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Campana y piedra: la novela «inexistente» de Torrente Ballester

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Si Fragmentos de Apocalipsis no es strictu sensu una novela, sino el diario de trabajo de una novela, pero obra narrativa al fin y al cabo, Los cuadernos de un vate vago, que son «diez años de notas al margen de mi ejercicio de la literatura», nos ofrecen un auténtico tesoro sobre los secretos de la oficina poética de un escritor tan imaginativo como racional, en una época coincidente con uno de sus más intensos (y arduos) períodos creativos. En efecto, terminada su novela Off-side, deudora del realismo objetivo, trasladado a los Estados Unidos, donde ejercerá unos años como profesor intermitente en la universidad de Albany, Torrente Ballester comienza a barruntar, y redactar, su futura novela, de la que ya tiene el título, Campana y piedra, la ciudad donde se desarrolla, Villasanta de la Estrella, claro y explícito trasunto de Santiago de Compostela, y algunos de los protagonistas: Balbina, Marcelo, Barallobre, don Acisclo y José Mosteiro. Tiene también el tono, «humorístico, desenfadado», y el estilo, realista. Una vuelta, en el fondo, a los paisajes y el espíritu de su trilogía Los gozos y las sombras salvo que localizando la historia unos años después, en la inmediata posguerra, pues tenía previsto que la acción principal se desarrollara en 1946.

Sabemos también que un capítulo de la novela, su primera parte, se llamará La saga de J. M., una narración en primera persona en la que se confunden cuatro personalidades de J. M. en torno a un eje, la batalla de Elviña, para crear un mito en el que se funde el personaje real y narrador, José Mosteiro, con los tres personajes históricos: un canónigo, un arzobispo y un rector de la universidad. Todo ello en el contexto de una ciudad «muy real», cuya presencia se sienta y se palpe claramente. En la página 82 de Los cuadernos nos informa, o se le ocurre, que «la campana crea la ciudad en la niebla o de la niebla», de ahí el título del libro. Y prosigue: «¿Y si se la tragara la niebla, si la absorbiese la niebla? Sería demasiada coña, una cosa así, en una novela realista».

Sabemos también que el proceso creador está siendo difícil y fatigoso y que el autor, tras casi un año en América, atraviesa una profunda crisis literaria, «la crisis de quien espera hacer una novela, no digo excepcional, pero casi, y de quien se encuentra que le fallan los medios. Por una parte, mi deseo de escaparme del realismo mostrenco en que he caído, por otra, la invención del personaje J. M., me han descabalado todos mis supuestos y me han dejado como quien dice en pura pelota». En plena sequía existencial, un viaje a Washington con su mujer, una visita a la National Gallery, le ofrece una de las claves temáticas sobre las que asentar la historia: la levedad flotante de la ciudad; se le ocurre ante la contemplación de un Goya:

«Muy extraño, algo así como una ciudad encima de una colina, pero ésta de tal manera pintada que parece que la ciudad va por el aire y la colina es la estela de polvo. En cuanto lo vi le dije a F.: "Mira, esto es lo que yo necesitaba para ese pueblo mío de mi novela, que fuese por el aire", y le saqué una foto al cuadro. Es lo que le faltaba a Campana y piedra, que Villasanta de la Estrella se tomase vacaciones con todos los canónigos dentro».

Tardó Torrente varios años en convertir aquella «visión» en uno de los ejes narrativos de La saga/fuga, el hecho de que Castroforte fuera una ciudad inexistente y que levitara; «ocurrencia» esta que no se concretó hasta dos años después, cuando la novela estaba casi terminada.

