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GILLES DELEUZE Y FÉLIX GUATTARI. BIOGRAFÍA CRUZADA

François Dosse

Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires

Trad. de Sandra Garzonio

690 pp. 29 €

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François Dosse cultiva la historia intelectual y, en concreto, aquellas vertientes de la historiografía francesa más filosóficas. De su producción traducida al español da cuenta pormenorizada una de las solapas de este libro. En él pasa directamente a la filosofía, o como pueda conceptualizarse la suerte de bakuninismo psiquiátrico que nutre la obra compartida de Guattari y Deleuze, dos de los más genuinos exponentes de las pretensiones del Mayo del 68. El presente trabajo carece de contextualización, esto es, no cuenta con un análisis de la Francia de los años finales de la Cuarta República y del gaullismo, y tampoco del panorama intelectual de esos cuarenta años. Por tanto, nos encontramos ante casi setecientas páginas de prosa prolija, dedicadas a la justificación y exaltación de estos dos personajes, respecto a los que no media la menor distancia crítica. Significa esto último que el biógrafo reproduce el lenguaje arbitrario e impenetrable de sus biografiados, de modo que el lector no tarda en perder toda esperanza de entender ni poco ni mucho «de qué iban» Deleuze y GuattariPara alcanzar esa comprensión en un contexto adecuado de análisis intelectual es muy recomendable la lectura de Juan José Sebreli, El olvido de la razón. Un recorrido crítico por la filosofía contemporánea, Barcelona, Debate, 2007. O bien ir de la mano de un amigo de Deleuze: François Châtelet y Évelyne Pisier-Kouchner, Las concepciones políticas del siglo XX, Madrid, Espasa Calpe, 1986.. Por si fuera poco, la traducción, cuajada de americanismos, hace particularmente abstrusa y aleatoria la posible significación de los apartados filosóficos.

En el plano biográfico, de Guattari conocemos la normalidad de su familia de clase media y sus estudios de secundaria y universitarios. Su fuerte atracción por la política revolucionaria le llevó a una temprana militancia, primero, en el Partido Comunista Francés y más tarde en grupos trotskistas que practicaban el entrismo en las filas estalinistas. Esta orientación alimentó en su caso una profunda antipatía hacia el maoísmo. En la campestre clínica psiquiátrica La Borde, Guattari, sartreano entregado en sus comienzos, que no era médico sino tan solo un converso entusiasta a las doctrinas de Lacan, adquirió fama por sus métodos terapéuticos, tendentes a un enfoque «social» y no «individual» del paciente, lo que significa atribuir la causa determinante del trastorno mental al «contexto» social, descalificado y «desestructurado» en términos revolucionarios. Al mismo tiempo, lo que se tiene por enfermedad, en particular la esquizofrenia, adquiere rasgos creativos, susceptibles de servir de pauta a los supuestamente sanos. Se trataba, en fin, de la transversalidad, una terapia orientada a borrar las fronteras entre médicos y pacientes, el interior y el exterior de la clínica, así como toda jerarquía y estabilidad en la organización de éstaAsí describía su labor terapéutica Guattari durante un seminario impartido en 1981: «La dimensión del acto fue (¡es la palabra que cabe!) forcluido [sic] por el psicoanálisis: alcanza con hablar del “pasaje al acto” para considerar de alguna manera que estamos fuera del campo del análisis. Ahora bien, para el esquizoanálisis, esta dimensión del acto, precisamente, es por completo central» (p. 333).. Como cabía esperar, se sintió fascinado por el estallido del Mayo del 68 –la «ruptura restauradora», como contradictoriamente la denomina Dosse– y colaboró activamente en la ocupación del Théâtre de l’Odéon. Llevó allí a sus pacientes y se produjo incluso lo que en la apologética de Dosse puede entenderse como un milagro, ya que, uno de ellos «se pone a tocar el piano como un músico de primer orden. Luego se levanta, echando chispas por la mirada como Antonin Artaud, y aúlla a los espectadores: “Por fin soy alguien”» (p. 222).

