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¿Soy yo un bucle extraño?

YO SOY UN EXTRAÑO BUCLE

Douglas Hofstadter

Tusquets, Barcelona

Trad. de Luis Enrique de Juan Vidales

512 pp.

29 €

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Un día en la primavera de 2003 Uriah Kriegel y Kenneth Williford solicitaron a Douglas Hofstadter, según su propia narración de los hechos, una colaboración para el libro que estaban preparandoUriah Kriegel y Kenneth Williford Self-Representational Approaches to Consciousness, Cambridge, The MIT Press, 2006.. Se trataba de un libro de corte académico donde habían de reunirse artículos de filósofos de la mente en torno a una teoría sobre la conciencia que, si no estrictamente nueva, sí puede considerarse alternativa dentro de la tradición analítica. Esta teoría, que los autores denominan teoría autorrepresentacional de la conciencia, defiende que un estado mental consciente es un estado que se representa a sí mismo. Cuando miro el viejo caserón que se ve desde mi ventana, mi cerebro no sólo representa ese viejo caserón, con sus contrastes de iluminación, las tejas rotas y las ventanas cerradas, sino que ese estado mental se representa también a sí mismo, es decir, representa el propio estado mental de representarse el caserón. Imagino que acordarse de Hofstadter durante la preparación de un libro como éste era inevitable. Hofstadter había publicado un voluminoso ensayo en 1979, Gödel, Escher, Bach, que había sido un verdadero éxito editorial, con Premio Pulitzer incluido. En España fue publicado también por Tusquets, y hay pocos lectores de ensayo que no lo hayan hojeado en una librería, si es que no lo han comprado o leído. El libro trataba precisamente sobre los bucles de autorreferencia que encontramos en la obra de los autores dispares que figuran en el título. Además, se sostenía allí que la subjetividad es también una especie de bucle. Es decir, Hofstadter había defendido en aquella obra juvenil una teoría de la conciencia aparentemente muy próxima a la que ahora constituía el hilo conductor del libro de Kriegel y Williford.

Hofstadter aceptó el reto, escribió una larga colaboración y se quedó con la sensación de que tenía que escribir un libro entero para explicarse a sus anchas. Yo soy un extraño bucle, la obra a que dio lugar aquel largo artículo, iba a convertirse, por otra parte, en una obra muy personal, y en algunos trechos tiene al menos tanto de diario íntimo como de ensayo filosófico. En 1993 Hofstadter había sufrido un duro golpe con la muerte de su esposa. Su interés filosófico por la naturaleza de la conciencia y de la identidad personal se había visto, si cabe, reforzado de este modo por esa experiencia de la muerte de un ser querido. ¿Qué queda de nosotros al morir? ¿Qué relación hay entre la conciencia y el sentido de la vida? Estas son a la vez preguntas filosóficas y preguntas tremendamente cercanas. Yo soy un extraño bucle es a la vez una exposición de su teoría de la conciencia y una confesión personal de duelo.

CORREDORES DE ESPEJOS Y JUEGOS CON LA CÁMARA

El problema de la conciencia, en filosofía de la mente, es comprender cómo procesos físicos que se desarrollan principalmente en un cerebro pueden dar lugar a la aparición de un sujeto que tiene una perspectiva en primera persona sobre el mundo. No sólo cuando percibo, sino también cuando recuerdo, proyecto o fantaseo, esos procesos mentales no ocurren en la oscuridad, como un mero procesamiento de información, sino que se representan ante mí con una presencia sensorial y emocional indefinible. Yo estoy ahí, presente ante mis pensamientos; mas no como uno de ellos, sino como su autor y espectador. Quizá sea útil, para entender a qué nos referimos cuando hablamos de la conciencia, contrastarla con la «mente» de un robot como Stanley (el ejemplo es de Hofstadter), un vehículo robotizado que fue capaz, «él solo», de recorrer un buen trecho del desierto de Nevada. Stanley puede procesar un montón de información, pero no está presente como un sujeto ante sus pensamientos y no se siente de ningún modo, ni cuando consigue sortear un obstáculo, ni cuando se desvía anómalamente de su ruta. Lo que Stanley no tiene y nosotros sí tenemos es el tipo de conciencia que se denomina conciencia fenoménica.

