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Un voluntario realista, de Benito Pérez Galdós

Tomos 4 y 5 de los «Episodios nacionales. Segunda Serie (I) y (II)»

Benito Pérez Galdós

edición de Yolanda Arencibia, Cabildo de Gran Canaria, 2006

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El bicentenario del 2 de mayo, levantamiento popular madrileño contra los franceses, tiene, si no otra, la gracia de que, aparte de propiciar esa gran rebatiña de celebraciones políticas, invita a acercarse a la obra de uno de los escritores más insensatamente valorados por sus propios compatriotas. Hablo de nosotros, los españoles. Y hablo de Galdós.

De niños, en aquella España de hinchazón nacionalista que fue el franquismo, casi todos tuvimos en las manos Trafalgar, Bailén o El 19 de marzo y el 2 de mayo. Solían ser ediciones con ilustraciones en color y nos encandilábamos con los dibujos, sin entrar demasiado en el texto o, dicho más propiamente, sin que el texto entrara en nosotros. Era un fenómeno análogo al de aquellas lecturas obligatorias del Quijote en el bachillerato elemental que hizo que una mayoría de niños españoles aborreciera el gran libro de Cervantes. Con Galdós pasó tres cuartos de lo mismo e incluso algo peor. Galdós, que tanto había sido repudiado por la derecha política de su tiempo, tan contraria a que se le otorgara el premio Nobel, concesión que, de no mediar aquella feroz oposición, hubiera recaído por primera vez en un español, fue sin embargo parcialmente instrumentalizado años después por el franquismo que, con sus hiperbólicas construcciones ideológicas de lo español, encontró en los Episodios «nacionales» un parentesco siquiera fuera nominal con la obra del maestro canario. ¡Pobre don Benito!

Galdós desembarcó en la Península desde su Canarias natal a edad muy joven para estudiar derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Fue un alumno disperso, poco frecuentador de las aulas y muy callejeador. Dedicando sólo el rabillo del ojo a sus manuales de derecho debió de entregarse a las lecturas de los autores más reconocidos de la época: Dickens, Balzac, Tolstói; del primero hizo incluso la traducción de Los papeles póstumos del club Pickwick. Hay, desde luego, rastro de estas lecturas en su obra, pero conviene advertir que, en contra de lo que todavía sigue suponiéndose por muchos, ésta no es inferior ni mucho menos a las de sus pretendidos maestros.

La discutida consideración de la obra de Galdós tiene un origen no demasiado incierto que muchos atribuyen precisamente a la generación literaria que le sigue, la llamada del noventa y ocho. Por eso extrañará a quien lea los Episodios nacionales comprobar cómo el denostado Galdós inspira al exquisito Valle las páginas de su Ruedo Ibérico, en lo que acaso sea la prosa menos amanerada del gallego; y cómo el geniudo Baroja recrea sus propios «episodios» con el título de Memorias de un conspirador, tomando como protagonista al guipuzcoano Aviraneta, de quien se decía pariente, pero que, mire usted por donde, desempeña ya un notable papel en alguno de los Episodios nacionales de Galdós.

