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Genes de raza

Una herencia incómoda. Genes, raza e historia humana

Nicholas Wade

Barcelona, Ariel, 2015

Trad. de Joandomènec Ros

295 pp. 20,90 €

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La convicción de que el grupo propio es a toda luz superior al ajeno debe de ser casi tan antigua como el hombre, pero los intentos de justificar esta pretensión revistiéndola de un cierto barniz científico son relativamente recientes. Así, en la décima edición del Systema Naturæ (1758), Linneo añadía a los distintivos físicos de las cuatro variedades en que clasificó a la especie Homo sapiens los pertinentes a su condición moral, gobernada por las leyes en el caso de los críticos e inventivos Europaeus, regida por la reputación en los adustos y melancólicos Asiaticus, tiranizada por el capricho en los flemáticos y perezosos Afer, o dominada por la rutina en los coléricos e inconstantes Americanus. El argumento central de la obra aquí reseñada bien pudiera considerarse como una actualización de los prejuicios del padre de la taxonomía biológica aderezada con ingredientes tomados de la moderna genómica.

Su autor, Nicholas Wade, es un periodista especializado en la divulgación de temas científicos, cuya larga carrera se inició en las revistas técnicas Nature y Science para continuar durante los últimos treinta años en el diario The New York Times. Fruto de esa dedicación fueron dos libros de inspiración evolucionista: Before the Dawn. Recovering the Lost History of Our Ancestors (2006) y The Faith Instinct. How Religion Evolved and Why It Endures (2009), cuyos contenidos anticipaban en buena medida la tesis mantenida en el que ahora se comenta. La salida al mercado de Una herencia incómoda ha sido objeto de duras críticas en las tres publicaciones en que Wade ha ejercido su oficioDavid Dobbs, «The Fault in Our DNA» (The New York Times, 10 de julio de 2014), Ewen Callaway, «Geneticists say popular book misrepresents research in human evolution» (Nature, 8 de agosto de 2014) y Michael Balter, «Geneticists decry book on race and evolution» (Science, 8 de agosto de 2014)., a las que se ha unido una severa carta firmada por ciento cuarenta y tres prestigiosos investigadores en la que se muestran ofendidos por el uso partidista de su trabajo en lo que consideran una muestra más del periodismo sensacionalista que se sirve de la ciencia para pregonar sus productos«Letters: “A Troublesome Inheritance”» (The New York Times, 8 de agosto de 2014).. Tampoco han faltado opiniones favorables, entre ellas las dos exhibidas como reclamos publicitarios en la portada del libro en cuestión. La que con total descaro pronostica que «de una forma u otra, este libro pasará a la historia»Charles Murray, «Book reviews: “A Troublesome Inheritance” by Nicholas Wade» (The Wall Street Journal, 2 de mayo de 2014). se debe a Charles Murray, coautor del controvertido ensayo The Bell Curve, una decidida defensa del determinismo biológico como causante de las diferencias en inteligencia entre razas y clases socialesRichard J. Herrnstein y Charles Murray, The Bell Curve. Intelligence and Class Structure in American Life, Nueva York, Free Press, 1994.; mientras que Edward. O. Wilson, fundador de la moderna Sociobiología, da la bienvenida al nuevo correligionario proclamando que «sin miedo a la verdad, Nicholas Wade celebra la diversidad genética»Una reseña de la formulación más reciente del pensamiento de Edward O. Wilson puede verse en Carlos López-Fanjul, «Del enjambre a la tribu», Revista de Libros, núm. 185 (enero-febrero de 2013)..

