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Genoma y variaciones

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Un toque de arrogancia y un cierto descuido con las metáforas son rasgos que parecen distinguir a los biólogos moleculares a los ojos de sus colegas de otras ramas de la investigación biológica. Al menos esa idea rezuma de la brillante introducción de un largo ensayo que R. C. Lewontin publicó hace seis años en la New York Review of Books (XXXIX, n.º 10, 31-40, 1992) so pretexto de reseñar casi una decena de libros relacionados con el genoma humano y su secuenciación. Sin embargo, en respuesta a las flagrantes exageraciones que encerraban expresiones tales como «dogma central», «clave de claves» o «Santo Grial», utilizadas para referirse a las gracias del texto genético del ADN, Lewontin incurría en los mismos defectos que criticaba, encabezando su artículo a la brocha gorda: «Fetiche… Un objeto inanimado adorado por salvajes debido a sus supuestos poderes mágicos inherentes…».

No se requería entonces gran habilidad para acusar a los biólogos moleculares y a sus exégetas de fetichismo. Bastaba con libar unas docenas de frases entre sus desmesurados y floridos escritos, para luego disecarlas con precisión de cirujano, usando, por cierto, los conocimientos procurados por los mismos acusados.

El escéptico ensayo de Lewontin hay que entenderlo ahora en el contexto de la política científica del principio de esta década, contexto que –en el caso de la investigación biológica– estaba dominado por la decisión de aceptar un reto gigante, el de la secuenciación del genoma humano. En efecto, hacia 1990 se había iniciado la tarea de leer el texto que nos codifica, y se habían creado para ello dos organizaciones administrativas: el «Proyecto Genoma Humano» de los Estados Unidos y su equivalente de ámbito internacional, la «Organización Genoma Humano» (en adelante, usaremos la abreviatura PG como designación conjunta de las dos iniciativas). Una tercera iniciativa que tuvo lugar por esas mismas fechas, el Proyecto Diversidad Genética Humana, no gozó, según veremos al final de este ensayo, de la aprobación inicial necesaria.

Lewontin daba a entender que el empeño de leer el texto genético humano, además de muy costoso, iba a ser inútil porque la mera lectura no iba a desvelar su significado y porque, en cualquier caso, cuando se llegara a entenderlo, éste no iba a revelar nada importante sobre nosotros mismos. Unos años después, cuando se lleva leído casi el 5% de la totalidad del genoma, cabe preguntarse hasta qué punto la realidad está confirmando o contradiciendo una previsión tan pesimista. Creo que el tiempo ha desmentido a Lewontin en buena medida, y me propongo mostrar que la perspectiva actual de la ambiciosa aventura no puede considerarse como sombría, aunque no esté exenta de sombras. Pero antes de intentar justificar esta opinión, debemos someternos a la tortura, breve y evitable, de una sucinta lección sobre Genomía, la nueva ciencia genómica.

Es sabido que la información genética reside en las moléculas de ADN, que son como rosarios cuyas cuentas son de cuatro colores (las bases A, T, G, C). Cada una de nuestras células posee dos copias de esta información, respectivamente aportadas por nuestro padre y nuestra madre al unirse espermatozoide y oocito. En cada una de estas copias, el rosario está organizado en tramos (de unos pocos miles de cuentas) que representan las unidades funcionales que llamamos genes. Al conjunto de los genes le llamamos genoma. La copia sencilla del genoma humano se compone de 3.000 millones de bases y contiene unos 80.000 genes. Secuenciar este genoma consiste en determinar el orden exacto (AATCGGACAC…) en que se suceden los cuatro colores –los cuatro tipos de base– en el vistoso rosario. La tarea de lectura nos llevará bastante más de una década y puede llegar a costar en torno a los 80.000 millones de pesetas.

