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Yamaleddin al-Afgani

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Leyendo la polémica entre Ernest Renan y el «asiático ilustrado», como denominaba aquél al pensador y activista musulmán Yamaleddin al-Afgani, podría uno afirmar que no se ha avanzado mucho en siglo y cuarto ni en el conocimiento del islam desde Europa ni en la evolución interna del pensamiento religioso islámico para adaptarlo al mundo moderno.Y, sin embargo, volver a dicha polémica, profundizar en la figura de Yamaleddin al-Afgani, resulta un buen ejercicio para conocer los orígenes de un movimiento como el salafismo, que poco tiene que ver con sus deformaciones posteriores, que han llevado a engendrar el pensamiento más radical dentro del islam actual, lo que ha dado en llamarse el yihadismo salafí.

Nada como presentar esta traducción de la carta que al-Afgani publicó en el periódico Le Journal des débats el 18 de mayo de 1883 en respuesta a la conferencia de Ernest Renan pronunciada en la Sorbona el 29 de marzo sobre «El islam y la ciencia». El texto es una refutación de tópicos sobre el islam difundidos por entonces en Europa –y que siguen intactos más de un siglo después–, así como una muestra de que «otro islam es posible» si se ejercita el iytihad, el verdadero esfuerzo de interpretación libre de los textos sagrados fundamentales del islam, para no ver en ellos barreras para el cambio, evitando anteponer el dogma a la realidad, como siempre defendió este pensador musulmán.

Yamaleddin al-Afgani nació hacia 1838 en Irán, en el seno de una familia chií. De joven viajó por los santos lugares del islam –La Meca, Kerbela, Nayaf– y vivió en un Afganistán desgarrado por las guerras fratricidas a la muerte de Dost Muhammad. De su estancia en este país se conserva un texto del propio Afgani fechado en Kabul el 30 de octubre de 1868, que da idea de la personalidad paradójica y compleja de al-AfganiHoma Packdaman, Djamal al-Din AssadAbadi dit Afghani, París, 1966, p. 313. :

«El pueblo inglés me toma por un ruso. Los musulmanes me creen cristiano. Los sunníes me llaman chií. Algunos discípulos de los Cuatro Grandes Califas me suponen wahabí. Ciertos adeptos de los imames me consideran babi. Me califican de materialista los deístas, de corrompido los muy castos, de ignorante oscurantista los muy sabios y de ateo furibundo los fieles creyentes.

Ni el pagano me reconoce, ni el musulmán me considera de los suyos. La mezquita me rechaza. El templo me expulsa. Perplejo, no sé a quién vincularme, ni contra quién luchar. La renuncia a unos implica la adhesión a otros. La aprobación de una comunidad necesita la refutación de otra. Ninguna salida, pues, para que pueda escapar, ningún refugio para poder combatirlos.

Sentado en Bala Hessar de Kabul, con las manos entrecruzadas y quebrantado, espero ver lo que se dignará desvelarme la cortina de lo desconocido y cuál será la suerte que me reserva el mundo malévolo».

Algunas de las características de su pensamiento se encuentran ya en este texto: la comprensión de la relatividad de las creencias, la permanente oposición entre unas y otras, y la nostalgia de una unidad que permita un entendimiento mayor entre los hombres.

De Afganistán marchará a la India, El Cairo (un breve paso en 1869) y Estambul, en pleno momento de reformas en la enseñanza, apostando por el cambio bajo la protección de figuras reformadoras como el gran visir Ali Pacha. En la recién fundada universidad (Dar ülfünún), abierta a todas las ciencias y letras y tachada de demasiado laica por los ulemas ortodoxos, pronunciará una conferencia sobre el progreso de ciencias y oficios en la que, según Albert Hourani, situó la filosofía al mismo nivel que la profecía, en línea con algunos de los filósofos clásicos musulmanesAlbert Hourani, La pensée arabe et l’Occident, París, Naufal, 1991, pp. 112-113. Título original de la obra: Arabic Thought inthe Liberal Age 1798-1939, Cambridge, Cambridge University Press, 1983. . Estas ideas de apertura y su defensa prematura de un panislamismo opuesto a los imperialismos europeos, serán juzgadas subversivas, lo que le valdrá la expulsión de Turquía. «Había identificado –dirá de él Tariq RamadanEn el capítulo que le dedica en su obra El reformismo musulmán. Desde sus orígeneshasta los Hermanos Musulmanes, Barcelona, Bellaterra, 2000, p. 71. – cuál debía ser el doble desafío histórico: mantener la unión por medio de la referencia islámica y luchar contra el colonialismo de las potencias europeas».

