicio ya es «libre y claro», pero con una importante diferencia. Imitar a Amadís de Gaula es una locura mucho más inofensiva que vindicar al Che, un terrorista inmortalizado por la fotografía de Alberto Korda. La célebre imagen es un perfecto ejemplo de la discordancia que muchas veces separa a la verdad de la belleza. Isaiah Berlin escribió: «El universo perfecto no sólo no es alcanzable, sino inconcebible, y todo aquello que se haga para producirlo está fundado en una enorme falacia intelectual». Las palabras de Berlin no son proféticas, sino nítidas y racionales, pues su meta no es crear un hombre nuevo, sino contribuir a la convivencia en libertad. Con mayor o menor fortuna, este blog trabajará en la misma dirección.

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