Los pesimistas «a la Lewontin» piensan (pensaban) que la descripción de todos nuestros genes, como el retrato de todos los personajes de una obra teatral, nos dice muy poco sobre la obra que representan, sobre cómo y cuándo actúan en ella o sobre el texto de los diálogos en que participan. De hecho, se venía a transmitir la imagen de que sólo después de haber realizado una lectura completa del texto sería posible interesarse por la hermenéutica de la sagrada escritura biológica. Con frecuencia se añadía que, si bien era cierto que la descripción del genoma debería facilitar la identificación de los defectos génicos responsables de las enfermedades hereditarias, no era obvio que de dicha identificación fueran a derivarse soluciones terapéuticas para éstas.

La discusión de estas cautelas requiere que completemos nuestra breve lección con la idea de que cada uno de esos tramos de ADN a los que llamamos genes contiene no sólo las instrucciones para construir uno de los personajes del drama celular sino también la descripción de su papel en la obra, de los límites y grados de libertad de su actuación, y de sus posibles interacciones y diálogos con otros personajes. Terminemos diciendo que el despegue del PG ha estimulado en gran manera la genomía funcional –el análisis de la función génica– y que el estado actual de nuestro arte permite descifrar una buena parte de esta rica información genética en muchos de los genes que vamos conociendo.

Despues de esta digresión, volvamos al discurso principal para examinar si los fines el PG justifican la magnitud del esfuerzo requerido para alcanzarlos. En principio, todo proyecto de esta naturaleza debería justificarse por lo que pueda llegar a suponer en términos científicos, de avance del conocimiento, y tecnológicos, de mejora de nuestras condiciones de vida en el sentido más amplio del concepto. Por el enorme esfuerzo económico que requiere el PG y debido al clima utilitarista que domina la investigación científica en este fin de siglo, el proyecto se ha venido justificando, de modo principal, por sus beneficios prácticos potenciales, dejando muy en segundo plano su posible interés científico.

En efecto, el diagnóstico y el tratamiento de las enfermedades de origen genético han ocupado siempre un lugar preeminente en la justificación del PG. Es cierto que se conocen un buen número de situaciones patológicas del hombre que se deben a la alteración (mutación) de uno o de pocos genes y que se producen con independencia de las historias de los individuos que las padecen, de su educación, clase social, oficio o dieta. Sin embargo, estas enfermedades genéticas ocurren con baja frecuencia: la más común entre las conocidas es la fibrosis quística (uno de cada 2.300 nacimientos), y le siguen la distrofia muscular de Duchesne (1/3.000) y el corea de Hungtinton (1/10.000).

Además de este tipo de enfermedades con síntomas extremos y determinantes genéticos bien establecidos, hay una amplia gama de patologías frecuentes para las que existen condicionantes genéticos, más o menos complejos, que determinan la susceptibilidad de padecerlas. Éstas sólo se manifiestan en función de la historia de los individuos susceptibles, de las magnitudes y de los tipos del estrés a que hayan sido sometidos. Ambos tipos de enfermedades representan el marco de referencia que ha venido sirviendo de justificación al PG. No se puede negar que esta justificación ha bastado en la práctica para conseguir los apoyos necesarios y para vencer las resistencias a la iniciación del proyecto, pero es indudable que –a fuer de simplista– es vulnerable al argumento en contra de que hay otras enfermedades muy importantes –que no son de origen genético– cuya solución debería ser prioritaria. Por esta razón, resulta pertinente fundamentar el PG de una forma más robusta, tanto en términos utilitaristas como, sobre todo, en función de su puro interés científico básico.

Sin salirnos del ámbito de lo aplicado, cabe señalar al menos dos justificaciones adicionales a las que no se ha dado la importancia que en realidad tienen. Nos referimos al valor de la descripción del genoma como instrumento poderoso para un mejor conocimiento, diagnóstico y tratamiento de muchas enfermedades no hereditarias, y a la aplicación de la tecnología de secuenciación, que se ha de perfeccionar dentro del PG, a la descripción de otros genomas de interés.

