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William Butler Yeats: El crepúsculo celta y La rosa secreta

La rosa secreta

William Butler Yeats

El Reino de Redonda

El crepúsculo celta

JOSÉ MARÍA GUELBENZU

El Reino de Redonda

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En 1885, Yeats participó en la creación de un grupo denominado The Dublin Hermetic Society. En 1887, cuando su familia vuelve a Londres, Yeats se une a la Theosophical Society. Visionario y anticientífico, lee con fruición a William Blake, a Swedenborg, a los neoplatónicos y se interesa por la alquimia. En 1889 conoce a su musa Maud Gonne –que le procuraría tanto fervor como grandes disgustos– y en 1896 a Augusta Lady Gregory, una aristócrata enamorada de los relatos tradicionales irlandeses. El crepúsculo celta data de 1893; La rosa secreta de 1897. Son los años en que el espíritu juvenil del poeta se mueve entre la magia, la tradición y el nacionalismo. Sin embargo, la muerte del controvertido líder irlandés Charles Stewart Parnell en 1891 abre también una brecha en sus convicciones, una brecha que matizará esas convicciones para darles una fuerza superior y una hondura literaria implacable. Parnell, como el lector sabe, está también en la vida y obra de otro ilustre irlandés, James Joyce. En 1899 propuso a Maud Gonne matrimonio y fue rechazado, pero su espíritu se enriqueció en la tormenta que siguió a este desplante.

De lo que se trata ahora es de fijar la época en la que Yeats puso sus ojos en la tradición irlandesa y afirmó las raíces que alimentarían toda su obra. Pero el poeta no fue un creador que retrocediese sino muy al contrario: halló en esas raíces el alimento para una obra que mantiene su modernidad sin caer en la nostalgia o la melancolía. Sus relaciones con la magia –incluso la magia negra–, con la teosofía –moda más que discutible de la época, pero de indudable excitación para una imaginación como la suya– y con la religiosidad celta apoyaron su imaginación extraordinaria en favor de una obra literaria cuyo desarrollo ha alcanzado el valor universal de toda gran literatura.

Las dos obras que ahora reedita El Reino de Redonda, siendo perfectamente acordes entre sí, presentan características diferentes. La primera de ellas, El crepúsculo celta, es un conjunto de anécdotas; la segunda, La rosa secreta, ofrece una serie de relatos más elaborados como tales. En cierto modo puede decirse que la primera se nutre de «apuntes del natural» y es una especie de cuaderno de antropólogo escrito con notable gracia, mientras que la segunda se atiene a las normas de la narrativa con más intención literaria.

Pensemos por un momento que las anécdotas e historias que en estos libros se nos cuentan pertenecen a lo que bien podríamos llamar «el imaginario de la tribu», es decir, de una sociedad pequeña que habita una comarca cerrada. Cecil Maurice Bowra, en su Poesía y canto primitivo, dice que «el canto primitivo carece del carácter general que impone a la poesía moderna el deseo de interesar a una audiencia ilimitada cuyos miembros no conforman un sistema único de ideas, hábitos o creencias, y menos aún comparten sus actividades e intereses diarios unos con otros. El compositor primitivo compone sólo para su pequeño grupo y es libre de suponer que cada detalle, por individual que sea, se comprenderá en su justo valor. Esto le confiere una profundidad completamente personal». La lectura de El crepúsculo celta se atendría en mucho a esta afirmación. Sin embargo, dentro del anecdotario que lo compone, propio exclusivamente del alma celta, hay un componente universal que nos permite leerlo con completa cercanía. ¿A qué se debe esta calidad universal de lo particular? Evidentemente, la respuesta sencilla sería la de reconocer que, aun tratándose del relato de sucesos claramente localizados, es la perspectiva histórica del autor quien los coloca en un lugar de apreciación de orden general. No habla el primer relator originario de estas historias transmitidas en el interior de una sociedad cerrada, sino un compilador de nuestro tiempo perteneciente a una sociedad abierta y eso se debe notar. Lo cual es cierto, pero insuficiente.

Sigamos con Bowra: «Un mito es un relato cuyo propósito fundamental no es entretener, sino ayudar al hombre primitivo en asuntos que le desconciertan y que no puede llegar a comprender, como lo hacemos nosotros, empleando un método de análisis o la abstracción, ya que son procedimientos que superan sus recursos lingüísticos y mentales. En cambio, se les ofrece un relato que procura arrojar luz sobre los temas oscuros con la ayuda de algún tipo de antecedente o paralelo histórico. Si algo ocurre en el presente es porque otro acontecimiento no muy distinto sucedió en el pasado o sucede fuera de la escena familiar del tiempo». El mundo de los sucesos que nos cuenta Yeats en El crepúsculo celta no difiere apenas de la apreciación anterior; sin embargo, los leemos con la misma fruición que los cuentos populares o las historias de la corte del rey Arturo. Ahora bien, entre éstos una seria diferencia: los primeros cumplen con la pura función social del relato para el grupo; las segundas, en cambio, adquieren una mayor generalidad, propia del territorio del mito ya elaborado literariamente. Los primeros son propios de una sociedad primitiva, las segundas proceden de una concepción más amplia y refinada del mundo. Las historias del caballero y su dama pertenecen a una concepción de valor universal en la Edad Media: el concepto del amor cortés. Los cuentos populares La mirada del narrador William Butler Yeats: El crepúsculo celta y La rosa secreta son ejemplares, carecen de refinamiento y se transmiten de valle a valle, de comarca a comarca, con el alcance y las modificaciones propias de la oralidad, y es por su rodar oral como han llegado hasta nuestros días, bien que en muchos casos disfrazados de cuentos para niños procedentes de sus diversas variantes.