Por lo que se refiere al Deleuze anterior a su providencial encuentro con Guattari poco después del Mayo, encontramos a otro vástago de clase media, fascinado por la filosofía, estudioso, aunque fracasado en su tentativa de ingreso en la École Normale Supérieur que, no obstante, emprendió y desarrolló durante toda su vida una entregada y productiva carrera académica. De modo que enseñó filosofía en el circuito habitual de los liceos y las distintas universidades francesas de provincia hasta desembocar en París y convertirse, junto a Guattari, en la pareja intelectual de moda de la izquierda revolucionaria transgresora durante veinte años, entre los años setenta y finales de los ochenta del siglo pasado. Por si alguien se lo pregunta, no fue en absoluto una pareja gay de vanguardia. Se trataban de usted y ambos eran heterosexuales de tipos opuestos, pero sin fisuras. Guattari tuvo dos matrimonios y era promiscuo al por mayor en el mejor estilo del Mayo. Poco menos que sucumbió en sus últimos tiempos en los brazos escuálidos de una amante treinta años más joven, quien tenía a su vez amante fijo y unas costumbres igualmente promiscuas a las de Guattari, unidas al consumo de drogas y a la anorexia, «aspectos creativos» que a un Guattari ya anticuado le produjeron una intensa depresión. Tanto más cuanto su amante le impuso el alejamiento de sus amigos habituales y de sus sacrificados y leales hijos. Deleuze, por su parte, fue, muy al contrario, un sobrio y dedicado padre de familia, cuya respetabilidad (sin perjuicio de la melena y las uñas largas) chocaba con el estilo provocador y caótico de la vida cotidiana conforme al estilo antiburgués del 68El espectáculo no cesaba ni con la muerte. Durante el entierro de Guattari en el cementerio Père-Lachaise de París, con asistencia de mil quinientas personas, un amigo tuvo a bien enumerar a treinta al menos de sus amantes, mientras tocaba una banda de jazz y los asistentes reían o lloraban (p. 633)..

Deleuze tuvo sendos maestros, el cartesiano Ferdinand Alquié y el hegeliano Jean Hyppolite, que supieron enseñarle y conducirlo por el duro camino de la versión francesa de la tesis doctoral y la progresión académica. No obstante, Deleuze rompió con ellos porque detestaba a Descartes y a Hegel y prefería a Nietzsche y a Bergson. Fue, en este sentido, rompedor con las obsesiones filosóficas de la izquierda radical francesa, incluido Marx. Brillante profesor, amante y practicante intensivo de la clase magistral como espectáculo, Deleuze tenía, al parecer, la facultad de «dejar embarazados» a una serie de filósofos con los que se construyó su propia plataforma heterodoxa dentro de la izquierda intelectual: «El modo de liberarme que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándolo embarazado de una criatura que, siendo suya, sería, sin embargo, monstruosa» (pp. 143-144).

Lo que buscaba era romper con toda clase de platonismo, esto es, de destruir todo arquetipo y cualquier criterio metodológico que pretendiera distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo racional e irracional, lo bueno y lo malo, la belleza y la fealdad. Su heroicidad filosófica se la representaba como sacar lo diferente de la caverna. Con la ayuda de un tipo de análisis e interpretación que solía irritar profundamente a los especialistas, los filósofos «sodomizados» y «embarazados» fueron Spinoza, Hume, Kant y los dos ya citados (Nietzsche y Bergson), junto con alguna utilización del estoicismo. Los monstruos alumbrados fueron la destrucción del sujeto, las estériles dicotomías citadas o cualquier intento de dotar a la historia de un sentido, incluso de alguna clase de explicación racional, sin perjuicio de que la revolución en todos los planos fuera posible en todo momento. De este modo, Marx, antes que «embarazado», quedó medio arrumbado, medio desleído en la sopa filosófica anterior. «Lateralidad», coexistencia de todo en todo y azar y creatividad al por mayor para las «máquinas deseantes», como él y Guattari denominarían a ¿los seres humanos? en su obra más famosa, El Antiedipo (1972), subtitulada significativamente Capitalismo y esquizofrenia. ¿Qué nos explica Dosse de todo esto? Pues se limita a citar al propio Deleuze, en un párrafo de la mayor claridad y precisión a que el lector puede aspirar: «Este universo presenta el aspecto de un conjunto de singularidades más o menos conectadas, agenciadas [sic] entre ellas, una suerte de “muro de piedras sueltas, sin pegar, donde cada elemento vale por sí mismo y no obstante en relación con los demás”» (p. 203)Las cosas no mejoran de la mano de Dosse: «Deleuze atentó en afirmar una filosofía de la paradoja, del doble, de la tensión mantenida en el oxímoron, insiste en la copresencia del sentido y del no sentido, que no están en una relación de exclusión de lo falso por lo verdadero» (p. 291)..