Sin embargo, a pesar de que los argumentos expuestos son sustanciales, es en el dominio de la ciencia pura donde, en mi opinión, se puede encontrar la mejor justificación del PG, aunque, por razones comprensibles de oportunidad política, apenas se haya apelado al interés básico en defensa de dicho proyecto. Si se me permitiera ser grandilocuente por un momento, me atrevería a decir que el conocimiento del genoma humano puede llegar a cambiar el concepto que tenemos de nosotros mismos en la medida en que incide sobre cuestiones tan fundamentales como quiénes somos y de dónde venimos (no sobre a dónde vamos, pero más vale así).

En lo que sigue volveremos sobre muchos de estos aspectos del PG, pero antes haremos algunas precisiones sobre el proyecto y sobre sus ramificaciones.

La información genética en cualquier célula humana está distribuida en grandes fragmentos llamados cromosomas, cada uno de los cuales contiene varios miles de genes. Al estar esta información por duplicado, los cromosomas forman parejas: 22 pares de los cromosomas llamados autosomas, además del par de cromosomas sexuales, XX en la mujer y XY en el hombre. El ser humano también posee información genética adicional en las mitocondrias, pero ésta ya ha sido caracterizada. La finalidad primaria del PG consiste en determinar la secuencia de bases que componen cada uno de los 22 autosomas distintos, así como la de un cromosoma X y un cromosoma Y.

Como ya hemos indicado, esto supone secuenciar 3.000 millones de bases, lo que con nuestra «capacidad instalada» actual, que permite procesar unos 100 millones de bases por año y no está dedicada en exclusiva al genoma humano, requeriría casi medio siglo de trabajo continuo. La expectativa de completar la tarea hacia el año 2006 se basa en poder leer más de 400 millones de bases por año, como media, gracias a un refuerzo creciente de las instalaciones, a una mejora de la eficiencia técnica y a una reducción de costesUn reciente acuerdo con una empresa privada tiene por objetivo finalizar el proyecto con varios años de antelación con respecto a esa fecha..

Según vemos, lo que se conseguirá después del enorme esfuerzo será en esencia una descripción completa de lo que somos, de lo que recibimos de nuestros padres y de lo que transmitimos a nuestros hijos. Aunque en la práctica lo que se secuenciará corresponde a una sola dotación cromosómica, no debemos subestimar el valor intrínseco de este objetivo. Sin embargo, el entendimiento más completo de toda esa información, de las relaciones causa/efecto, y la contestación a las cuestiones arriba planteadas pasa por el estudio adicional de las variaciones observables con respecto a este arbitrario y anónimo genoma patrón (de hecho, correspondiente a la mezcla de varios individuos de raza blanca) y a la comparación con los genomas de otros organismos. «Genoma y variaciones» hemos titulado este ensayo, variaciones entre individuos, entre poblaciones y entre especies. Veamos en qué consiste este juego.

En las derivaciones biomédicas del PG se cifran la mayor parte de los beneficios sociales y económicos que de él se esperan, por lo que no resulta sorprendente que esa vertiente haya concentrado gran parte del esfuerzo investigador, tanto público como, sobre todo, privado.

Una vez identificado un defecto patológico de presumible origen genético, el primer paso consiste en localizar el gen (o los genes) responsable en el mapa físico del genoma, es decir, en asignarlo a un lugar concreto de uno de los cromosomas. A esto debe seguir la determinación de la secuencia de bases de ese gen, el esclarecimiento del mecanismo de la enfermedad y, finalmente, la búsqueda de soluciones terapéuticas. Puede decirse que este programa experimental no se ha completado todavía de forma satisfactoria para ninguna enfermedad, aunque se ha avanzado de forma significativa en un elevado número de casos.