Los cinco primeros capítulos, que abarcan casi exactamente la mitad del texto, están dedicados a establecer las bases de una hipótesis cuyas consecuencias se elaboran con mayor detalle en la segunda parte del volumen. En esencia, dichos fundamentos se han tomado de una propuesta de Francis FukuyamaFrancis Fukuyama, The Origins of Political Order. From Prehistoric Times to the French Revolution, Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 2011., quien considera las distintas estructuras sociales como diferentes estados de organización que han ido surgiendo unos de otros a lo largo de una secuencia progresiva ascendente, partiendo de los grupos anárquicos de cazadores-recolectores, pasando por los sistemas jerarquizados que la invención de la agricultura hizo posible, desde las primitivas facciones tribales a los grandes Estados autocráticos, continuando con las sociedades democráticas propiciadas por la Revolución Industrial, y culminando en el capitalismo de libre mercado. En este orden de cosas, las instituciones que caracterizan a las diversas sociedades humanas actuales corresponderían a la etapa alcanzada por cada una de ellas en esa perseverante carrera hacia la modernización. La aportación de Wade consiste en atribuir la aparición y el mantenimiento de las antedichas instituciones a unas pautas de comportamiento subyacentes determinadas por un sustrato genético variable. Este dispositivo impulsaría un proceso regido por la evolución biológica y moldeado por influjos culturales que, a lo largo de los últimos cincuenta mil años, habría actuado de manera independiente en cada continente, produciendo las diferencias contemporáneas en riqueza y ordenación social.

Wade atribuye la aparición de muchas instituciones a pautas de comportamiento determinadas por los genes

Para sustentar su tesis, Wade debe enfrentarse a dos nociones muy arraigadas: la que mantiene la inexistencia de diferencias hereditarias entre las razas humanas por ser políticamente incorrecta, y la que afirma que el comportamiento cultural es un producto en el que los genes no intervienen y puede, al menos en su versión más optimista, modificarse con relativa facilidad. Aunque no cabe aceptar ninguna de ellas en su totalidad, esto no implica que lo contrario sea cierto, como intentaré razonar a continuación.

En el estudio de las diferencias hereditarias entre individuos y grupos de individuos, suele recurrirse a una idealización que concibe la especie como una entidad dividida en un cierto número de poblaciones situadas en distintos puntos del espacio, y percibe a cada una de éstas como un conjunto de seres que se perpetúa esencialmente mediante apareamientos endógamos, aunque se admite la existencia de un cierto flujo migratorio entre agrupaciones cuya magnitud estaría en relación inversa a la distancia geográfica que las separa. Los individuos se representan por sus respectivas constituciones gen a gen y las poblaciones por sus acervos genéticos, descritos por las frecuencias de las distintas variantes que portan sus miembros en cada uno de los genes. Estas variantes han ido surgiendo a lo largo del tiempo por acción de la mutación, y la composición de cada acervo en un determinado momento es producto de la acción conjunta de tres fuerzas. Una de ellas –la selección natural– sólo actúa sobre una parte del genoma, la compuesta exclusivamente por los genes que tienen efecto al mismo tiempo sobre la eficacia biológica, o número de descendientes que contribuye cada individuo a la generación siguiente, y sobre los atributos que facilitan su adaptación al medio, y tiende a diferenciar genéticamente a las poblaciones como respuesta a la pluralidad de los desafíos ambientales experimentados por ellas. Los dos agentes restantes son la migración, antes mencionada, y el azar, denominado deriva genética. Ambos actúan sobre la totalidad del genoma, que incluye la porción seleccionada y otra neutra, no sometida a selección a efectos prácticos, cuya importancia relativa en nuestra especie podría llegar hasta el 90%, pero los resultados de su intervención son antagónicos, tendiendo el primer factor a uniformizar los acervos de las distintas poblaciones y el segundo a diversificarlos aleatoriamente.

Los seres humanos permanecieron en su cuna africana durante las tres cuartas partes de su existencia y sólo comenzaron a expandirse por el resto del planeta hace unos cincuenta mil años. Pasados los primeros cuatro mil años de peregrinaje, ya habían poblado la región australiana, donde permanecieron sin mayor contacto con el resto de sus congéneres hasta finales del siglo XVIII. Los establecidos en Eurasia se dividieron hace unos treinta mil años en dos ramas, originarias de los modernos caucásicos y asiáticos. Por fin, algunos de los últimos pasaron a América hace unos quince mil años, donde, otra vez, se mantuvieron aislados hasta 1492. El análisis del genoma neutro ha permitido establecer que las pequeñas bandas de emigrantes sólo eran portadoras de una fracción de la variabilidad hereditaria original, de manera que, en la actualidad, las poblaciones no africanas son más diferentes de las africanas y menos variables que éstas a medida que aumenta la distancia entre sus respectivos lugares de asentamiento y la región de África Oriental donde nació la especie. En definitiva, los datos revelan una gradación genética fruto de la acción conjunta de la migración y la deriva, aunque esta información suele condensarse encasillando a las poblaciones en demarcaciones geográficas (continentes en la obra reseñada) cuyos límites y número no son fijos, sino que responden a propósitos prácticos. A pesar de que esta simplificación lleva inevitablemente consigo una pérdida de perspectiva, por reducir la naturaleza gradual de las diferencias genéticas interpoblacionales a una clasificación discontinua donde se separan las unidades discretas que con cierta laxitud llamamos razas, no deja por ello de ser útil, aunque no esté exenta de problemas.