El filósofo de la pareja, muy al contrario del papel heroico que Dosse reserva para Guattari, careció siempre de inclinación por la política. Estudiante de secundaria en el París ocupado por los alemanes, Deleuze nunca se planteó adherirse a la Resistencia, aunque ese paso lo dieran algunos de sus compañeros. Admirador temprano de Sartre, que tampoco movió un dedo en contra del ocupante, encontró que en la oposición que éste teorizaba entre «adentro» y «afuera», Pétain representaba lo primero y De Gaulle lo segundo. Pero el «afuera» de Deleuze, su lucha contra el nazismo ocupante, consistió en abstenerse de ir al refugio antiaéreo cuando un bombardeo aliado interrumpió una representación teatral de Las moscas de Sartre a la que asistía. Heroicamente, se paseó por la orilla del Sena junto al compañero que lo acompañó a la representación y, en cuanto pasó la alarma, volvieron al teatro.

El citado Antiedipo, su primera obra conjunta e indistinta, como cuantas la siguieron fue, sin duda, la más famosa y difundida. Se trató de un ajuste de cuentas con los lacanianos, grupo dentro del cual Guattari pasaba por ser el exponente más distinguido y sucesor presunto de Lacan. Por desgracia para éste, la obra citada vino a anunciar «que el psicoanálisis forma parte de la obra de represión burguesa más general, la que ha consistido en mantener a la humanidad europea bajo el yugo de papá y mamá y en no terminar con este problema» (p. 249).

Lo que esto significa para Dosse, es que, según los autores, «la esquizofrenia es el límite mismo del capitalismo, su límite exterior; y al capitalismo le corresponde el cuidado de revertir esta tendencia: “Lo que descodifica con una mano, lo axiomatiza con la otra”» (p. 256). Menos mal que, «al superar las oposiciones frontales entre descripciones funcionalistas y análisis estructurales, pero también la oposición entre infraestructuras y superestructuras, y la manera en que se elude el problema del Estado, Deleuze y Guattari evitan cierto número de aporías habituales propias de los análisis sociales» (p. 271). Un rasgo de sinceridad, en fin, de los propios autores, que Dosse atribuye al sentido del humor de ambos: «Somos demasiado competentes, quisiéramos hablar en nombre de una incompetencia absoluta. Alguien nos preguntó si alguna vez habíamos visto a un esquizofrénico: no, no, no jamás vimos a ninguno» (p. 276).

Lo cierto es que ni la obra de Delueze y Guattari ni el tratamiento de Dosse resultan para nada divertidos, al menos si atendemos a las muy previsibles opiniones políticas de la pareja antisistema. En este terreno, la incoherencia y la apologética desembocan de nuevo en el terreno del milagro, como en el ocupado Théâtre de l’Odéon. Un primer milagro conceptual es el de que «comunidad y singularidad no se oponen» (p. 390). Otros más vulgares tuvieron que ver con los entornos del terrorismo en la Italia y la Alemania de los años setenta del siglo pasado. La pareja protegió y tejió una estrecha amistad con Toni Negri, perseguido por las autoridades italianas por su posible implicación en el asesinato de Aldo Moro. Asimismo, ayudaron y distinguieron con su amistad al abogado de la banda Baader/Meinhof, Klaus Croissant. Pese a sufrir alguna amarga ruptura, Guattari se negó siempre a condenar de forma inequívoca el terrorismo. Pero eso no significaba justificar o colaborar con él, sino que, según Dosse, Guattari prefería aplicar sus dotes terapéuticas a los involucrados en esas actividades para que abandonaran la violencia en lugar de proferir condenas que consideraba equívocas e impropias de su genio compartido con Deleuze (pp. 385-386). Aunque la mayoría de los intelectuales de la izquierda italiana se mostraron indignados con la actitud y la conducta de ambos, Dosse traza, aquí sí, un pseudocontexto en virtud del cual el terrorismo constituía una respuesta forzada a la implacable represión desencadenada por la Democracia Cristiana, con la bendición del Partido Comunista Italiano. Y es que, en la perspectiva política del Mayo francés, la República Federal Alemana, la República Italiana y la Quinta República francesa constituían monumentos de la tiranía política del capitalismo represivo con su falsa tolerancia y su alienante consumismo, mientras que la Revolución Cultural proletaria china encarnaba la esperanza de la humanidad, al proceder sin titubeos contra la división social del trabajo y la burocratización del socialismo.

