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V. S. Naipaul: el exilio como género literario

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El exilio también tiene sus privilegios. Uno de ellos es, por ejemplo, la voluble perfección de vivir imaginariamente la vida que pudo haber sido y no fue. Otro es la aceleración del tiempo que proporciona el retorno.Volver a ver un rostro conocido después de una ausencia de, digamos, quince años, equivale a ver el futuro de una persona dibujado en sus facciones. El presente es como una máscara o maquillaje yuxtapuesto al rostro conservado en el recuerdo. La diferencia es la vida de esa persona. La sensación que estas epifanías nos dan es digna de los dioses: desplazado en el espacio, el exiliado también puede desplazarse en el tiempo.V. S. Naipaul ha construido toda su obra, una de las más significativas de nuestra época, a partir del punto de vista del exilio, de sus ausencias y retornos.Y gran parte de la severa belleza de sus libros consiste en su elegante inevitabilidad, el natural ajuste entre el autor y su destino.

Naipaul no fue exiliado ni escogió el exilio: nació en él, es todo lo que conoce y experimentó de la vida. Su caso es barrocamente complicado. Nació en Trinidad, pero es de origen indio. A pesar de pertenecer a la casta de los brahmanes, sus abuelos campesinos emigraron de la planicie del Ganges para escapar de la miseria en las plantaciones antillanas. Extranjero en su patria, Naipaul sintió en su primer viaje a la India que allá también era extranjero, aunque embargado, por primera vez en su vida, por el placer de poder perderse en la multitud sin llamar la atención. En Inglaterra, donde estudió como becado en Oxford, había sido triplemente extranjero: además de ser un «colonial», era un «indio oriental de las Indias Occidentales». Naipaul no fue el único en dividirse en múltiples identidades, muchas veces ambiguamente conflictivas, en la era poscolonial que comienza después de la Segunda Guerra Mundial. El siglo XX y en especial los últimos cincuenta años constituyen el más grande período migratorio de la historia de la humanidad, y es probable que sea su factor distintivo ante los historiadores futuros. También es probable que Naipaul sea considerado uno de sus cronistas supremos.

Existen almas simples que creen que un escritor sólo puede entender y describir la sociedad, la política, la historia, si escribe como un sociólogo, un tratadista (o ideólogo) o un historiador. El resultado de ese tipo de esfuerzos suele nacer muerto, reflejo de visiones prefabricadas.Vale la pena considerar las obstinadas, minuciosas dificultades del procedimiento contrario: cómo la elaboración de una obra literaria de incorruptible probidad puede llevar al descubrimiento lúcidamente fiel de fenómenos sociales, políticos, históricos, que sea una visión de primera mano, premio inesperado de la virtud desinteresada de la obra de arte.Y justamente la trayectoria estética de Naipaul consiste en la tradicional búsqueda de la comprensión del mundo y de su personal posición en él. Mientras otros escritores en situación similar trataron de prepararse para esa tarea con un esquema teórico, ideológico, que explicase todo de una manera racional y coherente, para a partir de eso situarse como una realidad viviente –y, por tanto, intratablemente irracional e incoherente–, Naipaul prefirió observar la realidad a palo seco, guiado sólo por la insobornable disciplina interna de la obra de arte. Definiéndose personalmente en términos de su obra, terminó descubriendo y definiendo una amplísima veta de humanidad, a la que pertenecía. Eso explica que la mayor parte de su obra sea autobiográfica de manera directa o indirecta.

Abundan los ejemplos. Después de haber publicado un par de novelas sobre la Trinidad de su infancia, le encomendaron un libro de viajes sobre las Antillas. La moda de la época era el nacionalismo anticolonial de corte marxista, en el que las palabras de orden eran imperialismo y lucha de clases. Naipaul ignoró las teorías consagradas y se dedicó a observar la gente y la vida. Llegó a la conclusión de que Trinidad no era un país europeo de la periferia, sino una sociedad africana situada en el Caribe y definida por su relación con la Gran Bretaña. Es fácil imaginar el escándalo e indignación con que el libro ( The Middle Passage, 1962) fue recibido. Sin embargo, diez años después, la política trinitaria comenzó a definirse en los términos raciales y culturales de su identidad africana. Pero la política racial del victimismo étnico tampoco escaparía a la implacable lucidez de Naipaul. Primero en un gran reportaje –Naipaul es uno de los grandes periodistas del siglo XX – y después en una novela (Guerrillas, 1975), examina de cerca el fenómeno de los «líderes revolucionarios» negros que se autofabrican según el figurín norteamericano. La figura de «Michael X» era característica: un joven aventurero que, después de explotar prostitutas en Londres, descubre las lucrativas ventajas de declararse víctima racial, con el apoyo y aplauso de las señoronas del «radical chic» británico. La historia termina con una carnicería sexual y política en Trinidad. El libro de Naipaul fue el primero en mostrar –mostrar y no «denunciar»– lo que él llamaría «el retorno a la selva».

