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Trivialidad y censura política

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En la actual histeria publicitaria hay un
peligro insoportable.

Jean-Marie Domenach

En un libro sobre el proceso a Adolf Eichmann, un nazi que había trabajado en los campos de exterminio, Hannah Arendt hizo célebre la fórmula de «la trivialidad del mal». Me gustaría aquí estudiar el caso inverso, esto es, el de la «maldad de lo trivial». ¿Cuándo decimos que algo es trivial? Hay que distinguir «trivializar» de «vulgarizar», que es el intento por hacer comprensible lo que en su expresión primitiva resultaba complicado o confuso. Trivializar, por el contrario, consiste en reducir a esquemas simples (o por mejor decir, a «simplezas») una realidad siempre compleja. No es que se intente separar las distintas variables de un fenómeno, eso sería analizar, sino que se trata de simplificar, reducir, apaisar y, en el fondo, engañar. En este sentido, trivializar es siempre un mal. Un mal intelectual. También un mal político y, por tanto, un mal público.

En el momento actual –pocos lo dudan–, los grandes trivializadores son los media. Estos, los medios de comunicación, basan su discurso en un concepto y un lenguaje. El concepto es lo que ellos entienden por noticia. El lenguaje es el publicitario. Ambos convergen en un solo objetivo: «llamar la atención», mas para llamar la atención del espectador es preciso escoger, entre la infinita y compleja realidad, aquello que sorprenda, que salte a la vista, que tenga ojos y cara, que sea dramático. En ese viaje desde la realidad a la primera página, al titular o a la información sincopada de la televisión, toda complejidad tiende a desaparecer, porque la complejidad, si ha de expresarse y hacerse inteligible, requiere un ritmo y un lenguaje muy distintos a los impuestos por la publicidad.

El problema está, desde luego, en el dictado de los medios, pero también, y en no menor medida, en la adaptación al medio (a los medios de comunicación) que realizan aquellos que, teóricamente al menos, son los emisores primarios de los mensajes. Me refiero, en primer lugar, al lenguaje político. Y si hablamos de política (aunque no sea la única actividad humana sometida al proceso de trivialización), hemos de referirnos a la vergonzosa y degradante adaptación o seguidismo del discurso político respecto a las imposiciones trivializadoras de los medios y de los «asesores electorales» (los mayores «villanos» de esta historia).

De esta soberanía trivializadora y censora se derivan consecuencias muy graves para la política, que se ve reducida, cada vez más, a un discurso publicitario. La mejor demostración se encuentra en la obra pública, pues ésta no se construye sin la evidente realidad del cemento y los ladrillos y, sin embargo, en este mundo político virtual también esa política, la de la obra pública, se hace por medio de spots. Se anuncian proyectos, se inauguran maquetas, se presentan planos y mapas, incluso se aplica el «efecto-obrero», que consiste en poner unas vallas anunciadoras y meter unos operarios dentro del terreno que con sus monos azules anuncian la inminencia de la obra, pero la realidad-real –una necesaria redundancia– se remite a las calendas griegas. Mientras tanto, con esos anuncios se llenan páginas de periódicos y minutos del telediario, que es lo importante.

La política se ve reducida,
cada vez más, a un
discurso publicitario

Recuerdo, siendo yo diputado, una discusión en el Congreso sobre la conveniencia o no de una ley vial. En aquella discusión, una diputada del PP defendía el proyecto (gobernaba entonces Aznar) y el veterano socialista Victorino Mayoral, que era enseñante y durante mucho tiempo especialista en política educativa, lo impugnaba. En un momento de la discusión, la diputada tachó a su opositor de irresponsable y, en su réplica, a Mayoral se le ocurrió decir que los argumentos de su contrincante eran «propios de un colegio de monjas». En ese instante, todas las vestiduras (¿o he de decir los hábitos?) se rasgaron. «Machista» e «impresentable» fueron los adjetivos más piadosos dirigidos contra el diputado extremeño, quien, llamado a capítulo por la presidenta del Congreso, y para evitar mayores ruidos, retiró la frase.

Aquella discusión fue, sin lugar a dudas, casi intrascendente desde el punto de vista político, pero no lo fue desde el punto de vista mediático. Las radios, las televisiones, ese día, y todos los periódicos del día siguiente recogieron «la gran noticia» (la referencia al «colegio de monjas»), pero ninguno de ellos, ninguno, dedicó una sola letra a explicar el contenido de la ley debatida y, mucho menos, a relatar los términos del debate. La anécdota no es tal, pues responde a una norma estricta y censora según la cual el público no tiene derecho a saber lo que ocurre en el Parlamento sino en los términos y alcances que deciden los medios, únicos soberanos que dan y quitan la palabra a su antojo.

