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El detective Carvalho en una Barcelona en ruinas

El hombre de mi vida

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Barcelona, Planeta, 288 págs.

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Por lo común, la cubierta escogida para una novela no constituye, en sí misma, un hecho significante, ni siquiera un presagio de lo que podemos hallar entre sus páginas. No ocurre así con la última novela de Vázquez Montalbán. Bajo el título –propio de subgéneros literarios lejanos a la trayectoria literaria del barcelonés– yace el que parece fin justificativo de las trescientas páginas que esperan, ávidas, a un nuevo lector: «Vuelve Pepe Carvalho». La fotografía de la nueva y radiante Barcelona augura la reconversión burguesa del antaño maldito detective. Pero vayamos por partes.

En El hombre de mi vida existe un sustrato ideológico, sobre el que se asienta la trama argumental, digno de ser tenido muy en cuenta. Como suele ser habitual en su quehacer literario, Vázquez Montalbán hace gala de una visión ácida y, a ratos, cáustica de la realidad inmediata que le rodea. Así, pocos son los gremios que permanecen incólumes tras ser expurgados y enjuiciados por la pluma mordaz del escritor. En concreto, el autor de Los mares del Sur parodia, hasta el sarcasmo, las bases, pretendidamente sólidas, del nacionalismo catalán, más atento a cuestiones económicas que ideológicas y cuyos mentores, tras la apariencia de respetables políticos, resultan ser miembros integrantes de una especie de secta que concibe Cataluña como un pueblo elegido por Dios. La pintura decadente se completa con una Barcelona de valores burgueses y conservadores, lejos ya de los aires de vanguardia que la caracterizaran en décadas anteriores: «Todas las metáforas de la ciudad se habían hecho inservibles. […] Barcelona se había convertido en una ciudad hermosa, pero sin alma» (pág. 19).

Ahora bien, no hay nada más allá de las buenas intenciones y de la mirada, a ratos lúcida, del narrador. Tras un comienzo prometedor, en el que se observa una cierta retranca paródica respecto del género policiaco y sus resortes más recurrentes, la novela cae en un hondo precipicio. En primer lugar, por la falta evidente de planteamiento previo. El asesinato que desencadena la resurrección literaria del detective Carvalho parece estar relacionado con una serie de intereses económicos y políticos, íntimamente emparentados con el nacionalismo catalán conservador. El estilo impreciso y hasta caótico con el que se teje esta enrevesada red de determinantes iniciales hace que el eje motivador del relato se extinga muy pronto, de manera que Vázquez Montalbán no tiene más remedio, a falta de pericia para dotar a la novela de un nuevo rumbo, que aderezar esa apenas esbozada trama con nuevos condimentos. Ahora bien, el escritor catalán parece haber olvidado una de las reglas de oro del género que, en su día, le consagrara como narrador. Para que una novela policíaca resulte convincente, todos y cada uno de los elementos que la integran tienen que necesitarse entre sí; digámoslo de otra forma: de nada sirve la introducción aleatoria de situaciones y personajes si unas y otros no cumplen un papel determinante que debe estar justificado al final de la obra. De esta forma, el relato resulta tramposo y, por ende, incoherente desde las propias coordenadas internas de la novela. El hombre de mi vida, pues, termina siendo una especie de cajón de sastre, en el que tiene cabida cualquier planteamiento, por esperpéntico que parezca, a fin de adornar un relato policíaco en realidad inexistente. Siguiendo con el razonamiento, el asesinato inicial no alcanza una explicación que convenza. Los intereses políticos que parecían haberlo propiciado degeneran muy pronto en un rocambolesco desfile de fantoches que sirven de punto de partida, a su vez, a otras tantas líneas de investigación a cual más increíble: satánicos conversos en lucha constante por una Cataluña independiente, burgueses aburridos metidos a cátaros… Por si todo ello fuera poco, la novela soporta un grado de maniqueísmo extremo. La larga nómina de dramatis personae se reparte en dos grupos totalmente diferenciados en los que no ha lugar a matices: buenos y malos. Un sector aparte es el representado por las mujeres, poco menos que objetos siempre dispuestos a satisfacer las necesidades primarias de los varones que se van encontrando en el camino.

En fin, que El hombre de mi vida acaba por ser una fallida novela de género, en la que la anécdota policiaca resulta, a todas luces, una excusa para narrar la decadencia de Carvalho y su necesidad de encontrar cobijo en los brazos del sexo opuesto; la pretendida «vuelta» del detective no es sino su definitivo testamento que lo entierra como personaje. A fin de cuentas, quedará el recuerdo de un Carvalho irónico, transgresor y de vuelta de todo que muy poco tiene que ver con el que aquí se nos presenta.

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Ficha técnica

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