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Imágenes de terror y de violencia

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En El discurso del odio, André Glucksmann se refiere así al terrorismo palestino: «Los voluntarios de la muerte y los ametralladores sin fronteras han aprendido a interpretar ante y para las cámaras»; y al líder o cerebro del 11-S estadounidense: «Mohamed Atta, bomba humana supersónica, ¿no organizó y saboreó el espanto de los rehenes a los que pulverizó unos segundos más tarde con el tiempo justo para admirarse grandioso y magnífico en el espejo de su miedo? Es el instante supremo del crimen supremo». ¿Cuáles son las raíces de esta situación? Desde las primeras páginas de su libro, André Glucksmann se refiere a lo que de novedoso tienen las circunstancias en que vivimos y las remonta, con referencias a Merleau-Ponty y Sartre, a las ilusorias esperanzas que suscitó el final de la Segunda Guerra Mundial. De Sartre, concretamente, son estas pesimistas palabras en Temps modernes: «Creíamos sin pruebas que la paz era el estado natural y la sustancia del universo, que la guerra no era más que una agitación temporal de su superficie. Hoy reconocemos nuestro error: el fin de la guerra no es sencillamente más que el fin de esta guerra». Glucksmann acentúa ese pesimismo al ocuparse de estos últimos años: pensábamos que, en pleno entusiasmo ecologista, salíamos del peligro nuclear sólo para caer en la cuenta de que abandonábamos la era de la bomba H para «entrar en la hora de las bombas humanas». El 11-S, con el fácil secuestro de aviones que podían haberse estrellado igualmente sobre centrales nucleares, no muestra más que la «facultad apocalíptica, antes patrimonio de los dioses y después monopolizada por las superpotencias, se pone al alcance del gran público». El pronóstico de Glucksmann no se aleja mucho del de otros analistas contemporáneos: el sueño de paz eterna que trajo el final de la Guerra Fría se disipó pronto con la globalización del terrorismo. La bomba humana protagoniza ahora la escena internacional junto a los Estados, monopolizadores desde el si­glo xvii de los medios de destrucción. Y, de la mano de Montaigne, ve el autor un paralelismo entre las contiendas que asolaron Francia a comienzos de la Edad Moderna y ésta a la que hoy nos aboca el terror. Unas y otras se llevan a cabo en nombre de Dios; unas y otras, empero, no son religiosas, sino destructivas, sin victoria decisiva, sino con común ruina como previsible final.

Esa evocación de sustratos comunes al pasado y al presente nos lleva a lo que parece ser el objetivo de Glucksmann desde el título mismo, esto es, la búsqueda de explicaciones para algo tan permanente, común y ubicuo como es el odio. Sin duda, apelar a la condición humana, a lo inhumano del hombre, a esa voluntad original de igualarse a Dios o frases dotadas de igual atemporalidad como llenan el libro de este autor, confieren amplitud universal al discurso que pretende abarcar el del odio. Otra cosa es que esto nos explique por qué cientos de millones de seres humanos no nos vemos implicados en esa vorágine más que como víctimas o sujetos pasivos del odio. O por qué siendo tan rudimentarios y tan al alcance de la mano los medios de los que se valen los terroristas no se han generalizado mundialmente hasta hace tan pocos años. Claro está que Glucksmann persigue otros objetivos que los meramente analíticos y que van haciéndose explícitos a lo largo de su libro. Tal vez, ese sea el sino de todo lo que hoy se publica sobre estos temas: atacar o justificar a tirios o troyanos según el color político del escritor. En el caso de Glucksmann, queda claro que ese odio que permea nuestra actualidad es, ante todo, el odio al judío, en particular, y a los defensores norteamericanos del Estado de Israel, en general. Las viejas filias izquierdistas del autor parecen haberse transmutado hoy en fobias contra cierta papanatería progresista que, en definitiva, no es más que antisemitismo encubierto. En éste el palestino sustituye al proletariado de antaño, del mismo modo que Arafat se convierte en el Guevara de ayer, y Sharon en el genocida Hitler.