No todo ha sido incomprensión, sin embargo; abundan los estudiosos españoles y extranjeros que han sabido valorar acertadamente la obra del maestro canario. Diré, a modo de muy somero resumen, que muy pocos recursos literarios estaban vedados a su talento; que fue anticipador en muchas cosas, repartidas aquí y allá en sus textos, sin el ánimo de llamar la atención sobre el detalle, empeñado en la construcción de una auténtica cosmogonía. En su obra podemos encontrar, antes que en el famosísimo irlandés, el tan celebérrimo monólogo interior, como ha señalado con elocuencia Ricardo Gullón aludiendo a aquel paseo ensimismado que hace por las calles de Madrid don Manuel Moreno-Isla, el enamorado de Jacinta, en la novela más conocida y valorada de nuestro hombre. Hay en la obra del canario anticipos de una literatura de fuerte carga simbólica; porque el genio de Galdós se desborda en entregas caudalosas que acarrean algunos de los rasgos expresivos que constituyen la nota distintiva casi única de algunos de los escritores posteriormente más celebrados. Su obra no atendió con preferencia al cultivo de lo formal, sino que, llevándose del impulso torrencial de su genio, dejó en ella, casi siempre a retazos y como de pasada, las anticipaciones formales que iban a consolidarse en las décadas siguientes. Algo que no puede decirse de Baroja o de Valle, por seguir citando a los dos novelistas más representativos del noventa y ocho. Con el tiempo, Galdós ha padecido en España los males de la bulimia de una parte de nuestra sociedad, la situada más a la derecha del espectro político, para quien lo español, por el mero hecho de serlo, es lo mejor del mundo; y la anorexia del sector opuesto, cuyo pensamiento es exactamente el contrario. De modo que hemos ido de un extremo a otro, entre la estulticia y el papanatismo.

Pero dejemos esto, pues nos habíamos propuesto hablar de los Episodios nacionales o, mejor dicho, de una parte de ellos, con idea de prestar atención preferente a una sola novela, la titulada Un voluntario realista, como muestra del modo de novelar de don Benito, por lo que tiene de singular dentro del vasto panorama de las cuatro series. Escrita en los meses de febrero y marzo de 1878, y publicada por primera vez ese mismo año, es el octavo de los diez libros de que se compone esta segunda serie, y el único, creo, en el que no se lee una sola vez el nombre de Salvador Monsalud, protagonista en grado diverso de toda la serie, al que conocimos por vez primera en el libro que le da inicio, El equipaje del rey José.

En sólo diez títulos que abarcan una cronología no demasiado extensa, del año 1814, en que huye José Bonaparte, al de 1833, en que muere el nefasto Fernando VII y comienzan los alzamientos absolutistas en Cataluña, Navarra y Vasconia con el nombre de carlistas, somos testigos de una evolución muy pronunciada en las vidas de los personajes, no sólo en creencias y opiniones, sino en cambios de fortuna, madurez y condición, que implicarían en la vida de los protagonistas bastantes más años de los aquí comprendidos, pero que la mano del escritor hace completamente verosímiles. Los episodios de la primera serie habían sido escritos en primera persona por un testigo de lo narrado, a veces testigo en segunda instancia, como en el episodio Gerona, en el que quien cuenta transmite lo que a su vez le ha contado quien vivió el cerco. Asombra por igual el talento para acotar en unidades cronológicas significativas los sucesos del pasado y el conocimiento del detalle veraz y documentado en maridaje perfecto con el meramente imaginario. Tomemos como ejemplo el episodio en el que se cuenta el llamado motín de Aranjuez que, con deliberada intención, Galdós titula simplemente El 19 de marzo, en el que podemos comprobar cómo lo que hoy todavía se presenta casi como novedad entre historiadores ya estaba siendo tratado con extrema lucidez y conocimiento por un autor que aún estaba en la treintena. Y nunca prima en Galdós su hipotética faceta de historiador sobre la del novelista, porque lo que causa admiración en él es esa gracia suprema para insertar los sucesos individuales, clave y médula de sus narraciones, a veces con el leve lastre de una cierta novelería, en el curso mayor de la historia, impregnándolos con naturalidad de ese aliento colectivo que rodea toda vida humana. Es decir, don Benito nos muestra magistralmente en los Episodios nacionales aquello que Miguel de Unamuno, otro destacado noventayochista, llamaba la intrahistoria.