Las técnicas estadísticas permiten cuantificar diferencias promedio, bien entre los miembros de una misma población o entre distintas poblaciones o conjuntos de éstas. En lo que refiere a la variación genética neutra, las disparidades entre grupos tienen una importancia menor, esto es, se cifran en un 6% cuando se refieren a unidades que abarcan la totalidad de un continente y en un 8% si aluden a las subunidades en que éstas pueden dividirse, frente al restante 86%, que corresponde a la disimilitud entre los individuos que forman parte de una misma población. Más aún, dichas distinciones suelen afectar únicamente a los valores de las frecuencias de las variantes génicas en las diversas razas geográficas, mientras que las privativas de cada una de ellas son escasísimas.

Asunto distinto es el de aquellos genes sobre los que la selección natural actúa, de más difícil acceso porque sus efectos suelen ser lo suficientemente pequeños para hacerlos indetectables en buena medida, al menos por ahora. Las huellas de la selección se reducen, en su gran mayoría, a los llamados barridos selectivos, esto es, a rápidos aumentos de la frecuencia de un gen seleccionado conducentes a la práctica desaparición de la variación genética en su entorno cromosómico, cuyo estudio está limitado a sucesos relativamente recientes, digamos los ocurridos durante los últimos treinta mil años. Es difícil averiguar cuáles fueron los rasgos sometidos a estos procesos, pero el color de la piel, el metabolismo y la resistencia a enfermedades infecciosas parecen probables. Como cabría esperar, la selección ha utilizado mutaciones diferentes en distintas poblaciones para producir resultados semejantes, por ejemplo, algunos de los genes responsables de la pigmentación de la piel, de la tolerancia a la lactosa, o de la resistencia a la malaria, no son los mismos en las poblaciones europeas, asiáticas o africanas. En este orden de cosas, sólo un 20% de las regiones cromosómicas donde se han detectado barridos selectivos son comunes a pobladores de distintos continentes, puesto que la selección actúa en respuesta a cambios ambientales que, en principio, diferirán de unos lugares a otros. Con todo, la selección natural sólo parece haber afectado a un 7% del genoma a lo largo de los últimos treinta milenios, sin que pueda precisarse qué parte de los cambios resultantes han producido una mayor adaptación al medio y cuáles son consecuencia de la incesante carrera de armamentos propiciada por la selección sexual.

A la luz de los datos expuestos, la existencia de diferencias hereditarias entre grupos humanos de distinta procedencia geográfica, llámense razas, poblaciones, etnias o cualquier otra cosa, es algo más que un artefacto clasificatorio que sólo responde a características culturales o sociales. Otro asunto, muy distinto, es que la investigación de las disimilitudes raciales pueda fomentar el racismo, como desgraciadamente ha ocurrido en múltiples ocasiones, ignorando tanto su naturaleza estadística como su escasa entidad.

Aunque la descripción proporcionada en la obra sobre las diferencias raciales correspondientes a genes neutros o seleccionados es, en líneas generales, correcta, debe quedar palmariamente claro que, hasta la fecha, nunca se ha detectado de manera fehaciente que la diversidad cultural de los grupos humanos responda a influjos genéticos, aunque esto no niegue ni afirme la existencia de estos factores. Por esta razón, la opinión del autor al respecto, que es la piedra angular que sustenta todas sus conjeturas, no pasa de ser una extrapolación a la vez temeraria y simplista, como pone de manifiesto, entre otras muchas, la frase siguiente: «es razonable suponer que si rasgos como el color de la piel han evolucionado en una población, lo mismo debe ocurrir en su comportamiento social, y de ahí que los tipos de sociedad muy diferentes que se ven en las diversas razas […] difieran no sólo debido a la cultura que han recibido […] sino también debido a las variaciones en el comportamiento social de sus miembros, acarreado en sus genes» (p. 49). Estas impertinentes sartas de condicionales en las que se enlaza lo posible con lo probable para finalizar en algo que se presenta como prácticamente seguro, se reiteran de continuo para substanciar sin pruebas convincentes consideraciones de muy largo alcance. Así, se afirma que «probablemente todos estos comportamientos sociales, en uno u otro grado, tienen una base genética aunque, con las pocas excepciones que ya se han descrito [dos], todavía han de identificarse los genes específicos subyacentes» (p. 134). Por concretar un poco más, pasaré a decir algo sobre la naturaleza de esas dos presuntas excepciones.