Entre los objetivos parciales, el más fácil de alcanzar desde un punto de vista técnico es la determinación de la secuencia de bases del gen cuyo defecto es responsable de la enfermedad. Esta información, que tiene ya una aplicación práctica inmediata en el diagnóstico, puede ser muy críptica respecto a las relaciones causales o, por el contrario, ser muy sugerente en relación con el posible mecanismo patogénico y dar, al menos, pistas sobre cómo investigarlo. Todo depende de los conocimientos previos sobre el tipo de la proteína codificada por el gen en cuestión y sobre el proceso metabólico en el que ésta participe.

El conocimiento del mecanismo patogénico es esencial para la búsqueda racional de terapias farmacológicas, pero no se requiere para la terapia génica. Esta última consiste en la introducción de copias no defectuosas del gen en las células que lo requieran. Si las células en cuestión son somáticas, la operación de terapia génica no será distinta, en términos éticos, de una operación quirúrgica, mientras que si se altera la información genética de las células germinales, que se transmiten a la descendencia, surgen los problemas éticos que tan bien han sido publicitados.

De todas formas, hay que resaltar que, aunque se sabe cómo introducir y expresar genes en células humanas, la tecnología no está lo suficientemente perfeccionada como para que se hayan obtenido resultados prácticos de alcance en la terapia génica. Sin embargo, sabemos lo suficiente como para predecir que muy pronto se podrían obtener tales resultados. Lo que sí es de aplicación inmediata, gracias a que se han desarrollado métodos de diagnóstico génico aplicables a unas pocas células, es la posibilidad de seleccionar, antes de su implantación, embriones humanos que no lleven un determinado defecto génico del que sus padres sean portadores. Esta alternativa, que es comparativamente barata, que no presenta riesgos técnicos y que permite establecer reglas éticas bien delimitadas, no ha captado tanta atención social y de los medios de comunicación como la mucha más problemática terapia génica.

El punto de partida esencial de todo el ciclo experimental que acabo de esbozar es la búsqueda de variaciones patológicas del genoma, en individuos que padezcan defectos genéticos, y la investigación de cómo se hereda el defecto en familias humanas que lo porten. No cabe hacer genética experimental con humanos, sólo genética «observacional», aunque sí es viable hacerla con animales, en aquellos casos en que se dispone de un modelo animal de la enfermedad. De hecho, la búsqueda de familias humanas apropiadas para estos estudios, que se ha convertido en una prioridad para las empresas biomédicas, presenta considerables dificultades y ha propiciado la génesis de una verdadera fiebre del oro genético. Los rastreadores de genes humanos exploran hasta los últimos rincones del planeta para identificar grupos familiares que puedan rendir datos para la identificación de genes importantes. Algunas de estas aventuras merecen ser traídas a la atención del lector para que pueda sacar sus propias impresiones.

Tomemos primero el ejemplo del rastreo de genes involucrados en la propensión al asma. Éste empezó con la visita de dos investigadores canadienses a la remota isla de Tristan da Cunha, donde los descendientes del pequeño grupo que la colonizó a principios del siglo XIX sufren hoy una alta incidencia de asma. Después de realizar un prometedor estudio preliminar, los investigadores constataron que el gobierno de Canadá no tenía previsto dedicar los recursos necesarios para este tipo de investigaciones y decidieron promover que su institución académica llegara a un acuerdo con la industria interesada.

Este acuerdo, al parecer más voluminoso que la guía telefónica de Toronto, les ha proporcionado la suma de 70 millones de dólares a cambio de la licencia exclusiva de las patentes que puedan derivarse de las aplicaciones prácticas de la investigación. Así han podido proseguir su estudio e intentar extenderlo a grupos humanos tan variados como los siguientes: un pequeño grupo de comerciantes judíos que se estableció en el sur de la India hace 2.000 años, que ha permanecido cerrado incluso después de su reciente traslado a las proximidades de Jerusalén y en el que la incidencia de asma es del 25%; los 1.000 habitantes que son de origen polinesio en la isla de Pascua, que también son propensos a esta enfermedad; un grupo familiar de 170 miembros en Brasil y otro de 120 en una aldea China; y familias sueltas en Canadá, Australia y Estados Unidos.