William Butler Yeats estaba poseído de fervor nacionalista cuando escribió estos dos libros y si bien mitigó o recondujo ese fervor, no dejó de sentirse profundamente irlandés a la hora de construir su obra literaria; lo cual le convierte en ese tipo de escritor que accede a lo universal a través de lo particular. Por citar otro ejemplo, William Faulkner, escritor seminal del siglo XX, opera de modo semejante creando el condado de Yoknapatawpha. Pero, a diferencia de la transmisión oral, su trabajo tenía un destino literario. Se trata de fuerzas contrarias: el cuento popular está destinado a cambiar constantemente; el relato literariamente elaborado pretende permanecer igual a sí mismo a través del tiempo.

La ejemplaridad del relato oral es decisiva para la tribu o grupo; por ejemplo: la imagen de los zapatos de hierro que debe portar un personaje que ha perdido algo que debe recuperar –y que debe portarlos hasta que el desgaste de esa suela de hierro le indique que ha llegado a donde debía– lleva consigo la idea de que todo lo que uno desea y necesita ha de conseguirse con esfuerzo. El modelo narrativo que Yeats elige remeda el estilo oral, pero su refinamiento literario es un prodigio de asimilación y decantación y, desde luego, no es la ejemplaridad el motor de sus relatos. Lo que verdaderamente se encuentra tras ellos es una concepción del mundo que se asemeja también a la del mundo primitivo, pero que es usada como recurso literario: la idea de que el mundo de lo sagrado y la realidad profana son una misma cosa. En la mente primitiva, ambos conceptos no están separados. Por el contrario, en el mundo de Yeats la convivencia entre espíritus y personas sí separa a unos y a otros en dos órdenes distintos que, muy a menudo, dan lugar a la inarmonía y al pacto, pues han de procurar no estorbarse so pena de incurrir los humanos en burlas, castigos o venganzas por parte de los espíritus, que son de natural más soberbios y exclusivistas a juzgar por lo que se cuenta aquí.

Pero es justamente ahí donde, a mi modo de ver, se encuentra la intersección entre tradición y modernidad, cuya posición sitúo en lo que llamaremos la «intención» del autor frente a la «vivencia acrítica» del colectivo anónimo. La sacralización de la naturaleza que el campesino irlandés decimonónico acepta a la hora de recibir e interpretar los cuentos contiene la tradición que un autor moderno reclama desde el presente. Por ejemplo: lo que se mantiene en pie y en lo que ambos –colectivo y autor– están de acuerdo es en que, siempre, cerca de la Bondad ronda la Maldad; pero mientras que para el colectivo eso es una vivencia procedente de un modo de vida en activo, para el autor es en realidad un asunto de melancolía, por mucho que sus preocupaciones, en esos años, lo coloquen dentro del nacionalismo irlandés. De hecho, tras la muerte de Parnell, un hombre tan lúcido como Yeats se irá desencantando de lo mítico para empezar a aceptar la descarnada realidad. Del mismo modo que se ha de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, Yeats acepta de la vida lo que es la vida –y el sentido profundo del ser, del hombre– y devuelve al nacionalismo lo que es del nacionalismo.

Pero en estos dos libros, entre enebros y zorros, avellanos y gatos marta, olmos escoceses y erizos, alheña y tejones, venados y carpes, los hombres se encuentran con los espíritus y todos recuperamos algo de una clase de jovialidad que parecía perdida. «Uno no se desmaya ante un duende sino ante un demonio», dice uno de sus personajes. Y lo cierto es que Yeats establece una especie de reino feérico de la nostalgia que le hace decir cosas tan sugestivas como ésta: «En Irlanda hay algo de atemorizado afecto entre los hombres y los espíritus. Se maltratan los unos a los otros sólo dentro de lo razonable; cada uno admite que el otro tiene sentimientos. Hay puntos más allá de los cuales ninguno de los dos irá». Recuerda la historia de aquel gallego que encontróse en un recodo del camino a Dios pidiendo limosna y, en el recodo siguiente, al Diablo haciendo lo mismo. Y le dio una moneda a Dios porque era bueno y otra al Diablo porque no era malo.

Si bien los relatos de El crepúsculo celta no pasa de ser, literariamente hablando, de un recuento de sucedidos, La rosa secreta contiene relatos más propiamente narrativos, construidos como cuentos propiamente dichos. «Al borde de la carretera» bien podría ser un excelente resumen de intención del agrupamiento de anécdotas de El crepúsculo celta mientras que «Sueños que no tienen moraleja» sería un ejemplo perfecto de relato clásico donde, en efecto, no hay moraleja –no la hay en casi ninguno de los textos, sino esa relación entre sagrado y profano como asunto sustancial de vida– pero sí un retrato de relaciones humanas, de malentendidos y acuerdos y de relación entre el bien y el mal realmente esplendorosos. En cambio, La rosa secreta está más cerca de un resignado y noble lamento por las hermosas causas perdidas en contraposición a la rastrera vida y los burdos saberes de los nuevos tiempos. Es un lamento por la grandeza inútil en tiempos de ignorancia. «Costello el orgulloso», por ejemplo, es una de esas bellas historias de amor y de muerte que sólo se dan de tarde en tarde. Y en este libro encontramos también una mayor presencia del autor y, naturalmente, una más hermosa construcción textual, pues se halla más elaborada. Sólo citaré dos modelos de estilo. Uno, el modo sencillo de cargar de sentido y de historia el cansancio de un anciano: «[…] pues vuestra mano hoy parece más pesada sobre mi hombro y vuestros pies menos firmes de lo que me han parecido otras veces». El otro, esta imagen compleja de un viejo gaitero: «Los rojos cabellos le caían por el rostro como orín de hierro resbalando por una roca».

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Ficha técnica

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