Las observaciones de Naipaul, tan impávidas como intensas, adquirirían con el tiempo, la práctica y renovadas experiencias una desconcertante capacidad profética. Largas estancias en África produjeron reportajes y ficciones que dan continuidad y perspectiva a la sombría visión de Joseph Conrad. Una magnífica serie de libros, algunos de ellos espontáneamente «posmodernos» en su mezcla de ficción, reportaje y autobiografía, consiguieron vaticinar el «retorno a la selva» de Uganda ( In a Free State, 1971) y del Congo (A Bend in the River, 1979), revelando los paradigmas del nacionalismo socialista africano. Naturalmente, la primera y más fácil acusación de sus críticos fue la de racismo. Pero Naipaul pinta despiadadamente ciertos elementos, que tipifican nuestros tiempos, como comunes hasta en las sociedades más blancas y europeizadas. Los argentinos, por citar un ejemplo, aún no digieren la conclusión de Naipaul de que su historia de expolio, resentimiento y violencia no debe ser comparada con las sociedades del Mediterráneo, sino con Haití.

En todo momento han sido sus credenciales biográficas –una confluencia de culturas y tiempos históricos barajados, perdidos y recuperados– las que han dado un ángulo de visión. En un libro de madurez ( AWay in the World, 1994), Naipaul dice: «No teníamos antecedentes. No teníamos un pasado. Simplemente estábamos allí, al pairo». Su trabajo literario es una reconstrucción y defensa del pasado, un situarse en el mundo. Es también la búsqueda de un orden: «Escribir, a pesar de su distorsión inicial, clarifica, hasta se vuelve un proceso de vida». Estas palabras son de Ralph Singh, exhausto político caribeño que revisa su vida desde su exilio londinense en la novela TheMimic Men (1967), que cierra el ciclo trinitario de la obra de Naipaul. Para Singh, «nacer en una isla como Isabella [Trinidad], un oscuro trasplante en el Nuevo Mundo, bárbara y de segunda mano, era nacer en el desorden». Podría ser el propio Naipaul. Como cuenta su amigo (ahora enemigo), el escritor estadounidense Paul Theroux, Naipaul solía decir que venía «de una islita ridícula».Y su implacable exigencia de lucidez, rigor, eficacia, claridad y verdad es parte irrenunciable de su rechazo del naufragio sórdido y fraudulento de las sociedades poscoloniales.

Críticos perezosos interpretan eso como el resentimiento de un renegado. Se olvidan de que no se puede renegar de lo que no es nuestro, o de aquello que sólo es nuestro por la imposición malevolente de los otros o el destino. Naipaul dio una sardónica respuesta a los que le pedían una visión menos satírica de los pobrecitos de este mundo: analizando las novelas de Evelyn Waugh en términos de los biempensantes, Naipaul sugirió que Waugh debería ser menos negativo con sus compatriotas británicos. Es decir, Naipaul reivindica el derecho personal de ver las llagas del llamado Tercer Mundo con el ojo despiadadamente crítico del que se examina en un espejo.

Mejor sería decir un abarrotado gabinete de espejos. Aún en el colegio, Naipaul se había jurado que escaparía de Trinidad, un lugar «donde las historias nunca hablaban de éxitos, sino de fracaso: gente brillante, ganadores de becas de estudios, que habían muerto jóvenes, habían perdido la razón o se habían ahogado en el alcohol». Pero la Inglaterra tan deseada, a través de los libros, lo desilusionó. Al terminar sus estudios universitarios, en 1956, vuelve a Trinidad, pero sólo para volver corriendo a Inglaterra. El resultado de esa primera mirada al espejo serían varios libros, que culminan con una de las grandes novelas contemporáneas, A House for Mr Biswas (1961), escrita antes de los treinta años. Como con Ralph Singh, la escritura de esos volúmenes había establecido un orden inteligible en su vida, haciéndola «histórica y administrable».También había cumplido una tarea: «Viviendo de una cultura prestada, el caribeño, más que otros, necesita de escritores que le digan quién es y dónde está» ( The Middle Passage, 1962).