Nunca se ha detectado de manera fehaciente que la diversidad cultural de los grupos humanos responda a influjos genéticos

La primera corresponde a un conocido ejemplo de evolución gen-cultura: el de los genes responsables de la tolerancia a la lactosa exclusivos de la población occidental europea y algunos pueblos pastoriles del oriente africano, que permiten a sus portadores el consumo de lecha fresca una vez concluida la lactancia con las consiguientes ventajas nutritivas. Aunque la cultura sensu lato pudiera incluir las prácticas ganaderas y alimenticias, el caso referido difícilmente puede asimilarse al pretendido sustrato genético de las organizaciones de tipo tribal, autocrático o democrático.

La segunda y última muestra se refiere al gen MAO-A, productor de la enzima monoamino oxidasa A, cuya actividad inhiben los fármacos usualmente prescritos en el tratamiento de depresiones. Una variante de este gen (3R), cuya frecuencia difiere de unas razas a otras, parece estar asociada con desórdenes psiquiátricos e inclinaciones antisociales. Ha sido bautizada por el periodismo sensacionalista con el desafortunado nombre de «gen del guerrero», aunque la realidad haya resultado ser bastante más prosaica, puesto que, una vez situados en la palestra experimental, los portadores de ese gen se limitaron a combatir a sus presuntos estafadores suministrándoles salsa picante, pero únicamente cuando la cuantía del fraude era considerable. No obstante, el morboso tratamiento del tema inclinó en 2009 a un tribunal de Tennessee a considerar como circunstancia atenuante el hecho de que un asesino convicto y confeso fuera portador de la variante en cuestión. Como de costumbre, Wade comienza su argumentación guardando la ropa: «es, por tanto, imposible, considerando un solo gen, afirmar en términos genéticos que una raza muestra una mayor propensión que otra a la violencia», para concluirla con el siguiente despropósito: «el aspecto más general que ilustra el caso del gen MAO-A es que aspectos importantes del comportamiento social humano están moldeados por los genes y que es probable que estos rasgos de comportamiento varíen de una raza a otra, a veces de manera significativa» (p. 66).

En el contexto neodarwinista se postula que muchos aspectos de nuestro comportamiento han surgido como consecuencia de la interacción de dos procesos evolutivos complementarios: el biológico, que avanza al lento paso marcado por la sucesión de las generaciones, y el cultural, incomparablemente más rápido que el anterior al transmitirse por aprendizaje. Otra cosa es determinar la importancia relativa de esos dos agentes en la formación y el desarrollo de un tipo de comportamiento concreto, materia que, a pesar de la gran variedad de hipótesis presentadas en el curso de las últimas décadas, está aún en mantillasSobre estos particulares, véase el reciente ensayo de Laureano Castro Nogueira y Miguel Ángel Toro Ibáñez, «Cultura: la perspectiva darwinista», Revista de Libros, 31 de marzo de 2015.. Como de costumbre, el autor aborda inicialmente el asunto con toda cautela: «sin conocer la naturaleza de los genes implicados en el comportamiento social es imposible, en el momento actual, desenmarañar los papeles respectivos de la cultura y la genética en la demarcación de las instituciones sociales» (p. 135), para luego desenmascarar su intención pasadas unas pocas páginas: «cada una de las principales civilizaciones ha desarrollado las instituciones apropiadas para sus circunstancias y supervivencia. Pero dichas instituciones, aunque fuertemente impregnadas de tradiciones culturales, se fundamentan en una base de comportamiento humano conformado genéticamente. Y cuando una civilización produce un conjunto distintivo de instituciones que resisten durante muchas generaciones, esta es la señal de una serie de variaciones de apoyo en los genes que influyen sobre el comportamiento social humano» (p. 161).