Pese a todo, Glucksmann no olvida el otro lado de la moneda. Aunque sea de pasada, descubre también el odio en la estúpida sonrisa patata de la soldado Lynndie England en la prisión de Abu Ghraib. Precisamente, Glucksmann apunta, con ella y con aquella espectacularidad buscada por los agentes del terror, a una clave importante de la violencia de nuestra época. Porque ese exhibicionismo equipara a los terroristas o a quienes lo combaten con nuestros adolescentes provistos de móviles filmadores de sus tropelías. Me refiero a un suceso, repetido prácticamente con los mismos ingredientes en varios lugares de España en los últimos meses. Suele consistir en lo siguiente: un chico adolescente –a veces, también se da entre chicas– acude engañado a una cita y es humillado y golpeado brutalmente por varios de su misma edad, mientras algún otro filma la paliza con un teléfono móvil.

En un excelente artículo sobre el papel del arte en la era del terror, Boris Groys traza un auténtico foso entre esta última y la vieja relación del artista con la milicia y con la guerra«The Fate of Art in the Age of Terror», en Bruno Latour y Peter Weibel (eds.), Making Things Public. Atmospheres of Democracy, Cambridge, The MIT Press, 2005.. Artista y guerrero, nos dice, fueron mutuamente dependientes. Ambos se necesitaban para alcanzar la fama, pero si cabe más el guerrero de la representación plástica que el artista de la hazaña, ya que temas pacíficos no escaseaban. Por el contrario, el guerrero contemporáneo puede prescindir del artista: cada acto de terror o de guerra es inmediatamente registrado, descrito o transmitido por los medios. En su Discurso del odio, Glucksmann rememora cabalmente la figura del desaparecido rais palestino y de su parafernalia mediática: «El objetivo de Arafat será, pues, entre muchos otros, por supuesto, provocar siempre acontecimientos espectaculares, a fin de necesitar junto a él escuadrones de fotógrafos, de plañideras y de chantres». Con su oficio, sigue Groys, el artista no puede competir con las imágenes de terror, de guerra o de catástrofes. Los vídeos de Bin Laden o las fotos para el recuerdo de Abu Ghraib guardan una misteriosa afinidad estética con el arte y la filmografía subversivos y alternativos de Europa y Estados Unidos en los años sesenta y setenta del pasado siglo (por ejemplo, algunas de las películas de Pasolini). Por supuesto, desprovistos de la carga antisistema de aquellas corrientes estéticas. Estamos, pues, ante la eliminación del artista e incluso, dirían algunos, cercanos a la propuesta del Manifiesto de André Breton: disparar contra una mul­titud pacífica como gesto de auténtica radicalidad surrealista.

