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Contar la historia

Una ventana al norte

ÁLVARO POMBO

Anagrama, Barcelona, 315 págs.

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Para el lector habitual de las novelas de Álvaro Pombo es muy fácil percibir en cada nuevo libro la sensación de encontrarse ante un objeto familiar. No es una excepción el caso de su última novela, donde rápidamente se reconocen ciertos rasgos que definen la identidad literaria de su autor, una de las más excéntricas (dicho sea sin connotaciones peyorativas) de nuestras letras. Pombo sigue apostando por la intensa profundización en la psicología de sus personajes, por la síntesis del discurso reflexivo y del lírico con el estrictamente narrativo, o por la transformación del conflicto del individuo con su entorno en un asunto que trasciende sus implicaciones meramente sentimentales o sociológicas.

Una ventana al norte es, además, una nueva apuesta por la narración histórica, género que, desde la aparición de La cuadratura del círculo (1999), parece constituirse como un distintivo importante de su última producción novelística. De hecho, entre estos dos libros existen notables similitudes. En ambos hay un protagonista cuyo espíritu disconforme le impulsa a romper con el privilegiado entorno al que pertenece por sangre. Si en el primero ese círculo social era el de la corte feudal, en éste es la alta burguesía santanderina de principios del siglo XX , con sus costumbres fosilizadas y su asfixiante código de conducta. En este contexto se desarrolla la existencia de Isabel de la Hoz, una heroína romántica con una imaginación exacerbada hasta lo patológico y unas ansias de alejarse de las convenciones de su clase que la convierten, desde niña, en la excepción extravagante que preceptivamente se da en todo grupo privilegiado. Para romper con todas estas ataduras decide casarse con un indiano adinerado, lo que le permite trasladarse a México y dejar atrás los reducidos horizontes montañeses. Ya en su nuevo hogar conoce pronto el hastío conyugal, pero también se abre ante ella la perspectiva épica, caótica y desaforada de la guerra de los cristeros, una cruzada que durante años alentó el divorcio entre la gran masa popular mexicana y los ideales laicistas de la revolución. En esta causa encuentra Isabel el vehículo adecuado para verter toda su vehemencia contestataria, al tiempo que encuentra una correspondencia entre su personalidad disidente y una instancia externa a su abigarrado mundo interior. En este sentido, la trayectoria de este personaje mantiene un claro paralelismo con la de Acardo, el protagonista de La cuadratura del círculo , quien también halla en una causa religiosa (la de Bernardo de Claraval y las cruzadas) un refugio desde el que poder clarificar y vivir sus aspiraciones personales. En ambos casos, por último, esta búsqueda personal abre el camino para la indagación sobre el fanatismo desde sus mismas entrañas, con esa perspectiva que permite asistir al contraste entre la inocencia del adepto que abraza una verdad redentora y el resultado colectivo del horror.

Existen, no obstante, diferencias importantes entre ambas novelas. El origen de tales divergencias hay que buscarlo abovo, esto es, en la ideas previas sobre cómo se ha de abordar una narración histórica, que es tanto como plantear las relaciones entre lo real y lo ficticio. De sus dudas y contradicciones en estas lides teóricas habla el propio Pombo en el «Epílogo» final, y confiesa su «malestar de estar inyectando más ficción de la imprescindible en la historia real del México de ese momento» (pág. 308). Estas declaraciones, unidas a la necesidad un tanto arbitraria de consignar todas sus fuentes documentales, hacen pensar en un cambio de actitud sobre la praxis del género histórico por parte del escritor santanderino. Hay, desde luego, una distancia respecto a ese «narrar desde dentro» de La cuadratura del círculo, donde el dato preciso y los materiales de documentación no eran tan importantes –ni tan visibles– como la visión del mundo de los personajes. Ahí radicaba el auténtico valor de la novela, en que eran los mecanismos estrictamente literarios los que iluminaban aquellas parcelas de la realidad que la historiografía no puede ni sabe abordar. En Una ventana al norte, sin embargo, esa síntesis se ha llevado a cabo de una forma más convencional y menos compleja. Los escrúpulos del autor para preservar la fidelidad a los sucesos históricos determina que éstos se formulen explícitamente, bien a través de un narrador que oficia como cronista, bien mediante el testimonio de ciertos personajes (don Ubaldo Zamacois o el general Gorostieta, principalmente), de manera que el marco histórico aparece como simple telón de fondo ya dado en el que se desenvuelven los personajes.

La narración cuenta, además, con otra dificultad que no se termina de resolver satisfactoriamente. Se trata de la relación entre su protagonista indiscutible y las circunstancias que le tocan vivir en tierras mexicanas. Es cierto que el carácter hiperbólico e irracional de Isabel permite aceptar su inmediata entrega a la causa cristera, lo que resuelve (aunque de forma sumarísima y algo simplista) el escollo de la verosimilitud de la peripecia. Sin embargo, tal vez por la misma fortaleza de su carácter, no se desarrolla una relación dialéctica entre el personaje y el contexto social y político en que participa. El narrador introduce un testigo en las entretelas de un suceso histórico para poder describirlo con mayor comodidad, pero el análisis de las relaciones entre el individuo y su contexto apenas se explota, con lo que se posterga la principal aspiración de toda novela histórica que pretenda trascender la simple recreación arqueológica.

Una ventana al norte, a pesar de todo, no es una mala novela, aunque posiblemente sí es un experimento fallido. Y no sólo porque no se haya sabido proseguir el camino abierto en otros títulos precedentes, sino también porque no se ha conseguido dar una forma coherente a los muchos ingredientes que se ponen en juego: el retrato de una personalidad arrolladora, la efervescencia política mexicana, el análisis de una relación conyugal desastrosa, las zozobras religiosas y sentimentales de un sacerdote (don Ubaldo) despojado de la protección de su ministerio, o, en fin, el análisis de los ritos, ideas y miserias de la alta burguesía (ya sea la indiana o la santanderina). Todo parece interesar al narrador y todo queda suelto y deslavazado, como si se hubiera intentado coser dos o más novelas distintas con un hilo tan voluble y tortuoso como el carácter de su protagonista.

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Ficha técnica

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