Tras largas y descompasadas divagaciones, Wade desvela en el capítulo 7 la naturaleza de su mecanismo evolutivo preferido, un trasunto del propuesto por Gregory Clark en A Farewell to AlmsGregory Clark, A Farewell to Alms. A Brief Economic History of the World, Princeton, Princeton University Press, 2007.. En esta obra se documentan series históricas de datos ingleses que cubren el intervalo comprendido entre los siglos XIII y XVIII, condensadas en tendencias que ilustran una disminución de la tasa de violencia y un aumento del grado de alfabetización y de la propensión al ahorro, junto con el incremento del número de horas de trabajo por cabeza y día curiosamente interpretado como un indicador de la rectitud personal. No es mi intención discutir aquí la veracidad de estas supuestas reglas sino disecar el fantasmagórico dispositivo al que Clark atribuye su existencia, que se reduce a la mera constatación de que los ricos tenían más hijos adultos que los pobres durante el período considerado. A Wade le ha faltado tiempo para identificar esa diferencia en fecundidad con la correspondiente a la eficacia biológica, el combustible de la selección darwinista. En otras palabras, un simple guiño a Malthus le ha bastado para deducir que, en una población de censo y estructura social estable, el exceso reproductivo implicaría que buena parte de la progenie de los poderosos sufriría un obligado y penoso descenso en la escala social pero, al no haber mal que por bien no venga, dicho sobrante tendría «la consecuencia genética trascendental de que [los hijos] llevaban con ellos la herencia de los mismos comportamientos que habían hecho ricos a sus padres. Así, los valores de la clase media alta (no violencia, alfabetismo, frugalidad y paciencia) se infundieron a las clases económicas inferiores y por toda la sociedad» (p. 170). A continuación, el advenimiento de la Revolución Industrial y el consiguiente crecimiento demográfico rescindirían la restricción malthusiana, permitiendo la liberación del potencial hereditario acumulado previamente y, con ello, la transición del Antiguo Régimen a la modernidad.

El que podría denominarse artilugio Grant-Wade es asimilable a un proceso de selección natural direccional que presupone que los genes responsables de la eficacia biológica de los individuos y de su respectiva posición económica serían prácticamente los mismos. En la precavida frase de su inventor, «los aspectos de la cultura que algunos economistas han empezado a ver como relevantes para el desempeño económico bien pudieran tener una base genética, aunque esto todavía se ha de demostrar, o siquiera se ha de investigar en serio» (p. 197). No es fácil admitir que puedan cumplirse las condiciones necesarias para que el instrumento propuesto funcione, esto es, que la perpetuación genealógica de la riqueza responda a una herencia distinta de la testamentaria, que los ideales cívicos de la sociedad burguesa estén inscritos en determinados genes, y que estos y los que determinan la eficacia biológica coincidan. Es más, aunque dichos requisitos se satisficieran, la operación de la selección natural a través de la reproducción diferencial de los miembros de la población sólo produciría resultados muy lentamente, a diferencia de lo que ocurriría en un proceso de selección artificial donde sólo contribuirían descendientes a la generación siguiente el puñado de individuos que mostraran la máxima expresión del atributo seleccionado. Sin embargo, Wade considera que unos pocos siglos son suficientes para producir evolutivamente las tendencias mencionadas y, para documentar semejante dislate, no duda en establecer un paralelo con el conocido experimento de selección artificial iniciado a finales de la década de 1950 por Dimitri Belyaev para aumentar la docilidad del zorro plateado siberiano, donde al cabo de treinta generaciones la estirpe seleccionada toleraba fácilmente la presencia humana y mostraba las orejas gachas propias de sus congéneres domésticos. Wade no ve mayor inconveniente en afirmar que, «en un sentido más amplio, estos cambios en el comportamiento fueron sólo algunos de los muchos que tuvieron lugar a medida que la población inglesa se adaptaba a una economía de mercado» (p. 172). Aún más, se permite aventurar que al proceso que convirtió a las «cuadrillas errabundas de cazadores-recolectores ingobernables […] [en] gentes lo suficientemente pacíficas para establecerse juntas […] se le puede llamar una domesticación porque, a juzgar a partir de la evidencia de restos fósiles humanos, parece ir en paralelo a la domesticación de especies animales por los primeros agricultores» (p.178). Si el lector aún abrigaba dudas sobre las convicciones íntimas del autor de Una herencia incómoda, sirva para desvanecerlas la lectura de estos últimos párrafos sobre el presunto ejercicio de doma al que atribuye la formación de la conciencia de la clase trabajadora europea.