Los casos más sencillos de estudiar son aquellos en que la enfermedad genética es el resultado inexorable del defecto de un único gen. Sin embargo, la investigación de aquellas enfermedades que tienen una determinación genética compleja (varios genes involucrados), así como aquellas que no sólo dependen de la constitución genética sino también de determinados estímulos ambientales, requiere disponer de grandes poblaciones que sean lo más homogéneas (consanguíneas) posible.

Las poblaciones de Finlandia y de Islandia reúnen estos requisitos. Así, el primero de estos países fue poblado hace 2.000 años (75 generaciones) y la población sufrió un declive drástico en el siglo XVII , fecha desde la cual se poseen excelentes archivos genealógicos. Todavía más favorable es el caso de los 270.000 ciudadanos de la Islandia actual, que son muy consanguíneos, por descender de un reducido grupo vikingo que pobló la isla apenas hace un milenio y de una población que fue diezmada por la peste bubónica en el siglo XV y por la erupción del volcán Hekla en el XVIII . Aparte de esta circunstancia, se dan otras dos que singularizan aún más el caso islandés: un impecable archivo de datos genealógicos que se retrotrae al momento fundacional y un meticuloso registro de datos médicos a partir de la implantación de la seguridad social en 1915.

Estas condiciones tan favorables han permitido ya obtener resultados tangibles respecto a un buen número de enfermedades monogénicas y se espera que faciliten el estudio de enfermedades más complejas, tales como la enfermedad inflamatoria intestinal, la psoriasis, la esquizofrenia, la diabetes o ciertos tipos de cáncer. En Islandia, el genetista nativo Kari Stefanson, educado en la universidad de Harvard, ha fundado la compañía deCode Genetics Inc. para centralizar los datos genealógicos, médicos y genómicos de todo el país, y ha obtenido en poco tiempo resultados sobre la localización cromosómica del gen cuyo defecto determina la patología conocida como «temblor esencial». El acierto económico de fundar esta compañía ha sido refrendado por la firma de un convenio no exclusivo –por valor de 200 millones de dólares– con la empresa Hoffmann-La Roche. Bajo este convenio, que será seguido por otros con otras empresas, se investigarán las bases genéticas de 25 enfermedades distintas.

Si nuestros actuales conocimientos del método genético y la disponibilidad de «laboratorios» tan amplios como Islandia hacen viable el estudio de las variaciones patológicas del genoma, incluso cuando éstas son complejas y cuando sólo predisponen a la enfermedad, ningún impedimento técnico debe interponerse al estudio de las variaciones no patológicas, responsables de muchas de las características que nos hacen a unos distintos de otros. ¿Podemos saber más sobre quiénes somos, preguntando a nuestros genes?

No todo está en los genes. Esto lo sabemos desde que Johannsen acuñó los términos genotipo y fenotipo a principios de siglo, cuando demostró experimentalmente que los caracteres eran el resultado de la interacción de los genes con el medio, de lo interno con lo externo. Incluso Lewontin admite en el ensayo antes mencionado que los genetistas moleculares rechazan un determinismo genético absoluto de lo que es cada ser humano. Sin embargo, dice que el rechazo se debe más al reconocimiento de las posibilidades teóricas que al convencimiento, y se apresura a negar que la caracterización de nuestro genoma vaya a cambiar la visión filosófica de nosotros mismos o que vaya a aportar algo esencialmente nuevo sobre nuestra biología.