Estos episodios de la segunda serie, a pesar de la diversificación de formas y recursos –con el empleo de la tercera y la primera persona, el uso de cartas o anotaciones en diarios y la utilización de escenarios muy dispares–, adquieren la consistencia de capítulos de una novela única que resulta muy seductora para cualquier lector. Algunos títulos son especialmente significativos, como puede ser Los cien mil hijos de San Luis, en el que su protagonista, la ya conocida por los lectores, Genara Baraona, sigue los dictados de su pasión, buscando al ser que odia y quiere a partes iguales, por esa España convulsa que no es capaz de defenderse de las tropas absolutistas francesas enviadas por la Europa reaccionaria para desalojar al constitucionalismo español del poder. El viaje de Genara, a veces despechada, a veces ilusionada, es una visión de primera mano de un país en crisis, asaltado por fuerzas superiores, no más poderosas, sin embargo, que las napoleónicas a las que hace bien poco derrotó. Y esto que tan bien se muestra no está aparentemente en la intención del novelista que con mano maestra sólo parece querer contarnos una aventura individual –la búsqueda por la mujer celosa del enamorado extraviado–, embaucando al lector con la promesa de un siempre inminente encuentro que una y otra vez va quedándose en amago o tentativa.
De Un voluntario realista, la novela a la que queríamos prestar atención preferente, lo primero que llama la atención es el escenario, la ciudad de Solsona, la Setelsis de Tolomeo, «una de las más feas y tristes poblaciones de la cristiandad, a pesar de sus formidables muros, de sus nueve esbeltos torreones, de su castillo romano, indicador de gloriosísimo abolengo […] con un vecindario que se elevaba a la babilónica cifra de dos mil cincuenta y seis habitantes». Se nos dice que en esa pequeña ciudad se alza también un convento de monjas, el convento de San Salomó, bastante malparado tras las acometidas napoleónicas de 1810. Allí se cría entre monjas Pepep Armengol, a quien llaman Tilín, porque tañe cada día una también maltrecha campana. Entre las monjas, hay una, Teodora de Aransis, joven y bellísima señora de la nobleza catalana que mantiene con él, como casi todas ellas, una relación de cierto paternalismo. El muchacho, dado a los juegos violentos, aunque educado para la sacristía y crecido entre hábitos monjiles, sueña con acometer ejércitos y otras hazañas semejantes. Las ensoñaciones de la bella monja cautivan al simplicísimo Tilín. Estamos en el estertor final de la década ominosa, esa paz de horca y cuchillo impuesta por Fernando VII. No hay heredero varón y el hermano del rey, el infante Carlos, pretende el trono. Ignorante y fanático, se cree llamado por Dios a defender sus derechos, que identifica con la defensa a ultranza de la sagrada religión y el absolutismo más cerril; enemigo declarado de la sociedad que alumbra nuestra era, aquella que propugnaba la universalidad de los derechos y que se anunciaba con el grito «¡Viva la nación!», es decir, la nación soberana, el pueblo en cuanto suma de ciudadanos con derechos, no como finca o feudo privado del rey, los señores y los clérigos.

Significativo resulta que Galdós elija ese apartado convento de la Cataluña profunda para mostrar los mecanismos germinales de la gran conspiración anticonstitucional. En la novela, en esa y otras, hay datos más que suficientes para colegir que ese mecanismo es similar al que se da en otras poblaciones del norte, en el País Vasco y Navarra fundamentalmente. Un rechazo radical al mundo moderno, a los avances que proclamaban los constitucionalistas de Cádiz. Monjas, curas o sacristanes susurran tremendas invectivas que salen de conventos y sacristías como enrarecido viento que se propaga por aquellos territorios, convirtiendo a seres humanos en feroces homicidas, cuyo afán por eliminar al otro, al que no piensa como él, tiene una connotación suicida que Galdós quiere reflejar expresamente en esos dos hermanos de padre, Carlos Garrote y Salvador Monsalud –uno absolutista, el otro liberal–, cuyas vidas, a tenor de cuanto el primero hace, parece que no pudieran compartir un mismo tiempo sobre la tierra.

