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Gente corriente, maldad y las gafas del psicólogo

EL EFECTO LUCIFER. EL PORQUÉ DE LA MALDAD

Philip Zimbardo

Paidós, Barcelona

Trad. de Genís Sánchez Barberán

666 pp. 28 €

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Después de su caída en desgracia en enero de 2004 a resultas de los maltratos a prisioneros en la prisión de Abu Ghraib, la ex general de brigada Janis Karpinski pasó a ser, en palabras propias, uno de los rostros de la guerra de Irak. En una maratoniana entrevista con el realizador de documentales Errol Morris, Karpinski relata una breve conversación con Sadam Husein al poco tiempo de su captura en diciembre de 2003Este fragmento de la entrevista, que formaba parte de los materiales recopilados para la película Standard Operating Procedure (2008), finalmente quedó fuera de la versión final. Puede ser visionado en los archivos de la revista The New Yorker en Internet (www.newyorker.com/online/video/festival/2007/MorrisGourevitch).. Animada al encontrarse con un Sadam receptivo y dispuesto a conversar, la general se ofrece a escuchar cualquier petición que tenga. «Mis gafas», dice Sadam. «¿Estas no son sus gafas?», le pregunta ella. «Sí, son mis gafas, pero los cristales no están bien». Karpinski no llega a cogerlas, pero las observa de cerca. Los cristales no están rotos ni rayados. No acaba de entender lo que le quiere decir. Luego, fuera de la celda, pregunta a los cuidadores. Le confirman que Sadam está en lo cierto. Al revisar sus pertenencias, han aprovechado para cambiarle los cristales de sus gafas. «Le dicen: “Le echaremos un vistazo a sus gafas si nos ayuda”. Esto no constituye tortura, obviamente. Es simplemente una manera de crearle cierta incomodidad para, a partir de ahí, ganarse su confianza […]. Y cuando le traen un par de gafas con las que deja de ver borroso no puede evitar pensar que es un detalle por su parte», cuenta Karpinski. El viaje que Philip Zimbardo propone a los lectores de la obra que nos ocupa también conduce a la pesadilla que Karpinski y sus superiores se encontraron (y contribuyeron a crear) en Irak en 2003. Sin embargo, el libro se sitúa en el polo opuesto de esta anécdota trivial entre un tirano objeto de oprobio universal y la única mujer general de las fuerzas de ocupación norteamericanas. Los protagonistas del libro de Zimbardo no son personajes de la historia con mayúscula, sino gente normal y corriente que, en determinadas situaciones, se ve envuelta en actos de una crueldad inimaginable.

El autor de El efecto Lucifer, catedrático emérito de la Universidad de Stanford, se interesó por los tristemente célebres sucesos de Abu Ghraib al poco de salir éstos a la luz en abril de 2004. En una entrevista radiofónica, Zimbardo rechazó de plano la caracterización ofrecida por el gobierno Bush de los abusos como resultado de las acciones incontroladas de «unas pocas manzanas podridas». Sugería que importantes deficiencias en el funcionamiento de la cárcel habían creado situaciones propicias para el maltrato a prisioneros. Si algo había estado podrido era el cesto, no las manzanas. El impacto mediático de dicha entrevista llevó al abogado del sargento Ivan «Chip» Frederick, uno de los llamados «siete de Abu Ghraib», a proponer a Zimbardo como perito de la defensa.

El interés del psicólogo por algunas de las cuestiones que plantean los abusos documentados en las escalofriantes fotografías procedentes de Abu Ghraib viene de lejos. En 1971 había dirigido un estudio que pasaría a la historia como el experimento de la prisión de Stanford (EPS en lo sucesivo). El experimento, que pretendía explorar diversos aspectos de la psicología del encarcelamiento, asignaba aleatoriamente los papeles de carcelero y preso a dieciocho jóvenes voluntarios, reclutados por anuncios en la prensa y examinados para verificar la ausencia de patologías psiquiátricas. El efecto Lucifer gira precisamente en torno a los paralelismos entre algunos de los comportamientos documentados en el experimento y los sucesos de Abu Ghraib.