Cabe argumentar que ni tanto ni tan poco, que ni somos esclavos de nuestros genes ni hijos exclusivos de nuestra historia individual y colectiva. No sólo la propensión a la salud o a la enfermedad, a la cordura o a la locura, pueden estar en parte bajo el influjo de nuestro genotipo, sino que también pueden estarlo o no estarlo muchas otras características humanas, tales como la inteligencia, la capacidad para el éxito o para el fracaso, la adaptabilidad a las condiciones sociales o la inclinación al consumo de alcohol. Es probable que, si llegáramos a precisar la influencia de los genes sobre estos y otros caracteres, nos llevaríamos algunas sorpresas que nos harían cambiar el concepto de nosotros mismos. Pero existen dificultades que han de ser salvadas antes de alcanzar este punto.

En efecto, resulta imposible estudiar la genética de un carácter mal definido, del mismo modo que no se puede concluir sobre la herencia de una enfermedad de diagnóstico incierto. Así, en ratones se han identificado variantes génicas que predisponen a beber de un recipiente con una solución acuosa de alcohol antes que de uno con agua pura y no sería imposible identificar genes similares en humanos. Por el contrario, el estudio genético de un carácter como la inteligencia es de momento imposible porque no sabemos definirlo y cuantificarlo con precisión.

Aun si supiéramos con exactitud en qué consiste la inteligencia, tendríamos dificultades técnicas para discernir entre herencia genética, herencia cultural y factores relacionados con la historia individual. Para ilustrar estas dificultades podemos recurrir brevemente a un carácter relacionado, el cociente de inteligencia (CI), que no mide la inteligencia sino la capacidad para realizar ciertas operaciones numéricas, geométricas, lingüísticas o abstractas. Las pruebas que determinan dicho cociente dan resultados reproducibles cuando se repiten en un mismo individuo. Los problemas surgen en la interpretación de los datos correspondientes a distintas poblaciones. Si se comparan los valores del CI entre gemelos que han sido adoptados en hogares distintos, lo pequeño de las diferencias de CI entre los miembros de cada una de estas parejas indica la existencia de una influencia genética significativa.

Esta influencia ha sido estimada por L. L. Cavalli-Sforza, un investigador de impecable reputación como responsable de un tercio de la variabilidad observada, siendo el resto imputable a la herencia cultural y a los factores relacionados con la historia individual. Justo en el momento de enviar a la prensa este artículo llega la noticia de la identificación de la primera región genómica relacionada con el CI, así como la de que muy pronto se identificarán otras. Los investigadores responsables de estas investigaciones calculan que un 50% del CI está determinado genéticamente. Las estimaciones de esta naturaleza no son nada triviales y se prestan a que incautos bien intencionados (e incluso con alto CI) lleguen a conclusiones erróneas que sobreestimen la componente genética de un carácter como éste. Véanse si no las controversias que sobre este asunto generaron hace tiempo A. Jensen y W. Shokeley, y, más recientemente, las levantadas por el libro The Bell Curve de R. J. Herrnstein y C. Murray. La situación se agrava cuando las buenas intenciones se acaban mezclando con ideas racistas y con determinados tipos de ideología política. En cualquier caso, una influencia genética no implica que los genes que la determinan se transmitan en bloque y aparezcan en las mismas combinaciones en la descendencia. La inteligencia puede tener una componente genética significativa, pero ésta no se hereda de un modo sencillo.

A la vista de lo anterior, cabe proponer con cierta cautela que aunque nuestra idea del hombre vaya a cambiar como consecuencia de estos estudios, no cabe esperar que lo haga de forma súbita.

Consideremos ahora la posible relevancia del PG en relación con el estudio de nuestro origen, tanto remoto como cercano. La iniciativa de poner en marcha el PG –y el desarrollo metodológico asociado a ella– ha servido de estímulo en estos últimos años para abordar la descripción de una multitud de genomas correspondientes a los más diversos organismos de la escala evolutiva, cuyo estudio ha suscitado interés ya sea por su importancia práctica, como son los casos del arroz o del bacilo de la tuberculosis, ya sea por su papel como organismos modelo, como la bacteria Escherichia coli, la mosca del vinagre, la levadura de panadería, el pez Fugu rubripes o la planta silvestre Arabidopsis thaliana.