Él mismo, sin embargo, tenía una «zona de sombra» –es decir, otro turbio espejo– en sus orígenes indios. Después de un año en la India, escribe (en An Area of Darkness, 1964): «Aprendí la distancia que me separaba de la India, y me contenté con ser un "colonial", sin pasado, sin antepasados». Desde entonces su base será Inglaterra, «territorio neutral», pero tan solo una base para una vida errabunda con largas estancias en otros continentes. Aquí sucede algo extraordinario. Naipaul descubre que la suya es una condición que va mucho más allá de sus circunstancias personales. En mayor o menor medida, todas las sociedades poscoloniales, cada una a su manera, habían producido una humanidad en el exilio. Para ella, «la vida siempre ocurre en otros lugares», por el simple hecho de que la mezcla superficial, improvisada, venal y mendaz de culturas avanzadas y atrasadas (atrasadas porque aspiran a las avanzadas) produce un estéril vacío espiritual en el que no se aprecia lo que se tiene y no se comprende rectamente lo que se desea, dada la falta de un pasado o su degradación. Como casi siempre en la gran literatura, una búsqueda personal y local realizada con inquebrantable probidad había desembocado en una dimensión universal.

Lo que diferencia a Naipaul en su diagnóstico de uno de los temas de nuestro tiempo es su rechazo del sentimentalismo. Para los observadores banales, tanto nativos como de visita, la culpa es siempre de los otros, los malos, porque la víctima por definición es buena. Naipaul tiene el coraje de considerar la violencia, la corrupción, la barbarie, con el ojo imparcial de quien ve en los otros, siempre, a otros hombres y no fichas en un tablero. Naipaul nunca «toma más en serio a las personas de lo que ellas se toman en serio». Para él «es necesario odiar al opresor y temer al oprimido», porque los oprimidos suelen adoptar los métodos del opresor. Pero de nada sirve que truequen lugares: lo que importa es acabar con la opresión de todos. Naipaul es frecuentemente acusado de snob, arrogante, racista. La razón es que se niega a ver a las víctimas como pobrecitos. Naipaul les hace el honor de exigirles lo que se exige a sí mismo: los trata como iguales.

Hay, no obstante, un elemento de verdad en las acusaciones de dureza. Es famosa su frase: «Nunca dé una segunda oportunidad a alguien que ya le defraudó, pues volverá a hacerlo».Y sus libros más conocidos –novelas, narraciones de viaje, reportajes– son despiadados. Pero un lector atento (y la densidad literaria y espiritual de los textos de Naipaul exigen una atención sostenida) descubre gradaciones. El primer ciclo de la producción de Naipaul, hasta Biswas, posee un humor delicado y casi lírico que ya ha sido comparado con el de Dickens. A partir de la ampliación de esa búsqueda, más allá del ámbito personal y local, el tono cambia y una dolorosa tensión domina sus textos. Creo discernir un claro punto de transición: es el paso de lo concreto a lo general. En el primer caso, Naipaul está pasando a limpio su vida familiar en el marco de la sociedad en que creció. Sabe exactamente de qué está hablando porque está hablando de sí mismo, beneficiándose de las ventajas de la ausencia y el regreso.

En una segunda etapa, que comienza con sus viajes por el Caribe y la India, Naipaul pasa a comparar un yo redefinido y aún incompleto con realidades en las que sólo se reconoce vagamente, como en un espejo deformante. Es un período de dudas y ensayos. Su principal preocupación es la de no hacer concesiones gratuitas, no ceder a la facilidad biempensante, mantener por encima de todo su probidad íntima. Exige mucho de los otros porque exige mucho de sí mismo. Su tono se vuelve metálico y sombrío, con un temible filo centelleante e implacable. Es la época de In a Free State (1971) y Guerrillas (1975), que se cierra con una obra maestra, A Bend in the River (1979). Sus libros de viajes son igualmente acerados, especialmente el de su retorno a la India (India: A Wounded Civilization, 1976) y su primera incursión en el mundo musulmán (Among the Believers, 1981). Los magistrales reportajes de The Return of Eva Perón (1980) pertenecen al mismo período.