Deleuze, por su parte, no dejó de aportar sus personales detalles –¿de humor?– en el terreno político. Por ejemplo, el sumo sacerdote de la provocación y el «embarazo» filosófico encontraba excesiva la consideración del Holocausto judío como el mayor y más horrendo crimen de la historia, al tiempo que establecía un paralelismo entre el extermino nazi en los campos de concentración y la expulsión de los palestinos de su tierra por Israel. Aunque la pareja se mostró muy diligente en la denuncia del CMI (Capitalismo Mundial Integrado), cuya inicial y siniestra manifestación consistió en la primera guerra del Golfo Pérsico contra Irak tras su invasión de Kuwait, poco tuvieron que decir sobre la caída del muro o el fin de la Unión Soviética, ni tampoco, una década antes, sobre el profundo impacto producido en la izquierda francesa por la obra de Solzhenitsyn. Pero lo dicho por Deleuze a este respecto resultó suficientemente significativo. A los nuevos filósofos y su trabajo los despachó con una palabra de rotundo significado: «¡Cerdos!» (p. 487). Sobre las víctimas incontables de los regímenes comunistas, Deleuze destiló estas palabras de justificación del verdugo: «Los que arriesgan la vida piensan por lo general en términos de vida y no de muerte, de amargura y mórbida vanidad. Los que resisten están muy vivos». Esto es, apoyó a Negri y a la Baader/Meinhof porque «resistían» a «la máquina de guerra» del CMI, pero sospecha y silencio hacia Solzhenitsyn, Sájarov, Havel o Ko?akowski porque se sometían pasivamente, aunque no dice a qué ni cómo, y se limitaban a quejarse por vanidad personal de una realidad sin nombre ni descripción y, menos, análisis. Este honesto combate contra el malvado CMI no les impedía hacerse en todo caso a Guattari y Delueze con todas aquellas subvenciones del Estado francés que se ponían a su alcance.

Si ha llegado hasta aquí, el lector no debe desanimarse ante el contenido de este interminable, delirante y aburrido libro. ¿O acaso no merecen la pena incontables perlas como esta que nos ofrece Dosse, el biógrafo?: «El tiempo pone en crisis la causalidad, bajo la cual reina un azar irreductible que la vuelve ontológicamente secundaria, sin negarla» (p. 421). ¿Qué tal? Existen antídotos, no obstante. Uno lo ofrecen Alan Sokal y Jean Bricmont, en su Imposturas intelectualesTrad. de Joan Carles Guix, Barcelona, Paidós, 1999, p. 157., donde señalan, con carácter general, «la falta absoluta de claridad y transparencia» en la obra de Deleuze y Guattari, y a propósito de su utilización de conceptos y terminología de la Física y de las Matemáticas: «Se observa una gran densidad de términos científicos, utilizados fuera de su contexto y sin ningún nexo lógico aparente». El otro es bastante anterior y consiste en una muestra de compasión hacia las mentes de tantos alumnos universitarios abrasadas por una retórica vacía y sin escrúpulos. La manifestó Schopenhauer en relación con otra jerga no menos oscura y arbitraria: «¿Acaso no integran la juventud que maduró en la incubadora del hegelianismo hombres espiritualmente castrados, hombres incapaces de pensar y llenos de las presunciones más ridículas?»Sobre la filosofía de universidad, trad. de Mariano Rodríguez, Madrid, Tecnos, 1991, pp. 81-82..

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