La metáfora que mejor puede ayudarnos a comprender la estructura de la conciencia, dice Hofstadter, es el bucle de autorreferencia que Gödel descubre en los Principia Mathematica, la gran obra de lógica publicada por Russell y Whitehead y de la que sus autores pretendían excluir precisamente todo atisbo de autorreferencia. Yo soy un extraño bucle dedica muchas páginas a este asunto, pero yo me voy a ceñir aquí a otra de las metáforas de la conciencia que Hofstadter propone, mucho más fácil e intuitiva: las imágenes que se forman en una pantalla al dirigir hacia ella una cámara que envía directamente la señal a esa misma pantalla. Hay incluso una serie de bellas fotografías en color en las páginas centrales del libro, en las que se muestran las figuras que se crean de este modo con la repetición reiterada de la imagen. En el tono personal que caracteriza el libro, Hofstadter cuenta cómo, siendo él un niño, fue con sus padres a comprar una cámara de vídeo y no se quedó tranquilo hasta que llegó a casa y sació su curiosidad haciendo este mismo experimento. Claro está que en la pantalla no se vería nada si no hubiera algún otro elemento, además de la cámara y la pantalla. Hace falta una mano, unas cuentas de collar o, simplemente, el marco de la pantalla, para que se produzca el efecto de un largo corredor, a veces en forma de espiral, que se pierde en un imaginario infinito. La conciencia guarda, según Hofstadter, un sorprendente parecido con estos bucles que se forman en la pantalla. Al igual que ellos, es una figura emergente formada a partir de infinidad de reflexiones.

Hay, sin embargo, un elemento que encontramos en la conciencia que no halla equivalente en esta metáfora. La conciencia es, a diferencia de los bucles que aparecen en la pantalla de vídeo, un bucle extraño. ¿A qué llama Hofstadter un bucle extraño? En el libro se reproduce un dibujo de Escher donde se representa una mano dibujando otra mano que a su vez dibuja la primera mano. Esto es un bucle extraño, pues cada nuevo ciclo de representación pasa por un nivel superior o, al menos, eso es lo que el dibujo representa engañosamente. La conciencia es también un bucle extraño porque cada ciclo pasa por un proceso de abstracción y simplificación que cambia el nivel y nos aleja progresivamente del estrato de las partículas físicas que son la base del cerebro para adentrarnos en el nivel de los conceptos. A este proceso es a lo que llama Hofstadter percepción. Me parece que podríamos resumir el bucle de la conciencia de este modo: 1) Percibo un objeto; 2) Al percibir el objeto, percibo también mi propia percepción del objeto; 3) Percibo a su vez mi propia percepción de la percepción del objeto. Y así indefinidamente. El proceso no es infinito, porque cada nuevo ciclo entraña una simplificación, una conceptualización que agrupa una información ingente e inmanejable en unas pocas categorías. «La idea básica consiste en que la danza de los símbolos en un cerebro es, a su vez, percibida por otros símbolos, lo cual supone extender la danza más y más, a círculos cada vez más amplios. Y, en definitiva, en eso consiste la conciencia» (p. 353).

El yo es, según Hofstadter, una ilusión que se crea en este bucle reiterado. Es algo así como la forma estable que se crea en los bucles que se hacen con pantalla y cámara de vídeo. Es una ilusión inevitable, análoga a la que aparece en la pantalla cuando la imagen hecha de pixels se estabiliza, toma vida propia y sigue sus propias leyes de cambio, independientes de la física de los pixels. Por eso podemos decir que el yo es, al igual que el resto de conceptos que se forman en la percepción y luego se refuerzan en sucesivos actos perceptivos, una realidad emergente. Una vez aparece esta nueva realidad, este sentirse uno mismo ahí presente, percibiendo el mundo y actuando en él, los procesos subpersonales que han dado lugar al yo desaparecen de nuestro campo visual. No soy consciente de los procesos neuronales que forman el estrato más básico de mi vida mental, porque esos procesos quedan ocultos por las imágenes perceptivas y los conceptos.

