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Las nubes y las tormentas

Viajes con mi padre

LUISA CASTRO

Planeta, Barcelona, 230 págs.

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Viajes con mi tía es un libro en que Graham Greene relata las peripecias por Europa de un ejecutivo, empleado en un banco británico, junto a su excéntrica tía. Lo publicó en 1969: entonces Luisa Castro tenía tres años, y ya era dos años más pequeña que su hermana mayor –mucho más alta, más guapa y más lista– y ya era hija de un marinero que pasaba largas temporadas en la mar y de una mujer que estaba enormemente preocupada por el futuro de su vivienda, de sus hijas, de su dinero. No es de esa primera infancia de la que habla Luisa Castro en Viajes con mi padre, sino de su adolescencia, cuando la literatura pasó de ser su refugio a ser su trabajo, el sentido de su vida. Viajes con mi padre es un libro de memorias. Luisa Castro (Foz, Lugo, 1966) evoca su vida en Foz y en Santiago de Compostela. Pequeñas historias familiares llenan las páginas: el trabajo, a veces aventurero, de su padre en el mar; las intrincadas apuestas laborales de su madre, pequeña hostelera o trabajadora en una fábrica de conservas; la fascinante vida de Amanda, prostituta asesinada, dotada de una imaginación portentosa, lectora de Kafka y de Delibes; el obstinado amarre de su abuela a un presente más cómodo, que une la tradición y la última novedad en sanitarios; la vida casi noble de su tía en Madrid; la presencia repipi de Mar Barbero, de Alcañiz (Teruel), que le arrebató su premio de escritura en Alcázar de San Juan; el relato de un robo frustrado en un mercadillo; la increíble aparición de un delincuente amigo de su padre…

Pero, sobre todo, Viajes con mi padre es la reconstrucción del imaginario de escritora de Luisa Castro, el puzzle con el que quiere explicar (explicarse a sí misma y explicarle al lector) cuáles son las claves de su universo simbólico, el que ha plasmado en su poesía y en sus ficciones. Había abordado a menudo la relación con su padre en sus poemas, y aquí se pormenoriza con cuidado, con precisión, hasta el último extremo, a veces con demasiada limpieza: la condición un tanto femenina del marino; un incesto en grado de tentativa simbólica; su ausencia permanente de la vida cotidiana; la idealización; la no continuidad respecto al mundo ordinario… e incluso la posibilidad de que su padre realmente no sea su padre biológico, y él lo sepa y se lo haga saber de forma difusa a su hija. Sobre esa inseguridad del hijo respecto a la verdadera identidad de su padre se ha extendido Marthe Robert en sus ensayos. El padre de Luisa Castro se convierte en figura mítica, en referencia de lo que sucede al otro lado de la realidad, en enigma, en tótem y tabú.

En el otro extremo, aparece la madre, que encarna el pragmatismo, lo físico, lo terrenal, todo lo que está por venir y que tiene que atarse con antelación. Es la guía, la que traza con cuidado los planes, la que no duda, la que ejerce el matriarcado no como una delegación ni como una concesión, sino como auténtico destino.

Además de este mundo binario, pero no maniqueo, Luisa Castro ofrece otros puntales de su escritura, como la enfermedad, que también había abordado en su novela La fiebre amarilla (Anagrama). Es durante una larga enfermedad, en la que el peligro de la muerte no se enuncia, cuando Luisa Castro toma conciencia de su condición irrenunciable de escritora. Como en Proust, como en Kafka o como en Juan Ramón, es la enfermedad la que acaba de configurar la identidad del escritor, su estatuto «diferente» frente a un mundo convencional.

La tradición literaria en la que se reivindica Luisa Castro es la gallega, la que extrae de la apariencia mágica de los sucesos fantásticos una interpretación otra de la realidad. Álvaro Cunqueiro es el gran patrón de esa tradición gallega en la que se inserta Luisa Castro: que abandonó su condición de escritora en gallego, que tradujo sus poemas escritos en gallego al castellano para escapar de una vida en la que se sentía encerrada. Viajes con mi padre es también la historia de una amputación, en la que una escritora pierde su voz natural para acogerse a una voz literaria: que abandona la lengua de sus padres para intentar ocupar su propia voz. Y la deuda permanente con la lengua gallega se aprecia a menudo en esta autobiografía, que deja paso a las expresiones populares en gallego para explicar mejor la pérdida, la ruptura con su mundo de afectos.

En buena medida, el libro de Luisa Castro tiene mucho que ver con libros recientes en los que se explora la infancia y la adolescencia a la búsqueda de ese «primer momento» de la escritura: La terceraguerra mundial (Anagrama) de Ismael Grasa, La infancia y sus cómplices (Xordica) de Fernando Sanmartín, o Me muerden los relojes (Pre-Textos) de Ángel Guache entran en las mismas aguas: se timan con la muerte, la iniciación sexual, las relaciones familiares o la educación. Viajes con mi padre es un libro muy libre, que en su desarticulación –la acción fluye sin especiales sujeciones– tiene la mayor de sus virtudes, pero en el que se echa de menos una mayor rabia al abordar algunos asuntos: quizá lo que se echa de menos es la potencia con que los ha tratado en su poesía. Escribe Luisa Castro que sólo quería contar cómo se sentía «flotando en una nube» cuando caminaba con su padre. Pero la sensación que transmite es la de un gran desasosiego: algo flota, sí, pero es más oscuro y menos liviano que una nube, es toda una tormenta. Ojalá tuviera más rayos, más truenos.

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Ficha técnica

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