El libro nos brinda la primera relación pormenorizada del EPS, sobre el que hasta ahora no existían más que artículos dispersos y un documental de cincuenta minutosQuiet Rage (1988). . La crónica día a día de esta singular simulación de la vida de prisión no hace sino confirmar lo que muchos de sus colegas habían señalado desde el principio: el experimento fue una verdadera chapuza. Zimbardo, un joven profesor brillante, inmerso en un medio universitario radicalizado por la guerra de Vietnam, se encontraba en la punta de lanza de una psicología social que pretendía rectificar el peso que la disciplina tradicionalmente había otorgado a las variables «disposicionales» del carácter de los individuos frente a las variables situacionales. Era un campo con mucho terreno por explorar y Zimbardo se aventuró en él con determinación, imaginación y cierto sentido lúdicoEn 1968, por ejemplo, abandonó en la calle dos coches con los capós abiertos y sin matrícula, uno en el Bronx neoyorquino y otro en Palo Alto, la acomodada población con que linda la Universidad de Stanford. El contraste de los resultados, grabados con cámara oculta, no pudo ser más elocuente. En el Bronx, el equipo de investigadores registró veintitrés incidentes en cuestión de pocos días: primero, el robo de todas y cada una de las piezas de valor; después, actos de vandalismo que destrozaron lo que quedaba del vehículo. Todo a plena luz del día y obra de adultos de raza blanca y bien vestidos, «gente normal y corriente». En Palo Alto, a lo largo de una semana el coche no sufrió el más mínimo desperfecto. Un día se puso a llover y una persona que pasaba por allí cerró el capó para que no se mojase el motor. Cuando, dando por concluido el experimento, Zimbardo finalmente se llevó el coche, varios vecinos llamaron a la policía denunciando el posible robo (pp. 50-52).. En 1971, aprovechando la experiencia de un curso del año anterior y utilizando fondos de un proyecto de investigación financiado por el gobierno, hizo del sótano del Departamento de Psicología un remedo de prisión. El EPS daba comienzo el 14 de agosto de ese año cuando, después de un difícil tira y afloja, la policía local accedió a realizar «el arresto» de los futuros prisioneros, presentándose sin previo aviso en su casa para darle verosimilitud a la situación.

En el diseño inicial del experimento, los procesos de aislamiento y pérdida de individualidad que se producen durante el encarcelamiento constituían el objeto de atención prioritario. De ahí que los presos no recibieran instrucción previa alguna. A los voluntarios que desempeñaban el papel de guardias, por el contrario, sí se les dieron consignas. Fue sólo después, al revelarse su comportamiento tanto o más interesante que el de los presos, cuando los guardias se convirtieron en protagonistas del experimento por derecho propio. Para entonces, las directrices de Zimbardo habían marcado irremediablemente el tenor de su comportamiento. En efecto, durante la sesión de orientación el psicólogo les había prevenido de que existían muchas posibilidades de que los presos no se tomaran el experimento en serio. Del vigor con que el personal penitenciario desempeñara su tarea dependería el éxito del estudio.

Mientras que los presos habían de permanecer encarcelados las dos semanas inicialmente proyectadas, la idea era que los guardias trabajaran ocho horas al día cada uno repartidos en tres turnos. La utillería del proyecto perseguía acrecentar la sensación de anonimato de los presos. Estaban obligados a llevar unas amplias batas y medias en la cabeza para cubrir el cabello. Sólo podían ser llamados por el número de recluso cosido a sus batas. Los guardias, vestidos de uniforme y blandiendo porras prestadas por la policía, llevaban gafas de sol reflectantes para evitar todo contacto personal con los presos.