Naipaul no olvida, sin embargo, que su instrumento estético es su sensibilidad personal.Vuelve a pulsarlo en la década siguiente, cuando se produce un cambio de registro. Su percepción del mundo comienza a ser filtrada por una renovada introspección, de carácter nítidamente autobiográfico, que es inaugurada con un libro de título emblemático: Finding the Centre (1984). Involuntariamente posmoderno, Naipaul renuncia abiertamente a los géneros para alternar y mezclar ficción y narrativa memorialística. La obra maestra de este período es sin duda The Enigma of Arrival (1987), que recoge la experiencia desconocida e inesperada del arraigo, rematada por la sorpresa de encontrarse por primera vez a sus anchas con la vida, de haber encontrado un camino, A Way in the World (1994). La densidad emocional y estilística de estos libros –de influencia crucial en W. G. Sebald– recuerda la lenta y avasalladora majestad de los más profundos movimientos oceánicos. Un nuevo Naipaul, más sereno y confiado, más generoso, menos atormentado, se refleja en los cambiantes espejos del pasado y del presente. Igual ecuanimidad ilumina sus narraciones de viaje.Visita el sur de Estados Unidos y el difícil y exigente Naipaul se deja absorber mansamente por una cultura que otros autores suelen encontrar vulgar y truculenta ( A Turn in the South, 1989). Incluso la India, a la que vuelve por tercera vez, lo ve en el papel de modesto amanuense, que se limita a recoger las palabras de sus huéspedes ( India,A Million Mutinies Now, 1990). Poco a poco, los espejos parecen alinearse a lo largo del tiempo, y junto a su imagen personal se reflejan las de innumerables hombres que son el hombre.

La poética de ausencias y regresos, de los dolorosos vacíos de toda transición, necesariamente incompleta o mutilada por el tiempo, llega a su plenitud. Este arte puede discernirse en Beyond Belief (1998). Diecisiete años después de su primer viaje al mundo islámico, cuyas experiencias había recogido en Among the Believers, Naipaul aplica la técnica del retorno enriquecido por la memoria de la ausencia. Busca diligentemente los personajes retratados en la época tumultuosa del primer libro para escrutar las marcas que la vida y la historia han grabado en sus rostros, en sus almas, en su conducta cotidiana. Esta vez, empero, como en el último libro sobre la India, los deja hablar. El escritor, nos dice Naipaul, se retrae al fondo, «confiando en su instinto, un descubridor de personas, un buscador de historias». Son historias minuciosamente detalladas, de juventudes perdidas, de vidas fallidas, de profesiones conquistadas y fortunas dilapidadas, de fe ciega, o recuperada, o abandonada, o pervertida. Como en las imágenes de Épinal o las historietas tridimensionales, se combinan dos imágenes, la del pasado y la del presente, para dar profundidad a cada persona, específica e inconfundible en su vida personal y única.Y gradualmente, sin trucos ni manipulación, se opera un milagro literario: con cada historia personal, con cada detalle de la vida familiar, arquitectónico, financiero, ideológico, teológico, se va dibujando la historia nacional de cada uno de los cuatro países visitados por Naipaul. Sólo un soberano dominio de su material hace posible esta permutación, anunciada desde la primera página. La precisión de las observaciones de Naipaul es tan certera que cuando cayó la dictadura de Suharto, en Indonesia, un profético capítulo del libro pudo ser publicado por la prensa de actualidad para explicar quién era el señor Habibie, su sucesor.

Es evidente que la sensibilidad de Naipaul es como una tensa lira que vibra al soplo de nuestro tiempo. La cuestión islámica, que ahora parece abarcar nuestro horizonte histórico, fue amedrentadoramente presentida por Naipaul cuando no pasaba de una agitación sumergida. Su interés en el tema proviene de sus libros sobre la India, que él califica de «civilización herida». Pero el colonialismo que hirió la patria de sus abuelos no fue sólo, ni principalmente, el británico –que en buena medida consiguió redescubrir y recuperar la cultura india clásica–, sino el colonialismo musulmán, anterior y más largo que el británico. Éste, para Naipaul, es el más arrasador de los imperialismos, pues no se contenta con la explotación económica y el control geopolítico, sino que asfixia la cultura nacional. El imperialismo religioso exige que los pueblos dominados renuncien a su pasado, a su identidad histórica: los lugares sagrados, la lengua sagrada, todos los referentes culturales son árabes, sin posibilidad de adaptación local, que es arrasada inexorablemente. La diferencia puede percibirse al comparar la trayectoria moderna de la India con la del Irán o Pakistán. Estas observaciones explican gran parte de lo que está sucediendo en el Oriente Medio y en el «arco islámico» que se proyecta hasta el Asia con puestos estratégicos en Occidente. Nuevamente V. S. Naipaul supo detectar infaliblemente un elemento crucial de nuestro tiempo. El fenómeno tenía para él características familiares: la estéril angustia que produce un vacío fraudulento, el del más terrible de todos los exilios: aquel en el que somos extranjeros en nuestra propia casa.

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