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Asomarse y sentir vértigo

Ventanas de Manhattan

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Seix Barral, Bracelona, 382 págs.

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Así comienza una película de King Vidor, The Crowd. Se estrenó en 1928: el crack –y no la prosperidad– estaba a la vuelta de la esquina. La cámara enfoca un rascacielos; el campo de visión se va concretando en una de las ventanas y penetra en una oficina interminable donde hormiguea un sinfín de contables, hasta dar con el protagonista, que observa con impaciencia el último minuto de la jornada laboral. ¿En el principio fue el verbo? ¿O la mirada? Cuando Vidor rodó esa escena faltaba poco para que el sueño americano se resquebrajara, muy poco para

que un granadino, Federico García Lorca, compusiera un réquiem de versos como Poeta enNueva York… Años después, otro andaluz, Antonio Muñoz Molina, atraviesa con su mirada las Ventanas de Manhattan. Es difícil andar por las avenidas que galvanizaron el cosmopolitismo de entreguerras. Difícil sacar a pasear la sensibilidad por Manhattan obviando a Woody Allen, a Morand o «la ciudad automática» de los ojos vanguardistas de Ramón y Camba. Desde que divisa el skyline de rascacielos, nuestro escritor se asoma al vértigo de la megalópolís. Se siente cohibido ante la violencia de la vida, los oropeles descarados de la riqueza, la roña de la degradación humana y la displicencia de los conductores de autobús. Se le va la mano por la cuartilla, como impelida por energías mediúmnicas: «Miro y escribo. Me gustaría que la mano avanzase sola y automática para que los ojos no se apartaran ni un segundo del espectáculo que alimenta la inteligencia y la escritura». Eso, inteligencia y escritura. Muñoz Molina posee ambas cualidades. De sobra. Es difícil escribir en Manhattan después de tantas miradas. Tantas películas. Más difícil todavía cuando se vive el 11-S. Difícil respirar el olor a ceniza mojada de las Torres Gemelas y llevarlo a la cuartilla, después de tantos documentales, tantas moviolas de la jugada más siniestra del terror. Ese gol por sorpresa en el primer minuto del Tercer Milenio. Ese puñetazo que niega la victoria por puntos y obliga a ganar el combate por K.O. Difícil no obcecarse entre la humareda que niebla la vista.

Ahíto de sensaciones, admirado y aturdido, Muñoz Molina transita por la ciudad que impresionó García Lorca. La ciudad donde reside El jinete polaco, ese cuadro atribuido a Rembrandt que inspiró una de sus novelas más celebradas y que puede contemplarse en la Frick Collection. Cada ventana se le antoja el marco de una obra de arte suspendida en la cúspide artdéco del Waldorf Astoria. Se asoma a La ventana indiscreta de Hitchcock, cruza Central Park pensando en una película de Dieterle y elucubra sobre lo que hace ese hombre o esa mujer ensimismados como los personajes que Hopper enclaustró en un hotel.

Muy a menudo, el arte inflama la prosa de Muñoz Molina: las frases se van engarzando con la cadencia iluminada de poemas en prosa. Cada vez que se fija en una ventana, suelta las riendas de la sensibilidad y, digámoslo, en alguna ocasión se le va la mano en prolijas enumeraciones, comentarios sobre arte, películas… Porque Ventanasde Manhattan es una obra proteica como la ciudad que la inspira y eso tiene ventajas e inconvenientes. Sentirse como una hormiga en la urbe donde nadie te reconoce impele a la lucidez. Como escribe Muñoz Molina, «viajar sirve sobre todo para aprender sobre el país del que nos hemos marchado». La multitud mareante y diversa agota incluso al voyeur más empecinado; pero el anonimato resulta siempre ventajoso. La mesa de un Starbucks Coffee puede ser la tabla de salvación en el océano multitudinario. Nuestro escritor reposa mientras hojea The New York Times que alguien dejó tirado entre las tazas de café, mientras contempla por el ventanal a un centroamericano que sale por la puerta trasera de un restaurante tras doce horas de fregar platos. Muñoz Molina saca partido de la ciudad de los contrastes. La lasitud con olor a café y tonos del Trieste de Magris frente a la ley de la calle que obliga a pensar rápido. La opulencia cultural frente a la podredumbre humana que remolonea entre bolsas de basura. Los colores de Warhol, Hockney o Lichtenstein frente al cromatismo de la muerte: «De una bandera americana hecha con crisantemos se desprende un denso olor a cementerio»… En los pasajes sobre el 11-S que vivió en directo columbra la fragilidad de los ídolos del Progreso. La ciudad automática, el dinamismo de las notas de jazz que palpitan en su diario quehacer, las nubes que recorren los cielos y aceleran el calendario, como en Koyaanisqatsi, se desploman en la fosa común de la Zona Cero. El partido se interrumpe porque llega el tiempo muerto…

¿Qué ha escrito Muñoz Molina? No es un libro de viajes, aunque esté repleto de referencias turísticas y homenajes al exilio; no es un dietario, aunque su temporalidad quede acotada por los acontecimientos y su experiencia como profesor universitario; tampoco una crónica periodística, pese al valor testimonial del 11-S; no faltan elementos de ficción, recuerdos de estancias anteriores… Como advierte el título, es un mosaico literario, una ciudad en viñetas, un inventario de cosas vistas, una colmena de miradas, una miríada de sensaciones. A veces, una glosa estética de la cultura como manual de supervivencia ante una realidad agresiva… Pero, sobre todo, el tour de force de un escritor que apuesta por un estilo hasta las últimas consecuencias. El que mira la lluvia sobre Manhattan y la vierte a la cuartilla como un poema en prosa. El que pasea por el «rastro» de la Sexta Avenida y se topa con un folleto desvaído con fotografías de la participación de los Coros y Danzas de la Sección Femenina en la Exposición Universal de 1965. El que contempla en la Morgan Library un libro de Tácito en latín con acotaciones de Wilde, o escruta la temblorosa caligrafía de los soldados de la guerra civil americana.

Aquí cabe todo. Y cuando se apuesta fuerte por la obra total, no siempre se sale indemne. En algunos pasajes, la ambición estilística de Muñoz Molina ahoga la vivacidad de la experiencia y trunca la posible complicidad del lector. Eso sucede cuando se reiteran situaciones ya descritas y el relato adquiere el vaivén de la perorata; o cuando la admiración por Avedon o Katz se convierte en una digresión culturalista que resulta demasiado onerosa para el ritmo de la narración.

No cabe duda de que Ventanas de Manhattan no será un título menor en la obra de Muñoz Molina. En cada página, el escritor ha volcado su visión del mundo; ha hecho de su travesía americana una catarsis personal e intransferible: el vértigo del autoconocimiento: «No soy nadie aquí, o soy un Don Nadie, y sin embargo soy más yo mismo que nunca, más que en cualquier parte…». El autor de Sefarad culmina un periplo tan aleccionador como extenuante, una experiencia lacerada por el 11-S que le permite baremar la fragilidad de toda existencia y, al mismo tiempo, echarle un pulso a las potencialidades de la lengua y los géneros literarios.

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