Refugiado en Egipto en 1871, impartió cursos en la Universidad religiosa de al-Azhar, rodeándose de un núcleo intelectual del que destacaría su discípulo Muhammad Abduh, pero también figuras del futuro nacionalismo egipcio como Saad Zaglul, padre de la independencia de ese país. Vinculado al movimiento masónico conectado con Francia, se afiliará a la primera logia egipcia puramente árabe, El Gran Occidente Egipcio, el 31 de marzo de 1875, a la que pertenecerán los futuros jefes de la revolución nacionalista de Orabi Pacha de 1881Anouar Abdel Malek, Idéologie et renaissance national, París, Anthropos, 1969, p. 284. . Hourani señala que alAfgani enseñó a sus discípulos el verdadero islam, el de la teología, jurisprudencia, misticismo y filosofía. Pero también la acción: «El peligro de la intervención europea, la necesidad de una unidad nacional para resistir, de una mayor unidad de los pueblos islámicos, de una constitución para limitar el poder del soberano». Todo ello le valdría su expulsión de Egipto en 1879 a petición del cónsul de Inglaterra, tras un inflamado mitin ante cuatro mil personas en la mezquita de Hassan.

Después de una estancia en la India,Yamaleddin al-Afgani encontrará asilo en París en 1883. Allí conectará con los medios intelectuales liberales y progresistas que seguían de cerca la carrera interimperialista anglofrancesa, relacionándose con intelectuales y políticos como Victor Hugo y Georges Clemenceau. Famosa será su polémica con Ernest Renan sobre el islam y la ciencia, defendiendo la necesidad de compatibilizar religión y razón para evitar el distanciamiento entre una filosofía de minorías y un ideal religioso para el pueblo.

Pero Afgani no pasa inadvertido en la capital francesa, donde vivirá bajo la atenta mirada de los servicios secretos francés y británico. Allí publicará con su discípulo Muhammad Abduh, huido de Egipto, la revista Al-urwa al-wuzqà (El lazo indisoluble), un «periódico» a favor del progreso y la libertad de pensamiento en el mundo islámico y en contra de la expansión de la dominación europea. Aunque sólo aparecieron dieciocho números, llegó a tener gran influencia entre las élites musulmanas, hasta el punto de que su difusión fue prohibida por los británicos en los países que ocupaban.

Desde 1885, este «peregrino del panislamismo», como lo denominan Ignaz Goldziher y Jacques Jomier en la Encyclopédie de l’Islam, iniciará una vida de militancia que lo lleva a su país de origen, a Rusia, a la exposición universal de París, a Múnich, para retornar de nuevo a Persia, donde desempeñó un papel aglutinador de los núcleos partidarios de las reformas. Por ello sería expulsado en 1891, refugiándose una vez más en el Imperio otomano, manteniendo contacto con los movimientos opositores al Shah. Desde allí llevaría a cabo una intensa campaña contra las concesiones de monopolios a extranjeros, especialmente el del tabaco, pronunciando una fatua que prohibía su uso a todos los creyentes hasta que el gobierno persa no anulase la concesión, lo que finalmente acabará por hacer el Shah ante la envergadura alcanzada por el boicot.

En 1892, invitado por el sultán, se instala en Estambul, donde su ideal panislámico pasa por ser la nueva ideología oficial que pretende evitar el efecto centrifugador de los nacionalismos. Pero, demasiado cercano a la corte, la protección se convertirá en control. En 1896 el Shah Nasser Eddin será asesinado por un admirador de al-Afgani. El gobierno persa pide su extradición, que el sultán no concederá. En marzo de 1897 morirá de un cáncer de mentón, aunque los rumores hablaron de una muerte por envenenamiento.

