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¿Justicia o reconciliación en Cuba?

TUMBAS SIN SOSIEGO. REVOLUCIÓN, DISIDENCIA Y EXILIO DEL INTELECTUAL CUBANO

Rafael Rojas

Anagrama, Barcelona

508 pp.

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Con el traspaso de poderes de Fidel Castro hacia su hermano Raúl y esa sucesión dinástica plagada de incertidumbres y de misterios, ¿llegó la hora del balance en Cuba? En su monumental summa, el ensayista Rafael Rojas, uno de los más valiosos investigadores sobre la realidad de una isla sometida desde hace cuarenta y siete años a los designios del castrismo, hace un recuento de los compromisos y de las esperanzas de los intelectuales que han vivido esa experiencia, única por su longevidad y por sus características particulares, irreductibles a un modelo vigente. Rojas va más allá de las apariencias: a pesar del inmovilismo proclamado, la sociedad cubana, la de dentro y la de fuera, ha evolucionado profundamente en estas casi cinco décadas. Sus intelectuales no han dejado de pensar una revolución de la cual casi todos fueron partidarios entusiastas en sus inicios y que, después, fue desilusionándoles por olas sucesivas.

Rojas forma parte de la nueva generación de estudiosos que han sido formados dentro del marco revolucionario para luego apartarse de él lo más profundamente posible. Él ha podido hacerse una idea de ese proceso desde dentro, sin la distancia que ha impuesto el exilio a la mayoría de los espíritus libres de Cuba. Su punto de vista tiende a la ecuanimidad, pero sin cortapisas, sin ninguna indulgencia hacia la cerrazón ideológica mantenida por el régimen. Simplemente, considera que, a pesar de todo, han podido desarrollarse, en el seno mismo de la producción cultural cubana, algunos espacios de (limitada) libertad.
Aquí surge uno de los puntos problemáticos de un ensayo erudito (demasiado erudito para un público que puede suponerse profano, con innumerables notas bibliográficas, a menudo repetitivas), en el que desfila prácticamente todo el elenco intelectual de Cuba desde antes de la independencia. Tanto en el substrato teórico como en los ejemplos concretos, Rafael Rojas procede a menudo por amalgamas, en un intento abusivo de generalización. En efecto, al buscar los puntos comunes dentro de las distintas generaciones, el autor borra o minimiza las diferencias entre los autores citados. Rojas escribe: «A diferencia de la amargura que caracteriza la generación de Mariel, la diáspora cubana de los noventa llega al exilio con una visión más reconciliada del pasado revolucionario. Muchos intelectuales de esa oleada migratoria, como Manuel Díaz Martínez, Jesús Díaz, Zoé Valdés, Daína Chaviano y Eliseo Alberto, han escrito testimonios personales de su ruptura con el régimen en los que se palpa una experiencia menos traumática, más ponderada de la Revolución e, incluso, un reconocimiento de su importante legado cultural».

No creo realmente que así sea, aunque en un primer momento las dudas hayan podido ocupar un espacio importante, sobre todo a la hora de hacer declaraciones públicas. Las dudas y, sobre todo, el miedo. Aun después de abandonar la isla, a causa de la desinformación y del control anteriormente ejercido (por las autoridades y por su doble oculto, censor siempre vigilante, en algún lugar de su mente) sobre sus propias palabras, los nuevos exiliados toman infinitas precauciones en el momento de expresarse. Fue el caso para los que se fueron en los años sesenta (como Guillermo Cabrera Infante o Carlos Franqui), en menor medida tal vez para algunos de los que salieron en 1980 por el puerto de Mariel (como Reinaldo Arenas, Juan Abreu o Carlos Victoria), y también para los que huyeron al mismo tiempo o junto con los balseros de los años noventa (Zoé Valdés o el mismo Rafael Rojas). Zoé Valdés, por ejemplo, afirma a quien esto escribe que ella no reconoce ningún «importante legado cultural» dejado por la revolución.