Todo el árbol de la vida procede de una hipotética célula ancestral a la que se le supone un genoma de entre 250 y 1.000 genes. Se postula que todas las decenas de miles de genes que componen los genomas de los organismos superiores se han formado a partir de los de esta célula ancestral por un proceso de duplicación y diversificación. Se trata, por tanto, de variaciones desarrolladas a partir de un grupo muy reducido de temas básicos. De aquí que el conocimiento de cómo funciona un gen en la patata pueda indicar cómo lo hace en el hombre y viceversa.

Resulta evidente que toda esta información genómica ha de servir de base para someter la teoría evolutiva a un nuevo y severo escrutinio. Y no cabe duda de que, como consecuencia, acabaremos teniendo una nueva visión tanto de nuestro lejano origen como de los acontecimientos más recientes que nos han separado del ratón o de los primates, de los avatares que han hecho de nosotros la especie solitaria de un género único. Algunos antropólogos tienden a ridiculizar el interés de las diferencias genómicas entre el hombre y el chimpancé, aludiendo al hecho de que éstas sólo afectan a menos del 2% de las bases. Sin embargo, esta divergencia representa en torno a 60 millones de bases, lo suficiente para dar lugar a un cerebro más sofisticado, capaz de crear y transmitir cultura, y, según algunos, para acoger nada menos que a nuestra alma.

Terminemos refiriéndonos a la importancia del PG como base de partida para la investigación de nuestro pasado más inmediato, de nuestros últimos 200.000 años. La historia demográfica reciente de nuestra especie está escrita en ese uno por mil de la secuencia de ADN en que se cifran las variaciones génicas observables dentro de ella (por ejemplo, la mitad de mi información genética difiere de la otra mitad en tres millones de bases). Investigar la naturaleza de estas variaciones puede permitir, en potencia, no sólo dilucidar las ramas del árbol de las poblaciones humanas actuales sino también extraer información sobre el orden temporal de los acontecimientos e incluso, según trabajos recientes, sobre los tamaños de las poblaciones en momentos críticos. Los fósiles humanos proveen una información valiosa y única que, aunque limitada en cantidad y calidad, ha servido para formular grandes hipótesis que deben conciliarse con los datos moleculares.

Según sabemos, el más temprano de los peculiares bípedos que nos dieron origen, denominado Homo erectus, y su sucesor, el Homo sapiens arcaico, de mayor tamaño cerebral y creador de herramientas más sofisticadas, fueron reemplazados por el Homo sapiens moderno, que abandonó África por primera vez hace unos 100.000 años y llegó al sudeste asiático y a Australia hace 55-60.000 años, al centro de Asia y a Europa hace 35-40.000 años, y al noreste asiático y a América hace 15-35.000 años.

La extinción de los hombres arcaicos, tales como los neandertales en Europa, debió de ocurrir con relativa rapidez en la mayor parte de las regiones, aunque en algunos sitios, como es el caso de Indonesia, pudieron haber persistido hasta épocas tan recientes como hace 25.000 años. Esto plantea dos cuestiones: la de si el Homo sapiens moderno se derivó del arcaico una sola vez en un único lugar o si lo hizo múltiples veces en diversos puntos, y la de si hubo intercambio génico entre ambos tipos humanos. Los datos genéticos son congruentes con un origen único, en África, y con el concepto de que fuimos una especie separada durante todo el Pleistoceno.

Además, se infiere que el tamaño efectivo de la población durante todo ese período no debió superar los 10.000 individuos reproductores. Es decir, toda la humanidad de entonces hubiera podido alojarse en cualquier pueblo mediano de la España actual.