El texto que se publica en estas mismas páginas es la versión española de la respuesta de Afgani a la conferencia de Renan. No es una justificación de la religión musulmana, una exculpación de las críticas que Renan le dirige. Es, por el contrario, una explicación racional de la esencia de todas las religiones, «refugio» o «apacible lugar» en el que la conciencia de la humanidad, «habitada por terrores a los que no puede sustraerse», encuentra reposo y «un campo ilimitado para sus esperanzas». A pesar de ello reconoce que, aunque la religión sea «yugo de lo más pesado y humillante, no puede negarse que es gracias a esta educación religiosa, ya sea musulmana, cristiana o pagana, por la que todas las naciones han salido de la barbarie y han progresado hacia una civilización más avanzada».

Considera también que «la religión musulmana es un obstáculo al desarrollo de las ciencias», que la sociedad musulmana «no se ha liberado aún de la tutela de la religión». Aduce en su favor, no sin cierta ingenuidad, que es una religión más tardía que las otras, pero sobre todo insiste en que el hecho de que los árabes acogieran y difundieran un día al Aristóteles olvidado de los europeos era prueba de su amor natural por las ciencias: «Los árabes, por muy ignorantes y bárbaros que fuesen en su origen, retomaron lo que había sido abandonado por las naciones civilizadas, reanimaron las ciencias extintas, las desarrollaron y les dieron el brillo que nunca tuvieron».

Al-Afgani quiere defender que lo mismo que las sociedades cristianas se liberaron del yugo de la religión, algún día lo podrían hacer igualmente las sociedades musulmanas. Es el sentido de la historia. Contrario a todo esencialismo, rechaza el oscurantismo en que sigue sumida la religión islámica y aboga por los «varios centenares de millones de hombres» a los que no puede condenarse «a vivir en la barbarie y en la ignorancia» por su condición de musulmanes.

Religión y filosofía, dirá, se contraponen, son irreconciliables. Una representa al dogma, la otra al libre pensamiento. El drama está en que las masas comprenden el lenguaje de la primera pero no de la segunda, que queda relegada a las minorías. Aunque al-Afgani fue un revolucionario, aunque supo arengar y manejar a las masas, aportarles un ideal de movilización, murió con la conciencia de no haber sembrado en ellas sus ideas, de haber frecuentado demasiado, sobre todo en la última etapa de su vida, las cortes reales. En la última carta que se conserva de él, se quejaba de esto: «¿No habría sido mejor sembrar la semilla de mis ideas en las fértiles tierras del pensamiento popular en vez de en las áridas tierras de las cortes reales?».

El elemento central de su pensamiento fue la defensa del iytihad, concebido como libre examen frente a la interpretación cerrada y fosilizada de los sabios musulmanes de su tiempo, que daban por válidas las interpretaciones efectuadas entre los siglos IX y XIII. Ciencia, filosofía, conocimiento, no son incompatibles a su juicio con una verdad revelada en las fuentes, en las que no hay que encontrar dogmas sino un principio vital para acercarse, sin anteojos, al descubrimiento de la realidad.

Unas décadas más tarde, este texto dirigido a Renan, poco conocido en el mundo árabe, será reclamado por Rachid Ridà a Chakib Arsalan, refugiado en Ginebra, para su difusión. Pero este último se negará a hacerloElie Kedourie, Afghani and Abduh. AnEssay on Religious Unbelief and PoliticalActivism in Modern Islam, Londres, Frank Cass, 1966. para que no se descubriese a un Afgani librepensador en un tiempo en que la ortodoxia volvía a dominar el panorama del pensamiento musulmán, como atestiguaba la condena al jeque de Al-Azhar Ali Abderrazik por defender la secularización del islam en su libro El islam y los fundamentos del poderTraducción francesa de Abdou FilaliAnsary, L’Islam et les fondements du pouvoir, Rabat, La Découverte-Le Fennec, 1994., en un tiempo en que acababa de ser abolido el califato.

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