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Los límites del horror

Una belleza convulsa

JOSÉ MANUEL FAJARDO

Ediciones B, Barcelona, 319 págs.

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Cada día la crítica académica da más importancia a los llamados factores paratextuales, aquellos que no pertenecen al texto pero influyen en su significado o lo orientan. Y es que hay, en efecto, dicho con menos pedantería, condicionantes externos a la obra que pesan como una losa en las expectativas de lectura. Dos rasgos de esta clase perjudican tan seriamente a priori al nuevo libro de José Manuel Fajardo, Una belleza convulsa, que considero imprescindible apostillarlos en primer lugar, como algo previo a cualquier otra consideración.

Uno de esos elementos es la ilustración de la cubierta, el hermoso claroscuro fotográfico de Marisa Hidalgo que representa un desnudo masculino en una postura un tanto en escorzo a lo Miguel Ángel. Esa foto supone un primer atentado contra el texto por dos razones. De entrada, se asocia inevitablemente a un título donde figura la palabra belleza y por eso sugiere una temática que no tiene nada que ver con el libro: la imagen induce al engaño. Por otro lado, la foto, por mucho que connote tensión, es de un esteticismo que se encuentra en las antípodas de una historia llena de dramatismo, de pasión, de dolor, de lucha…, de vida.

El segundo de los elementos aludidos se refiere a los textos de la cubierta final y de la solapa del libro que, sin detenerme en detalles, vienen a subrayar que se trata de una novela sobre un secuestro perpetrado por un grupo terrorista. Si ese fuese el motivo único de la obra, se produciría un gran desajuste entre los propósitos y los resultados del escritor. Y no ocurre del todo así: aunque exista, como creo, un desequilibrio entre los componentes de la narración, José Manuel Fajardo aborda dos temas, y no sólo uno; hace un relato acerca de los mecanismos de la memoria que llevan a una persona a dilucidar el sentido de su existencia espoleada por una circunstancia extrema, excepcional. Esa circunstancia es el secuestro y posterior encierro del protagonista en un minúsculo zulo.

Las vivencias en el zulo del secuestrado, un periodista del montón y traductor, constituyen una de las partes de la novela. En realidad, es en sí misma una novela corta. Me parece que, incluso, la otra parte, casi más gruesa que ésta, podría suprimirse sin perjuicio para la infernal experiencia de su reclusión. Podría editarse independiente este bloque y tendríamos una honda nouvelle, como llaman los franceses con un término que no tiene equivalencia exacta en español a los relatos de especial condensación emocional y de particular densidad vivencial.

Esta secuencia se alterna con la otra y se construye bajo la advocación de Dante, cual un viaje subrayado en el título de los capítulos a varios círculos del infierno. Se abordan en ella aspectos inevitables como la desesperación del secuestrado, la impiedad del secuestrador o el síndrome de Estocolmo. Y todo esto se diluye en una vivencia general que Fajardo recrea con originalidad, la sensación de enterramiento de la víctima. El conjunto de la situación tiene intensidad y fuerza conmovedora y se dota de un ritmo muy eficaz a una materia de tiempos muertos. De modo que, si no pareciera un sarcasmo podría hablarse de la amenidad de una terrible experiencia límite. El intimismo del relato, la percepción de los hechos desde la perspectiva del protagonista, quien también oficia de narrador, acaba por redondear este flanco de la novela que, a partir de un caso concreto, apunta hacia la condición humana. Y hay que advertir el buen tino para rehuir los aspectos más tópicos, aunque ciertos, de tal fenómeno, y para plasmarlo en su amplia complejidad.

Causará sorpresa esta entrega de Fajardo a la introspección psicologista a quien conozca sus obras anteriores (La epopeya de los locos, Carta del fin del mundo y El converso, todas de ambientación pretérita, al contrario de la que comento) porque, sin desdeñarla, el rasgo fundamental de su narrativa reside en una fuerza fabuladora amiga de la peripecia externa. Es de esos escritores dotados genéticamente para el arte de contar. Ese gusto, ceñido a la peripecia vital del periodista, se evidencia en la otra parte de Una belleza convulsa. Parece natural que el secuestrado recuerde su vida, pero, además, el autor encuentra un recurso idóneo para que la evocación fluya de modo natural, evitando las asociaciones mecánicas.

Un cartel colocado en el zulo con un paisaje del País Vasco, de cuya tierra es tan devoto el personaje, estimula la imaginación de éste, y lo lleva a otros tiempos y situaciones. Un nexo real sirve, pues, de valioso procedimiento técnico. Aquí el narrador reconstruye su vida con el propósito de abarcar una trayectoria biográfica total, pues sus rememoraciones se refieren tanto a cuestiones sentimentales, formativas, profesionales o lúdicas como a sus ideas e inclinaciones estéticas.

Creo entender la intención de este recorrido rememorativo: contrapone el valor de la libertad, a veces también dolorosa, a la opresión. Pero esta existencia en libertad tiene tal autonomía literaria que viene a ser una historia separable del relato del secuestrado. Por momentos, hasta deja a éste en un plano secundario. Así que al final resulta como si se hubieran anexionado o pegado, pero no fundido, dos narraciones distintas, cada una de ellas en sí misma interesante, pero bastante independientes. Y para mí tengo que ello ocurre en perjuicio de la más importante, la que se asoma a los límites del horror.

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