Ahora bien, la metáfora del bucle reiterado, aunque muy atractiva y visual, se queda en el libro de Hofstadter en una mera sugerencia. No encontramos en ningún lugar una explicación detallada de cómo se aplica la metáfora al fenómeno de la conciencia. Y lo peor es que, en mi opinión, y a falta de mayores aclaraciones, la metáfora es profundamente engañosa, porque define al yo como algo que se percibe en este proceso de autopercepción reiterada. Pero el yo no es precisamente algo que se perciba, sino el sujeto que realiza la percepción. Ésta es la línea crítica que tiene su origen en la filosofía continental de tradición fenomenológica, especialmente en Sartre, y es también una idea que hallamos en un importante texto de WittgensteinAlgunos de los artículos editados por Kriegel y Williford desarrollan esta crítica a la teoría autorreferencial de la conciencia.. El yo como sujeto no es el yo que se puede percibir ni conceptualizar; no es, como dice Hofstadter, un modelo, sino que permanece en todo momento entre bastidores, como autor de mis pensamientos, agente de mis acciones y espectador de mis percepciones. Bueno, quizá no en todo momento, pues no cabe duda de que podemos fijar nuestra atención en él mediante un ejercicio de introspección. Pero, y aquí tenemos la clave de por qué las metáforas de Hofstadter resultan insatisfactorias, el yo que de este modo convertimos en objeto de percepción, al ser objetivado, pierde precisamente la función que le es propia, una función que sólo puede desempeñar cuando nuestra conciencia de él es sólo una conciencia tácita. De esta manera, la metáfora de los bucles de autopercepción se revela totalmente inadecuada, más aún cuando sugiere que nuestra conciencia fenoménica «normal» es el resultado, no ya sólo de un ejercicio de autopercepción simple, sino de un bucle donde esa autopercepción se reitera una y otra vez. Esta actitud parece más propia de las personas con rasgos esquizoides, que examinan su propio pensamiento hasta perder parcialmente el sentido de subjetividad y tener la sensación de que otro está pensando sus pensamientos, que de personas mentalmente sanas. Toda persona consciente está presente tácitamente en su campo de conciencia, pero la introspección que convierte al yo o al acto de conciencia en objeto de atención es un estado mental excepcional, que destruye a la persona cuando se convierte en habitualVéase, por ejemplo, Louis A. Sass, «Schizophrenia, Self-consciousness and the Modern Mind», en Shaun Gallagher y Jonathan Shear, Models of the Self, Exeter, Imprint Academic, 1999..

EL SOPORTE NO IMPORTA

El yo es, según Hofstadter, una estructura, y no debe identificarse con la porción de materia en la que esa estructura cobra vida, menos aún con una propiedad misteriosa de esa sustancia. La conciencia fenoménica y el yo que siempre acompaña a esa conciencia son lo que los filósofos denominan a veces tipos, y no cosas particulares.

Es importante que comprendamos bien esta distinción. Una obra literaria determinada, como Guerra y paz, es un tipo. El ejemplar de esa obra que tengo en la estantería, en cambio, es una cosa particular, dos volúmenes destartalados de la colección de bolsillo de Bruguera, que me regalaron mis padres hace muchos años. Guerra y paz no es ese libro particular ni ningún otro, sino la estructura que informa ese libro, una estructura que se encuentra repetida y completa en cada uno de los ejemplares de esa obra que hay en el mundo.

El yo es también una estructura, si bien se trata de una estructura extraordinariamente más compleja que la de un libro (aunque sea Guerra y paz). Se trata, además, de una estructura que sólo encontramos ejemplificada en su totalidad una sola vez, en un solo cerebro, al menos mientras no se inventen los sistemas de copia de personas que ya circulan por algunos libros de filosofía y algunas películas de ciencia ficción. Este es un punto muy importante para entender la teoría de la identidad personal que Hofstadter defiende. El hecho de que el yo que constituye una persona se encuentre ejemplificado una sola vez, en un cuerpo y un cerebro únicos, es sólo una cuestión contingente, algo que sucede así pero que podría llegar a ser de otra manera. Porque la persona no es su cuerpo, sino la estructura instalada en el cerebro que da lugar a sus pensamientos, sus emociones, sus recuerdos y a toda su vida mental.

Así, si bien la persona completa es una estructura que sólo podemos encontrar en un único cuerpo, Hofstadter afirma que el desperdigamiento de distintos fragmentos de esa estructura por distintos cerebros es una realidad cotidiana. Hay fragmentos de cada uno de nosotros en los cerebros de otras personas. Cuando escucho el Estudio núm. 24 de Chopin, por utilizar uno de los ejemplos que pone el propio Hofstadter, la conciencia de Chopin se instala parcialmente en mí. Yo soy en ese momento, en una medida ínfima pero real, Chopin. Una persona es, claro está, mucho más que una pequeña pieza musical. Pero la diferencia entre el modo que tiene una persona de vivir en su cuerpo original y el modo en que vive en el cerebro de personas que atienden a su obra artística o, simplemente, que le conocen y han integrado algunos de los rasgos de su carácter, es sólo una cuestión de grado. En este sentido las personas, si no plenamente inmortales, vivimos más allá de la muerte de nuestro cuerpo, pues seguimos viviendo en los cerebros de las personas con quienes hemos convivido, mientras ellos viven.

