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GRAHAM SWIFT Últimos tragos

Últimos tragos

GRAHAM SWIFT

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Hace ya tiempo que se estaba echando de menos alguna muestra del uso inteligente y arriesgado del monólogo interior. Hoy en día, buena parte de las novelas que se escriben, se escriben en primera persona; sin embargo, no es lo mismo el monólogo interior que la narración en primera persona, como no es lo mismo el monólogo interior que la narración llevada a cabo por un narrador convertido en alter ego del personaje. Estas dos formas –primera persona, alter ego– son muy frecuentadas por los escritores en la actualidad, especialmente por los más celebrados, aunque tengo para mí que se debe a que se han convertido en la forma más fácil –o más aproblemática, como se quiera– de la escritura porque eluden la mayor parte de los problemas de la construcción del personaje y, sin embargo, permiten hacerle hablar con un aparente aire de verosimilitud. Del uso del monólogo interior, desde Joyce a nuestros días, se han ido desprendiendo múltiples formas y, sobre todo, muy variadas derivaciones. Por poner dos ejemplos de estas últimas, yo diría que la cabeza del cónsul Firmin (Bajo el volcán) no podría haberse construido literariamente así de no haber existido el monólogo interior; también esa manera de obligar al lector a leerse que consigue Michel Butor con su personaje de La modificación, gracias al uso constante del «usted», parece deberle mucho al monólogo interior. Estos son dos ejemplos de alta literatura que no escribe en monólogo interior directo pero que no puede prescindir de sus enseñanzas ni de sus exigencias. El monólogo interior sólo aparece en la literatura cuando en la vida del ser humano surge una nueva dimensión del conocimiento: el yo interior y la realidad del mundo imaginario. No aparece sólo en literatura, claro está, aunque en ella asoma antes (Edgar Allan Poe) que en el dominio de las ciencias (Freud), quizá porque la intuición permite expresar en imágenes –literarias, en este caso– lo que la formulación no puede hacer sino por la vía del discurso lógico. En fin, lo que importa es que su aparición reorganiza una pregunta fundamental. Ante la narración tradicional, la pregunta-llave es «qué se cuenta»; a partir del monólogo interior, la pregunta-llave se convierte en «quién cuenta». En efecto, el monólogo interior nos pide que descubramos lo que se cuenta a partir de que vayamos descubriendo quién es el que cuenta, pues el lector no puede operar de otro modo que desde el conocimiento de la realidad de aquel que habla; y ha de tener en cuenta, sobre todo, que quien habla sólo conoce de la realidad aquello que él ve y sólo de la manera en que lo ve. Las posibilidades de mostrar un mundo a partir de las sugerencias que se abren desde la individualidad firme y precaria es, sin duda alguna, uno de los golpes de enriquecimiento más poderosos descubiertos en el territorio de la novela. Pero no es el caso abundar en ello ahora. Este brevísimo resumen de reflexiones viene a propósito de la aparición en España de la novela de Graham Swift Últimos tragos (Anagrama), premio Booker 1996 en Inglaterra. Su asunto es sencillo: cuatro hombres transportan a través del condado de Kent las cenizas de un amigo para arrojarlas al mar. Además, dos mujeres y el propio difunto aparecen hablando con sus voces de modo esporádico. El modo elegido por Swift es la narración en tiempo presente y siempre habla alguien: dice lo que piensa, dice lo que ve, recuerda, oculta, sabe, etc. En resumidas cuentas: sólo sabemos lo que ve o piensa cada uno en el momento en que eso sucede. Esta organización del relato –que recuerda la de una famosa novela de Faulkner, lo que ha dado lugar a un estúpido incidente académico-aprovecha a fondo los recursos del monólogo para establecer un sistema que opera como el rayo de luz que, al incidir en un espejo, se refleja diversamente en otros colocados estratégicamente cerca. Cada reflexión modifica la recepción de la luz en los demás. Si multiplicamos los efectos y pasamos este ejemplo al conocimiento de la realidad, el efecto que Swift obtiene es convertir la fragmentariedad en un sistema complejo que, cuanto más se multiplica, más sugerente se muestra. El gran mérito de la novela de Swift –aparte de su lograda ejecución y de su atractiva exposición de la relación entre el hombre contemporáneo y la muerte– es haber asumido las enseñanzas y «haber cumplido con las exigencias» del monólogo interior para construir una historia sin concesiones. En vez de tomar el monólogo como una coartada prestigiosa para hacer «largar» (utilizo deliberadamente el casticismo) a una serie de tipos todo lo que buenamente se les pasa por la cabeza, ha construido esas cabezas de acuerdo con las necesidades del conocimiento fragmentario de la realidad. Hoy en día, el conocimiento de la realidad está íntimamente unido a la conciencia inevitablemente fragmentada del hombre del siglo XX ; y digo inevitable pues ha sido el conocimiento lo que, paradójicamente, ha provocado esta situación. Reproducir ese sistema y construir así una representación de la realidad es una labor de alto riesgo: el que ha asumido con acierto y sensibilidad Graham Swift en su última novela.

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