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Los Salinas

Cartas a Katherine Whitmore

PEDRO SALINAS

Tusquets, Barcelona, 408 págs.

Ed. Enric Bou

Travesías: memorias (1925-1955)

JAIME SALINAS

Tusquets, Barcelona, 568 págs.

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Jaime Salinas es todo un personaje de la literatura española, fundamentalmente desde su condición de editor de vanguardia. Y, sin embargo, de él se ha venido sabiendo muy poco, y el silencio en torno a este editor «de culto», si se ha visto roto, ha sido gracias al testimonio sesgado de escritores (Benet, Gil de Biedma, Carlos Barral, García Hortelano, Ángel González) que compartieron vivencias al lado del «hijo de Don Pedro». Aspecto este último, y a la lectura de Travesías me remito, que no ha dejado de ser una pesada losa para Jaime Salinas, un animal literario –malgré lui – que por fin ha optado por abrirse al ojo público a partir de una estrategia memorialista que debiera tener continuidad. Entre otras cosas porque Travesías, Premio Comillas y primera entrega de la presunta serie, abre apetitos, deja sin despejar determinados interrogantes y, sobre todo, apunta a un escritor en condiciones que no se para en barras a la hora de establecer diálogo con el tiempo. Con el que le tocó vivir, pero también con el factor temporal desafiado por la buena literatura, la que practica Jaime Salinas. Y ello, a pesar de que a este libro le hubiese venido bien una importante poda, básicamente cuando toca aspectos de interés relativo para quien no sean el autor y su entorno. Me refiero a muchas de las peripecias norteamericanas de Salinas, a quien a veces parece que se le haya ido la mano en su intento de reflejar exhaustivamente idas y venidas, lo que provoca desfases entre prolijidades enumerativas y espléndidas elipsis, obligando así al lector a un recorrido irregular a medio camino del tedio y la emoción, que alcanza cotas altísimas en la muerte y sepelio de Pedro Salinas, pero también en determinados momentos de la guerra (la de 19391945) particular de Jaime Salinas a bordo de una ambulancia norteamericana. Quiero decir con ello, que quien se sube a Travesías no espera solamente las apariciones estelares previsibles en el volumen, narradas por quien, en su condición de elemento privilegiado por razones familiares, tuvo la suerte de conocer a Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda y –naturalmente– a Pedro Salinas. Por cierto, que la súbita aparición del de Moguer, provocando imperecedero temblor de manos en Jaime Salinas, es todo un logro. Como resultan melancólicas las páginas que descubren a un Cernuda mucho menos huraño que el que se nos viene presentando. Pero ese mismo lector que camina gustoso de la mano de Jaime Salinas por el Argel de su infancia, o el Madrid que estrena República, y que discurre cómplice por los avatares familiares del autor, pudiera igualmente sentirse saturado ante los excesivos pormenores que salpican la juventud americana de éste. De ahí la necesidad de esa poda a la que aludí con anterioridad. Y ello sin dejar de considerar cuánto de acertados puedan tener los apuntes costumbristas de la vida en los Estados Unidos de la época que conoció Jaime Salinas y que lo abrieron a la homosexualidad, de la que aquí se da cuenta sin más tapujos que los impuestos por la elegancia estilística del autor, que navega por el libro arropado por una bandera claramente materna, siendo la figura del padre un factor neutro cuando no moderadamente hostil, y es que el peso de la púrpura suele afectar a la siguiente generación, por lo que la presencia de Pedro Salinas en estas memorias resulta tibia cuando no directamente fría. Y, sin embargo, qué buenas las páginas cuando hace acto de presencia, y extraordinarias las que van de la 507 a la 510, cuando Jaime Salinas, viajero en un tren por la España siniestra y gris del momento, funde realidad y recuerdos y surge Don Pedro ajustándole las cuentas a un camarero bárbaro en una escena que tiene mucho de cinematográfica y grandes dosis de la mejor literatura. Travesías, en fin, debe su título a los continuos movimientos de Jaime Salinas, que jalonaron niñez y adolescencia viajeras entre Argelia, España, América, Europa occidental, otra vez América y recalada en España, con esa entrada en un sólido edificio en cuyo rótulo se leía: «Industrias Gráficas Seix Barral, Hnos.». Un edificio que se hallaba precisamente en el país del que siempre habíaquerido huir este editor, ahora también autor, «de culto».

Entre las ausencias que se dejan notar en el libro de Jaime Salinas, probablemente la más significativa sea la de Katherine Whitmore, amante de Don Pedro Salinas e inspiradora del libro clave de éste, Lavoz a ti debida. Gran parte del epistolario de Salinas a su amada ha terminado por salir a la luz en hermosa edición –también a él se debe el prólogo– de Enric Bou. Una edición que se hizo esperar demasiado tiempo para quienes sabían que las misivas existían pero que el obstinado rechazo de los herederos de Salinas impedía su publicación. Superando el nihil obstat,Cartas a Katherine Whitmore es el complemento natural de La voz a tidebida (1933), Razón de amor (1936) y Largo lamento (publicado póstumamente y que no vería su edición definitiva hasta 1975), la trilogía amorosa inspirada por la americana.

Las epístolas de Pedro Salinas, un hombre maduro, con esposa e hijos cuando se enamora –1932-de la joven universitaria recién llegada a España por cuestiones académicas, son toda una delicia como cabría esperar de quien preconizaba la autenticidad como elemento literario esencial. Y es que pocas veces encontraremos más agrupadas vida y escritura que en este conjunto de cartas procedentes de un seductor deseoso de fascinar a la persona sobre la que ha fijado vista y corazón. Consecuentemente, son fresquísimas las misivas anteriores a 1935, año en que comienza la (larga) ruptura después del intento de suicidio de Margarita –que sí está en el libro de Jaime Salinas–, la esposa de Don Pedro, enterada de la infidelidad de éste. Luego las cartas serán de una hermosa melancolía, dolor educado diríamos, como los encuentros esporádicos en Norteamérica de los ya ex-amantes. Será en uno de ellos cuando Don Pedro pronuncie esta frase lapidaria desde el despecho: «Otra mujer, en tu lugar, se habría considerado muy afortunada» (pág. 383). Pero, antes, todas estas cartas desde el fulgor enamorado.

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Ficha técnica

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