Este fenómeno de dispersión de la persona en más de un cerebro se produce también de modo muy significativo en el matrimonio. Hofstadter enlaza aquí una vez más su disquisición filosófica con la confesión personal. El modo en que él se sentía unido a su esposa Carol es, en su opinión, una muestra de cómo las personas no viven estrictamente confinadas en los límites de su piel, sino que se crea, en su compenetración, una nueva persona, con su propio carácter, formada por lo que materialmente siguen siendo dos cuerpos.

La concepción de la identidad personal defendida por Hofstadter, que acabo de exponer a grandes trazos y cuyo origen se encuentra en la concepción psicologista de John Locke, tiene una consecuencia (por ahora sólo teórica) de lo más estrafalaria. Si las personas somos esencialmente estructuras, entonces las personas somos también esencialmente replicables, como Guerra y paz. En otras palabras, no existen impedimentos metafísicos para que puedan hacerse clones, no ya de nuestros cuerpos, sino de nosotros mismos como seres conscientes y con una perspectiva en primera persona sobre el mundo. Esta idea es, desde luego, contraintuitiva por más de una razón, pero ahora me gustaría centrarme en una de sus consecuencias más chocantes.

Imaginemos que vivimos en ese mundo en el que se hacen réplicas de las personas de tanto en tanto. Ahora tengo ante mí el ejemplar de Guerra y paz del que antes hablaba. Es evidente que lo que otorga valor al libro es su contenido, y que ese contenido se halla todo él intacto en cada uno de los ejemplares editados del libro. Pero ahora yo estoy viendo un libro concreto y me refiero a él cuando recuerdo que me lo regalaron mis padres un lejano verano de hace veintitantos años. ¿Cómo consigo identificar ese ejemplar e individualizarlo frente a todos los otros que son iguales a él? Simplemente, éste es el que yo tengo delante, el que estoy viendo y tocando. Yo puedo referirme a cosas particulares porque las sitúo en un marco espaciotemporal que tiene su punto de origen en mi cuerpo.

Ahora bien, yo no podría cumplir esa función de servir de punto de referencia desde el que situar las cosas particulares si yo mismo no fuera un objeto particular. Si yo fuera, como sostiene Hofstadter, una estructura, una forma que se puede copiar, en principio, una y otra vez, cuando yo tuviera un ejemplar de Guerra y paz ante mí yo no podría identificarlo como un objeto particular, porque yo mismo no podría autoidentificarme como objeto particular. Seríamos un poco, libro y yo, como objetos abstractos, como números. Las personas podríamos pensar y referirnos a formas abstractas; podríamos hablar de Don Quijote o de Hamlet, pero no de los libros concretos en que leemos acerca de ellos. Y lo mismo nos ocurriría cuando habláramos de otras personas o pensáramos en ellas. Podríamos referirnos al conjunto de propiedades que forman el tipo o estructura de esa persona, pero no a la persona concreta y material que sigue una trayectoria a través del espacio, como el resto de cuerpos.

Alguien podría preguntar ahora: ¿pero qué importan los particulares? Lo importante es poder leer las historias de Don Quijote o de Hamlet, no el papel y la tinta concretos que les sirven de soporte material. Lo importante, en las personas a las que quiero, es que siga existiendo su belleza, su ingenio y su sensibilidad, y a ser posible que yo pueda seguir disfrutando de ellos. ¿Qué importa el destino de las partículas materiales que son el sustrato último de esos rasgos, si esos rasgos pueden vivir en otros cuerpos? Y volviendo al mundo real, en el que no hay copias de personas enteras, ¿acaso no sobreviven de algún modo en nuestros recuerdos esas personas a las que amamos y que han muerto?

Me parece que no. El objeto particular es, a diferencia de la estructura que lo informa, irrepetible y único. Que este carácter insustituible importa es algo que sentimos, por ejemplo, ante las obras de artes plásticas auténticas, más aún si son antiguas. O ante pequeños recuerdos personales. Las réplicas pueden llegar a producir incluso cierta repugnancia, un sentimiento que está a medio camino entre el rechazo estético y la incomodidad moral. Pese a la gran belleza de la imagen de Hofstadter, el yo no es una sombra en un corredor de espejos, sino un particular material, desde cuya perspectiva percibimos las cosas y las personas concretas. Por eso, porque somos particulares materiales y amamos a hombres y mujeres que también lo son, las personas somos frágiles y, cuando perdemos a alguien querido, todo lo que nos queda de esa persona son recuerdos, huellas que ella ha dejado impresas en nuestro cerebro, pero no fragmentos en los que ella sobrevive parcialmente. Antonio Machado lo dice en estos versos:
 

¿Dices que nada se pierde?
Si esta copa de cristal
se me rompe, nunca en ella
beberé, nunca jamás.

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