Indios de Osage en la Casa Blanca

A mayor abundamiento, un tenaz esfuerzo imaginativo ha permitido ampliar el campo de operación del artilugio Wade-Clark al desarrollo económico de las poblaciones del Lejano Oriente. Así, durante la permanencia del mandarinato como clase meritocrática cuyos miembros se reproducían en mayor número que los individuos pertenecientes a las clases inferiores, las restricciones impuestas por la ley de Malthus implicarían la diseminación de los «valores de la clase alta por toda la sociedad a medida que los hijos más numerosos de los acomodados descendían por los estratos sociales» (p. 177), pero, al igual que había ocurrido con la Revolución Industrial europea, la restauración Meiji en Japón (1868), la creación del Estado de Corea del Sur (1945) y las reformas iniciadas en China por el líder del pueblo Deng Xiaoping (1979), conducirían al desmoronamiento de las barreras demográficas malthusianas, permitiendo la inmediata incorporación de esos tres países a la economía de mercado. Sin embargo, Wade opina que la transición será mucho más lenta, acaso imposible, en los pueblos africanos que aún permanecen sumidos en la fase tribal, a pesar de la gran ayuda económica que reciben, o en los del Oriente Próximo, cuya hipotética incapacidad atribuye sin mayor reserva a su tradicional sumisión tanto al depredador imperio bizantino como al expoliador califato otomano. ¿Tan poco importante ha sido y sigue siendo la protección de los intereses político-económicos de las grandes potencias en la determinación de los acontecimientos ocurridos en dichos territorios durante y después de su colonización?

Para terminar, examinaré el propósito de Wade a la luz de la declaración de intenciones con que finaliza el primer capítulo: «el lector debe ser completamente consciente de que en los capítulos 6 a 10 está abandonando el mundo de la ciencia dura y penetra en una liza mucho más especulativa que se halla en la interfaz de la historia, la economía y la evolución humana […]. Las conclusiones que se presentan en estos capítulos quedan mucho más faltas de pruebas. Por plausibles (o no) que puedan parecer, muchas son especulativas. Desde luego, no hay nada malo en la especulación, mientras sus premisas queden claras. Y la especulación es la manera habitual de empezar la exploración de territorio desconocido, porque estimula una búsqueda de las pruebas que la respaldarán o la refutarán» (p. 22). Me cuesta trabajo admitir que las afirmaciones contenidas en el párrafo precedente sean sinceras. A pesar de sus muchas protestas en contrario, el autor mantiene a lo largo de toda su obra un rígido determinismo hereditario que no está avalado por datos científicos y, lo que es peor, nos advierte continuamente de esa carencia para fantasear a renglón seguido, como si tal precaución se borrara al momento de su memoria. Por tanto, las conjeturas de Wade no pueden calificarse de ingenuas especulaciones exploratorias que idealmente podrían proporcionar una mejor interpretación de las diferencias interraciales del comportamiento social humano, sino como deliberados empeños de transmitir al lector una visión racista que considera a una parte de la humanidad poco menos que irrecuperable para las formas de vida moderna, visión que trata de edulcorar con ciertas dosis de captatio benevolentiae diligentemente administradas en un par de capítulos. Uno de ellos está dedicado a exponer la perversidad de la eugenesia desde la aparición del darwinismo social hasta el Holocausto, como si los males hubieran acabado allí. Otro trata de explicar la supuesta superioridad intelectual de los judíos askenazis como consecuencia de un insostenible proceso evolutivo ocurrido a lo largo de los últimos dos milenios. En resumidas cuentas, no es defendible que, en aras de la libertad de expresión, se fomente irresponsablemente la xenofobia mediante la formulación de conjeturas arbitrarias elaboradas a espaldas del conocimiento científico.

Carlos López-Fanjul es catedrático de Genética en la Universidad Complutense. Es coautor, con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, de A la sombra de Darwin: las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y ha coordinado el libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).
 

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