A medida que continúa la redacción de Campana y piedra, dentro de un claro esquema realista, una serie de personajes adquieren una importancia capital: la historia, por un lado, de don Joseíño, y, por otro, las cuatro hipóstasis de Barallobre. Comienza a intuir que La saga de J. B., como ahora llama a este capítulo, se le está independizando de Campana y piedra, en parte por el creciente protagonismo de Barallobre. Decide así convertir al personaje J. B. y el relato de sus cuatro antecesores mítico-históricos en el centro de una narración independiente. Torrente, de este modo, abandona una serie de historias en ciernes, la de Balbina Bendaña, la de Marcelo, la del anarquista Pablo y su grupo, personajes de la nonata Campana y piedra que, como todo el mundo sabe, reaparecerán en escena, pero en otra novela, vivitos y coleando en la abandonada y «reconstruida» ciudad de Villasanta, una vez que consigue terminar La saga/fuga, tras un dolorosísimo parto de cuatro intensos años. Esa narración posterior (y anterior, como puede apreciarse) se siguió llamando durante un tiempo Campana y piedra, título e historia a la que Torrente no renunció durante casi una década. Al cabo, se rindió a la evidencia, y todo aquel «material sobrante» fue utilizado para la puesta en pie de una de sus novelas más singulares y ambiciosas, Fragmentos de Apocalipsis, publicada en 1977.

Pero volvamos atrás. La independencia de La saga de J. B. estaba exigiendo otro tono, otro paisaje, otra ciudad: la sustitución de Villasanta por Castroforte (Castrofuerte durante un tiempo) suponía, sin duda, dejar a un lado la Santiago histórica y todos sus referentes, para inventar una ciudad imaginaria, la famosa quinta capital gallega boicoteada por los godos, inexistente salvo para sus habitantes. Ahora es una ciudad cercana al mar, sin universidad, con obispo y gobernador civil. Todo esto, dice Torrente, «tiene que incorporarse a la otra novela, y sería algo así como una mudanza para llevar a los personajes, con armas y bagajes de una a otra novela».

Pues bien, tras una serie de nuevos titubeos en los que La saga se le aproxima al tono y el espíritu de la trilogía, por fin, en febrero del 68, parece ver, al fin, la novela en su conjunto, la cual, se va a fundamentar en dos grandes intuiciones: la abolición del tiempo y la metamorfosis de los personajes. Se puede decir, pues, que ese día nace la futura Saga/fuga y que Campana y piedra se convierte en un cúmulo de material sobrante (y abundante) que «ha perdido ya todo interés para mí»:

«El hecho es que ya tengo la novela en la cabeza, ya la tengo prácticamente hecha. Las cosas se han ido organizando solas, y eliminando solas. Ha podido más la sociedad creada en torno a J. B., que lo que había inventado en Campana y piedra».

Es en estas fechas cuando Torrente decide narrar todas las historias como aspectos de una misma historia: la batalla del obispo, la revuelta del canónigo, la guerra del almirante, la revolución del poeta y la pedrea al tren con que despiden a Lilaila el día de su boda. Cinco contiendas que no son sino aspectos, cíclicos, de una misma batalla. De esta forma, la originaria (y aún) novela realista, se le desliza hacia un terreno sorprendentemente simbólico, pero, como advierte el propio Torrente, «símbolo de nada, es decir, que sin poner especial empeño en ello, permanezco fiel a mi propósito inicial», puesto que el propósito sigue siendo el de redactar una historia realista, pero conjugándola con materiales puramente imaginativos. En estos momentos, Torrente comienza a asumir que está trabajando a la par en dos proyectos diferentes, pues la Saga se ha independizado ya definitivamente de Campana y piedra aunque, y de esto es bien consciente, se trata de dos historias nacidas de un único y común impulso creador. En ese sentido, entre ambas novelas, las dos a medio escribir, hay una serie de relaciones importantes. En primer lugar, la rivalidad entre Villasanta y Castroforte, o el hecho de que casi todos los personajes proceden de la primera o son una evolución de aquéllos, como es el caso de don Joseíño. Se empieza a barruntar que, si alguna vez acaba ambas novelas, formarán parte de una misma serie, una suerte de díptico susceptible de ser ampliado, como así sucedió después, dando lugar a la llamada «trilogía fantástica». Lo más interesante de ello es advertir que las tres novelas que conforman la trilogía, término utilizado por el propio Torrente, utilizan materiales e intuiciones de Campana y piedra. Un ejemplo, Ascanio Aldobrandini, uno de los personajes de La isla de los jacintos cortados, aparece ya en esbozo doce años antes, como posible integrante de la novela inicial y frustrada, pero génesis y embrión de tres hitos en la narrativa de su autor y de la literatura española contemporánea.