Seguiré con otros dos ejemplos censores, esta vez muy ligados a lo «políticamente correcto». El movimiento en pro de lo «políticamente correcto» nació en Estados Unidos para defender ideológicamente a ciertas minorías de los ataques que sufrían, pero hoy se ha convertido en un «buenismo» dedicado a entorpecer la libertad de expresión. En el fondo, lo «políticamente correcto» es hoy un aparato censor que llega en ocasiones a la violencia verbal. Recordemos un ejemplo de esto último. Mientras que en la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense a Cao de Benós, representante diplomático de Corea del Norte, nadie le puso pegas para que pudiera hablar allí en 2008, a Rosa Díez se le montó un boicot vociferante y tuvo que salir del aula escoltada, en tanto que los estudiantes, dirigidos por Pablo Iglesias Turrión e Íñigo Errejón, gritaban «¡Fuera fascistas de la Universidad!» Iglesias describiría aquella agresión como «un acto radical de libertad que desafía a las leyes y se opone a la tiranía». El desprecio del pluralismo político que esta «argumentación» pone en evidencia muestra hasta qué punto Iglesias era entonces (¿sigue siéndolo?) partidario de la censura.

Otro ejemplo: El 12 de noviembre de 2015, Arcadi Espada publicó en el diario El Mundo una columna titulada «El negocio del sexo». La citaré in extenso:

Los crímenes de pareja forman parte de una obstinada violencia privada cuyas raíces son casi insondables. Como en todas las formas de violencia, el sexo masculino destaca en su papel de agresor […] España es un país azotado por esa forma de crimen a unos niveles de tipo medio, lejos de las altas cifras que se alcanzan, por ejemplo, en la mayoría de las sociedades nórdicas, caracterizadas desde hace tiempo por cotas mucho mayores de igualdad sexual.

El párrafo no debió de gustar demasiado a las «administradoras» españolas de la «violencia de género», sobre todo porque les recordaba que, en este triste campo, España no es una anomalía estadística por sus elevadas cifras, sino que se ve ampliamente superada por los tan admirados países nórdicos (datos estos que suelen ocultarse cuidadosamente). Pero la indignación «políticamente correcta» desatarían las palabras posteriores del escritor. Helas aquí:

Se pretende hacer de esa violencia una causa política, para lo cual deberían demostrar que esos crímenes son desatendidos por la instituciones (leyes, jueces, policía e incluso por los medios), pero ese no es el caso. Bastaría comparar la atención institucional y social que reciben los crímenes de pareja con los accidentes laborales o los suicidios. El crimen de pareja no es un crimen político. Es un crimen de individuos, cuyo tratamiento ha de corresponder a esas características. La desvergonzada instrumentalización que se hace de estos crímenes sólo tiene como objetivo identificarlos con las prácticas o, al menos, con la ideología de los varones, especialmente si son de derechas. Es decir, y dicho con toda la brutalidad que merecen: su única intención es la de hacer negocio político con estos crímenes.

Merecería la pena discutir a fondo las afirmaciones de Espada, aportando datos, por ejemplo, sobre algo que él no toca en su artículo: las falsas denuncias de agresiones domésticas, que, como en el caso de los asesinatos nórdicos, tienden a ocultarse sistemáticamente. Pues no, aquí, como en otros tantos temas «protegidos» por los axiomas de lo políticamente correcto, lo que ocurrió fue lo de siempre: insultos, descalificaciones y hasta le quitaron la medalla que a Espada le había otorgado el ayuntamiento de su pueblo de origen: Nerva (Huelva). Todo lo contrario de una discusión racional.

Los políticos, al adaptarse al proceso trivializador impuesto por los medios y por los lobbys de lo «políticamente correcto», hacen un daño sin cuento a la cosa pública. Una vez más, el ágora ha sido invadida por los demagogos, señores de la simplificación y de la censura. Pero lo peor radica en la impotencia, no sólo de la política, sino de la sociedad toda, para poner coto y oponer eficaz resistencia a esta apisonadora.

¿Puede hacerse algo para detener esa marea? Sí: recuperar el discurso –casi olvidado– de la verdad y el del «deber ser», pues la vida política debería consistir en entender la realidad para intentar cambiarla.

Joaquin Leguina fue presidente de la Comunidad de Madrid (1983-1995). Sus últimos libros son El duelo y la revancha. Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido (Madrid, La Esfera de los Libros, 2010), Impostores y otros artistas (Palencia, Cálamo, 2013), Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de derrotas (Barcelona, Temas de Hoy, 2014) y Los diez mitos del nacionalismo catalán (Barcelona, Temas de Hoy, 2014).

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