Es cierto que los integrantes de cada una de esas oleadas se niegan a identificarse con sus predecesores o sus sucesores (Tumbas sin sosiego no indaga en las razones de ello). Pero, en fin de cuentas, las víctimas, más tempranas o más tardías, siguen siendo eso:víctimas, exiliados. Cosa curiosa: son unos cuantos los que hoy no quieren pronunciar la palabra «exilio» y prefieren la de «diáspora», sin darse cuenta de que el exilio puede ser limitado en el tiempo y la diáspora bíblica, no.

Pero, ¿por qué esa desconfianza de unos con otros? Rafael Rojas prefiere soslayar ese tema para no profundizar demasiado en lo que divide, dándole prioridad a lo que une. Sin embargo, si consideramos que aún no es la hora de la reconciliación, ya que el poder instaurado hace casi medio siglo sigue en pie, cabe preguntarse si no es más importante la búsqueda de la justicia y de la verdad ocultada por una propaganda intensiva machacada a lo largo de todos estos años y por la necesidad, para algunos de los protagonistas de la represión contra los intelectuales, de enterrar el recuerdo de su propia actuación. Porque un régimen dictatorial no se mantiene en pie sólo gracias a la represión: también gracias a las complicidades. Aquí Rafael Rojas prefiere brindar verdades a medias, para no molestar demasiado a nadie y sosegar los ánimos, incluso los de los difuntos que vivieron en guerra perpetua.

Prefiere teorizar, obviando para ello la violencia de lo dicho y lo escrito por todos aquellos que apoyaron el proceso revolucionario sin plantearse, en sus inicios, demasiadas preguntas morales. Muchos de ellos, por supuesto, cambiaron de opinión y de rumbo, una vez abandonadas sus certidumbres de antaño. Pero nunca hicieron su propio examen de conciencia ni asumieron sus responsabilidades. Algunos están muertos ya y se han llevado a la tumba sus secretos, junto con sus remordimientos, prefiriendo, sin duda, que nadie siga indagando sobre las razones de su fanatismo inicial.

La tesis del libro de Rafael Rojas consiste en afirmar que todo estaba escrito de antemano en la historia de Cuba, que la revolución es menos revolucionaria de lo que parece y que, finalmente, todos los cubanos somos, si no culpables, al menos responsables. El régimen castrista no sería más que la quintaesencia de un déficit democrático, de una manera de concebir la nación cubana heredada de los tiempos de la lucha contra el poder colonial español y del enfrentamiento con el gran vecino del Norte. En suma, una modalidad más del nacionalismo cubano.

Se trata de una tesis a la vez inquietante y seductora. Inquietante, porque un pueblo entero llevaría en germen las condiciones de su propia desgracia. No hay ningún responsable exterior. La culpa es exclusivamente suya y le toca a él arreglárselas luego con sus propios demonios. Seductora, ya que la solución reside en la apropiación colectiva de esa historia, con sus errores y horrores, y podrá exorcizarse, una vez que las circunstancias lo permitan.

Rafael Rojas se refiere a múltiples teorías en boga para darle un substrato universitario a su demostración. Con ello, su libro no está exento de cierto formalismo y de acercamientos discutibles. En efecto, con sus fuentes, procede de la misma manera que con sus ejemplos: por acumulación, sin ahondar en cada uno de los pensadores que realizan su contribución. Éstos son muchos, demasiados, y acaban por aplastar cualquier lectura crítica del conjunto.

El lector ya iniciado en los meandros de la cultura revolucionaria cubana encontrará aquí una de las pocas visiones de conjunto existentes. El resto –la mayoría– entenderá la complejidad de los planteamientos que ya están desdibujándose para el día después, cuando por fin puedan discutirse libremente, dentro y fuera de la isla, las responsabilidades y culpas de cada uno, sus esperanzas frustradas también, en un proceso que, desde sus inicios, se presenta como ampliamente irracional. 

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