Acaso es en Fragmentos de Apocalipsis donde con mayor claridad se aprecia el alcance de esta última afirmación mía. Veámoslo siquiera sea someramente. No hace falta insistir en que Torrente vivió una relación muy conflictiva con Campana y piedra. En junio de 1971, corrigiendo las páginas de La saga/fuga, con vistas ya a la imprenta, proclama: «Miré unas páginas de Campana y piedra que, como historia, me queda ya un poco lejos. Esta historia me interesa un pepino y no recuerdo ahora ni jota de lo que hice después…».

Pues bien, sólo un año después de tan tajante afirmación, cuando comienza a recoger los aplausos de su primer gran éxito literario, se plantea, una vez más, cómo reutilizar los materiales de Campana y piedra. Esta decisión se la relata el narrador de Fragmentos a su maravillosa y despiadada crítica Lénutchka, personaje por cierto tardío en la génesis y configuración de la novela:

«Le expliqué que Marcelo procede de una novela anterior, que no logré acabar. Comenzada con enorme entusiasmo, sobrevino el desánimo y la abandoné. Vino más tarde un fracaso, que me encorajinó: revolvía una vez papeles, buscando tema, y apareció el manuscrito olvidado. Lo releí, hallé que era bueno (eso me parecía) y reanudé su escritura, y fue entonces cuando, de una de sus costillas, salió una nueva novela».

Torrente decide continuar escribiendo esa novela, como mundo cercano a la saga, esto es, introducir aquí también elementos fantásticos dentro de un esencial contexto realista: en concreto, sustituye la proximidad de la guerra civil, por la de la invasión de los vikingos. El paso de Campana y piedra a Fragmentos de Apocalipsis se produce de manera diferente a la metamorfosis que gestara paulatinamente. La saga/fuga. Torrente escribe a la par que esta nueva y vieja novela su ensayo «El Quijote como juego»: allí descubre la importancia capital del narrador y decide convertirlo en un personaje más de su novela, como argamasa que unifique y explique los distintos bloques narrativos de que consta la obra.

La preocupación teórica por esta figura le lleva a ponerse al día, críticamente, en la pujante ciencia narratológica. Al cabo, tras muchos titubeos, entre ellos el de convertir Campana y piedra en un libro ya publicado del que él haría una edición crítica con prólogo, notas, comentarios y apostillas, Torrente Ballester «descubre» al narrador, su alter ego, y un poco más tarde a la memorable Lénutchka, uno de los hallazgos del libro. De esa forma, la novela adquiere un sesgo definitivo y, podemos decir, se desgaja otra vez de su material originario procedente de Campana y piedra. Con un ejemplo ilustrativo que aparecerá también en el prólogo a la segunda edición, Torrente se explica y nos explica en Los cuadernos que el modelo de su novela va a ser el de la descripción del escudo de Aquiles que hace Homero, esto es, «trabajar con la armazones al aire. Mire usted, yo no voy a describir, yo le voy a contar a usted cómo describo. No voy a contar, sino que le voy a mostrar a usted cómo cuento». De este modo, y tras varios años de titubeos y desierto imaginativo, al fin atisba que la estructura general de su novela será, precisamente, la historia de cómo se escribe esa novela, «no es cómo se hace una novela, sino la visión de cómo se va haciendo esta novela».

Al cabo, y tras tantos quebraderos y una doble génesis de diez años, Campana y piedra se inmola en el taller de Torrente para que de sus cenizas nazcan dos grandes novelas. Curiosamente, el eco de la campana que destruye Villasanta, al final de Fragmentos, nos recuerda aún la idea primigenia de la que todo partió, esa campana que crea una ciudad entre la niebla, o de la niebla, y que, a la postre, la reduce a cenizas. Así queda expresado en los últimos párrafos de estos cuadernos:

«¡Por fin, a hacer puñetas! La campana no dejó títere con cabeza, y yo me quedé tranquilo, vacío, relajado, como se dice ahora. Pero no me salió fácil ese final […] me dejé llevar y lo que destruía la campana era una ciudad de palabras, y luego me pareció demasiado atrevido, carajo, cómo se pondrán algunos lectores, y lo sustituí por una ciudad de piedra».

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