El proceso se sigue con horror y admiración a la vez. El pobre Tilín deja su sacristía y emprende una carrera sanguinaria en el nombre de Dios, España y el rey absoluto. Son tantos los crímenes cometidos que finalmente él mismo llega a vislumbrar al diablo dentro de sí. Descubre entonces que aquella sutil influencia que la bella monja Teodora de Aransis ejercía sobre él es tan irresistible y absorbente que sólo la emoción del amor puede explicarla. Está enamorado de la monja. Y aquí entramos en un terreno poco propicio en la literatura española, el del amor, tan bien tratado en otras literaturas, a la cabeza de las cuales se sitúa la inglesa: amor como encuentro de espíritus, según aquellas damas que escribieron desde la campiña, o amor como dominio sobre otra persona, según relata a veces Evelyn Waugh; amor, en fin, como algo más que sexo, costumbre o sacramento. Y aquí Galdós es también maestro. La bella monja que, sin pretenderlo, pero también sin hacer nada por evitarlo, ha cautivado al bruto campanero, a su vez se ha enamorado muy a su pesar de un liberal perseguido al que acoge en su celda. Ese liberal no es otro que Salvardor Monsalud con el nombre supuesto de Jaime Sirvent. De nuevo la maestría de Galdós se hace presente, pues no ha necesitado decirnos su nombre, sino el supuesto de Jaime Sirvent, para que sepamos que se trata de Salvador Monsalud. Nos basta el aire familiar del personaje, sus maneras, la impresión que causa en los demás, para identificarlo.

Amores de monja, reprimidos, desconcertantes, torturadores, entre el miedo y la tentación, amores que requieren de sutileza en la observación y delicadeza en la expresión, y que mostrados con la fuerza y verosimilitud de que hace gala nuestro autor son susceptibles luego de inspirar nuevas formas expresivas, al modo en que hacía en sus películas Buñuel, deudor expreso y agradecido de la obra del canario, hasta llegar a instaurar lo que parece una nueva mirada sobre la realidad. Y es que lo buñueliano, como tantas otras cosas, ya está también en Benito Pérez Galdós.

No voy a decir mucho más de Un voluntario realista. Temo siempre que entre las muchas palabras se deslicen datos que atenten contra el placer de la lectura. Diré sólo que el final responde al reto del más difícil todavía propio de los folletines, en este caso claramente influido por Dickens, gran folletinista a mi parecer, pero que en manos de nuestro Galdós consigue el más alto grado de verosimilitud, dada la ejecutoria anterior del desgraciado Tilín, que no sabe cómo sacarse el demonio del cuerpo como no sea dejándose morir.

Se me ocurre una reflexión última, en la que no puedo por menos que volver a traer a colación el nombre del general Franco. Su prolongada dictadura desvirtuó tanto la visión colectiva que convirtió en sospechosa a la misma palabra nación, sobre todo si iba acompañada del adjetivo española. Nación en tiempos de Galdós y, sobre todo, en el tiempo de los Episodios nacionales, tiene una connotación avanzada y progresista. Nación se contrapone a la idea de rey absoluto. O dicho de otra manera: a la idea de un rey absoluto detentador de la soberanía se le opone el pueblo, constituido en nación, en quien reside la soberanía. Nación significa libertades y derechos ciudadanos. Eso no fue aceptado de igual manera en toda España. Y, curiosamente, visto con ojos de hoy, tan enturbiados por nuestra historia económica y política posterior, fue rechazado con ardor por las comunidades que hoy reinvindican con idéntico ardor su individualidad diferenciada, foral o lo que sea: me refiero, naturalmente, a los nacionalistas catalanes y vascos, y también a los fueristas navarros. Era frecuente en esos territorios el grito de «¡Muera la nación, vivan las cadenas!», simbolizando lo primero lo que ya se ha dicho: la soberanía nacional; lo segundo, el rey absoluto. A lo peor, porque todo eso puede aprenderse del modo más ameno e interesante que imaginarse pueda en Galdós, es por lo que don Benito sigue despertando tanta inquina entre cierta gente. 

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