El EPS pronto tomó derroteros preocupantes. Los guardias, entre los que los más agresivos de cada turno impusieron su liderazgo, no tardaron en someter a los presos a toda clase de humillaciones. Algunos de los presos, mal alimentados, obligados a ejercicios físicos extenuantes, privados de sueño, sin posibilidades de aseo ni de hacer sus necesidades más que encapuchados y con el tiempo cronometrado, y castigados a una diminuta celda de aislamiento al mínimo atisbo de resistencia frente a las exigencias absurdas de los guardias, enseguida dieron muestras de desorientación y depresión. Tuvo que ser la futura mujer de Zimbardo, Christina Maslach, una psicóloga recién doctorada con la que entonces mantenía una relación amorosa, quien, horrorizada al ver imágenes de los maltratos a los que estaban siendo sometidos los participantes, le convenciera, tras una agitada discusión, para poner fin al estudio después de sólo cinco de los catorce días inicialmente previstos. Para entonces cuatro de los nueve reclusos habían abandonado el EPS.

El relato de Zimbardo no está exento de cierta honestidad. Se retrata a sí mismo dividido a cada paso entre la improvisación y la irresponsabilidad, siempre anteponiendo el éxito de «su» experimento al bienestar de los participantes. Admite sin ambages haber manipulado a la policía local, cuya resistencia a participar en las detenciones fue vencida con la promesa de salir en la televisión; a los padres y otros visitantes de los presos, a los que se les ocultó deliberadamente el trato que éstos estaban recibiendo; a los guardias, a los que animaba constantemente a adoptar una actitud más autoritaria; y, por supuesto, a los propios presos, a algunos de los cuales presionó para que permanecieran con el argumento de que de lo contrario perderían su retribución. A lo largo del texto, el autor reitera un sentido mea culpa «por no haber intervenido en muchos momentos» en que «los maltratos eran excesivos». Con ello y con todo, este descargo de conciencia resulta claramente insuficiente. En una entrevista reciente, Zimbardo cuenta cómo, la primera vez que presentó en público los resultados del EPS, Stanley Milgram, autor de una célebre serie de experimentos en 1961 sobre la obediencia a la autoridad, le dijo: «Tu trabajo va a quitarme muchos quebraderos de cabeza. Ahora, la gente va a decir que el estudio menos ético nunca realizado es el tuyo y no el mío»Harper’s Magazine, 3 de abril de 2007.. Que Zimbardo cuente esto con un dejo de orgullo transgresor revela hasta qué punto no ha asumido por entero sus errores.

Existen a mi juicio dos aspectos particularmente insatisfactorios. El primero es que, de manera repetida, Zimbardo afirma haber evitado agresiones físicas por parte de los guardias, tal y como se les había garantizado en el contrato a los participantes. Viniendo de un psicólogo interesado en cuestiones como la tortura, una separación tan neta entre maltratos psicológicos y físicos no deja de causar cierta perplejidad. Igualmente sorprendente es que se niegue a reconocer el componente físico de muchas de las experiencias de las que fueron víctimas «sus reclusos», como la privación de sueño y comida, las flexiones forzadas, las largas horas pasadas en la celda de aislamiento y las zancadillas cuando iban encapuchados a los servicios. La segunda decepción deriva de que siga negándose a admitir que las deficiencias del EPS invalidan sus resultados desde el punto de vista científico. A diferencia del experimento de Milgram, por ejemplo, Zimbardo había informado a los participantes del objeto del estudio, predisponiéndoles a meterse en un papel preconcebido para satisfacer los deseos del investigador. Estas interferencias en la dinámica del experimento derivaban necesariamente de su doble condición de director de la prisión y jefe de la investigación. Aunque Zimbardo sea el primero en admitir esto, no acaba de ser consciente, como ha señalado Martha Nussbaum, hasta qué punto su constante presencia incitadora y su propio drama personal impregnaron el desarrollo del estudioMartha Nussbaum, «Under pressure», The Times Literary Supplement, 19 de octubre de 2007.. La impresión final es que El efecto Lucifer sigue aferrado al positivismo ingenuo que animó la realización del EPS hace más de treinta y cinco años. En ese sentido, como Zimbardo mismo ha reconocido, el experimento es digno precursor de los reality shows de nuestros días.