El orden de los cambios que se han generado en las moléculas de ADN sirve para reconstruir las relaciones de parentesco entre poblaciones, y la magnitud de las divergencias en las secuencias de bases de estas moléculas permite establecer –a modo de reloj biológico– la cronología evolutiva de nuestra especie. Además, la diversidad genética dentro de una población tiene que ver con su antigüedad y tamaño. Por otra parte, distintas regiones del genoma encierran información de especial interés. Este es el caso del ADN mitocondrial, que sólo se hereda por vía materna, y del ADN de cierta región del cromosoma Y, que sólo lo hace por vía paterna. El hecho de que los naturales de ciertas islas españolas tengan un ADN mitocondrial de origen africano y un ADN en el cromosoma Y de procedencia europea añade un matiz importante a la historia conocida de una colonización.

A pesar de que el incipiente uso de los nuevos recursos técnicos ha conducido ya a conclusiones tan importantes como las que acabo de esbozar, aunque tengan un cierto carácter provisional, la principal iniciativa internacional en este sentido, el Proyecto Diversidad del Genoma Humano (HGD), ha encallado en un mar de controversia. Al principio de esta década, Cavalli-Sforza, quien ha pensado de un modo muy incisivo sobre cómo se relacionan la evolución biológica y la cultural, tuvo la idea de proponer un proyecto a escala global para intentar combinar los datos genéticos con los de otras disciplinas, tales como la antropología, la lingüística y la arqueología, en aras de una visión integral de la evolución humana. Esta idea se plasmó en un documento elaborado en 1993, dentro del marco de la Organización Genoma Humano, por casi un centenar de científicos de diversos países.

El proyecto HGD incluía entre sus objetivos la recolección de muestras celulares y de ADN de un conjunto representativo de las 5.000 poblaciones distintas que en la actualidad pueden identificarse en el planeta, según criterios geográficos y lingüísticos. La urgencia del proyecto tenía su origen en la rapidez con que se está desvaneciendo la identidad de muchas de estas poblaciones debido al creciente mestizaje. Este aspecto fue inmediatamente caricaturizado en los medios de comunicación, donde se acusó a los autores del proyecto de vampirismo y racismo, y motivó el escepticismo de diversas comisiones evaluadoras debido a las dificultades, objetivas pero salvables, que presentaba la compensación a ciertas poblaciones aborígenes por los posibles beneficios derivados de las potenciales aplicaciones biomédicas y por la necesidad de respetar la intimidad a la hora de diseñar los protocolos experimentales.

Acusar de racismo a un investigador como Cavalli-Sforza, que tanto ha hecho por desmontar científicamente la patraña racista, es un auténtico dislate. Por otra parte, la lenta evaluación del proyecto –cuatro años de discusiones para dar una luz verde cualificada– ha supuesto su cancelación efectiva. Sin embargo, según comentaba Cavalli-Sforza en un reciente visita a Madrid, la idea ha tomado vida propia en la iniciativa de diversos laboratorios, algunos con recursos nada desdeñables, pero es posible que esto no sea suficiente. Resulta irónico que una iniciativa transparente, como era el proyecto HGD, haya encontrado tantas dificultades, mientras que otras más opacas, de carácter estrictamente comercial, tales como las que he comentado en una sección anterior, hayan prosperado vigorosamente.

Llegado a este punto, veo que me he dejado casi todo en el tintero, que el tema se me ha escapado vivo, como se dice ahora. Pero, al fin y al cabo, de eso se trataba, de mostrar que lejos de ser «ese objeto inanimado», el genoma humano es un ente vivo y dicharachero. Por otra parte, no se debe confundir el deslumbramiento con la idolatría y cabe señalar que forman legión los antiguos escépticos que ahora son militantes del PG.

Lewontin tomó una serie de libros sobre el genoma humano como pretexto para su excelente ensayo. En cambio, mi derrota se ha producido ante un reto más formidable, escribir una reseña sobre el propio texto genético, esa escritura oscura y universal que precede a todas las escrituras y que contiene todas las posibles historias reales o fingidas, ese texto, en fin, del que nació la poesía y tras el cual se esconde el hombre, ese animal extraño.

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Porceliana