La parte del libro dedicada a los maltratos de prisioneros en Abu Ghraib defrauda por partida doble. Por un lado, Zimbardo se pierde en la ingente cantidad de material disponible sobre el asunto, sin otro propósito aparente que el de identificar elementos que reivindiquen los hallazgos del EPS. Por otra parte, su participación como perito de la defensa en el juicio de uno de los implicados en tratos degradantes, que en un principio podría revestir un mayor interés, quedó en bien poca cosa. Su relación con el sargento Frederick se limitó a una entrevista en persona de cuatro horas y al posterior intercambio de correspondencia con él, su abogado y su familia. Llegada la fecha del consejo de guerra en Bagdad, Zimbardo no juzgó oportuno viajar a «un lugar tan peligroso» y decidió intervenir por videoconferencia. Para entonces, el abogado de Frederick había llegado a un acuerdo previo con el fiscal militar, por lo que el testimonio de Zimbardo como perito no tuvo efecto alguno. Lo más desconcertante es que tras ofrecernos un detallado perfil psicológico de Frederick y una descripción de las terribles condiciones en las que desempeñó su trabajo en la prisión iraquí, Zimbardo, quizá por no hacer leña del árbol caído, no entra siquiera a considerar las bien documentadas atrocidades en las que se vio envueltoEn octubre de 2004, el sargento Frederick fue condenado a ocho años de prisión. Desde octubre de 2007 se encuentra en libertad condicional. Los lectores interesados en Abu Ghraib tienen a su disposición artículos, libros y documentales más completos que El efecto Lucifer. El primer artículo en profundidad sobre Abu Ghraib lo escribió Seymour Hersh («Torture at Abu Ghraib», The New Yorker, 10 de mayo de 2004), utilizando como una de sus fuentes principales el informe confidencial del general Tabuga, fruto de una investigación interna del propio ejército norteamericano. Véase también el documental Taxi to the Dark Side (Alex Gibney, 2007), que subraya las conexiones entre Bagram (Afganistán), Guantánamo y Abu Ghraib. Sobre «los siete de Abu Ghraib», véase el reciente Standard Operating Procedure, de Philip Gourevitch y Errol Morris (Nueva York, Penguin, 2008)..

En definitiva, las tesis sostenidas en El efecto Lucifer merecen un detenido examen. Enterradas en sus casi seiscientas páginas, el libro contiene menciones a numerosas investigaciones, más serias y fiables que el EPS, que confirman el poder de determinadas situaciones para nublar la capacidad de juicio moral de personas normales. El peso de la autoridad y las presiones de los compañeros pueden llevar a toda clase de gente a realizar actos de crueldad de los que jamás se creerían capaces. La llamada de Zimbardo a la responsabilidad colectiva –no como sustituto de la responsabilidad individual, sino como complemento de la misma– para evitar someter a miembros de nuestra sociedad a exigencias ante las que es altamente probable que respondan de forma inhumana, no puede ser más oportunaComo también señala Nussbaum, a fuerza de subrayar la importancia de las situaciones y de los sistemas que las estructuran, Zimbardo tiende a descuidar la importancia del desarrollo emocional de las personas y, por tanto, del papel de la educación a la hora de prepararlas para que respondan satisfactoriamente ante situaciones que planteen serios dilemas morales. Entre los psicólogos que han explorado esta línea de corte rousseauniano, cabe destacar a Daniel Batson (The Altruism Question, Erlbaum, Routledge, 1991).. Sin embargo, los materiales de cosecha propia que el autor aporta en apoyo a tales tesis y propuestas representan una contribución de valor más bien anecdótico.

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Ficha técnica

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