Pero la equiparación es totalmente superficial, argumenta Groys. Sencillamente, porque lo que caracterizó a la vanguardia artística fue la iconoclastia, mientras que lo que caracteriza a terroristas y guerreros es la iconofilia. Unos y otros, a través del vídeo donde se cortan realmente cabezas de rehenes, o del vídeo donde uno puede ver auténticos humillados y torturados, producen y nos lanzan imágenes que se convierten en los verdaderos iconos de la horrible realidad política que nos toca vivir. Frente a la manzana de Magritte –que, deliberadamente, no era una manzana real–, las nuevas imágenes debemos aceptarlas como indiscutibles. El iconófilo de hoy es radical en un sentido muy diferente del iconoclasta de ayer, ya que acaba con la crítica a la representación. Ésta partía de la sospecha de que, tras la imagen, tenía que haber algo oculto, feo y terrible. Los agentes actuales del horror, en cambio, lo que nos muestran es lo que no podemos aceptar más que como la realidad misma. Ahí estriba, en ese retorno a lo real, el chantaje de terroristas y antiterroristas: nos sobrecogen con la peor de las realizaciones de nuestras sospechas, angustias y pesadillas. Aquí es donde Groys recurre a la distinción entre lo bello y lo sublime. En Kant, la belleza implica armonía entre lo que nos rodea y nuestras facultades, propósito, inteligibilidad en suma; en cambio, cuando, abrumados por la insondable grandeza del mundo, renunciamos a entenderlo, estamos ante lo sublime. Pero más se acomoda nuestro momento al contraste que establecía Edmund Burke, para quien lo bello tiene que ver con sentimientos psicosociales, mientras que lo sublime está vinculado a sentimientos en relación con la naturaleza y lo que de ella nos anonada: «Todo lo que de algún modo es terrible o tiene que ver con objetos terribles u opera de manera análoga al terror es fuente de lo sublime». En suma, viene a decirnos Groys, si los museos fueron el marco de aquellas imágenes embellecidas de la guerra, son ahora los medios, repitiendo hasta la saciedad estos espantosos iconos de lo sublime, los lugares privilegiados de esas estampas de persuasión inmediata por su mera exhibición.


La violencia sagrada: del medioevo a la globalización


No es, con todo, esa iconografía la única que opera en la violencia de nuestro tiempo. Vivimos en una época donde los estereotipos sobre el contrario, real o imaginado, propios de guerras o conflictos endémicos, se desbordan sin que parezca que haya excesivos deseos de controlarlos. Para grupos como Al Qaeda, por ejemplo, una buena parte de la humanidad encarnamos la yahiliya, el paganismo o barbarie preislámicos. Pero desde la otra orilla, la del mundo que sufre y dice combatir el terror, las distorsiones del otro no son menores: basta recordar las caricaturas de Mahoma en un periódico danés, identificando al profeta con un terrorista del presente. Esas brutales e interesadas simplificaciones superan aquel final de la historia que se nos anunció hace pocos lustros: representan la anulación de la historia sin más. De muchos siglos y de no menos transformaciones e imbricaciones entre civilizaciones que a veces parecen sólo destinadas a chocar. Una cuestión clave en este ámbito es la de yihad. Dos aportaciones interesantes al respecto, diferentes pero complementarias, son las de Jean Flori y Fawaz A. Gerges, respectivamente.

El primero nos ofrece un rico panorama histórico en el que aparecen contrastados, desde sus inicios mismos, islam y cristianismo por lo que a la violencia y a la guerra se refiere. Si nos detuviéramos en ese estadio o lo extrapoláramos tal cual al momento actual –que es lo que supone esa anulación del tiempo y de la historia–, nos perderíamos nada menos que todo lo que ha configurado ambos mundos religiosos y culturales, esto es, un largo proceso donde el antagonismo o incluso la antítesis no ha excluido la confluencia en actitudes belicosas sacralizadas. Pero ­yihad musulmana y guerra santa cristiana no son ni meras imágenes especulares ni simples réplicas una de otra. Flori deja bien claro que lo que abocó al enfrentamiento general de la cristiandad con el islam –la cruzada– tenía tras de sí una larga gestación propia. Su matriz era eu­ropea y derivaba, en último extremo, de la noción de imperio cris­tiano de la época constantiniana. El Cristo pacífico, predicado a griegos y romanos, no podía ser el mismo que se predicará a los belicosos bárbaros, que sacralizaban armas y combates. Por otra parte, de­sa­pa­re­ci­do el Imperio de Occidente, la Iglesia mantuvo la ficción de la continuidad de aquél gracias a la mixtificación de una supuesta donación de Constantino al Papa de lo que serían los Estados Pontificios que habría que defender. Por todo ello, insiste Flori, cuando se inicia a finales del si­glo xi la nueva era de la Cruzadas, la Iglesia no experimenta ninguna transformación radical: «Todos los historiadores coinciden hoy en pensar que la Iglesia, antes de la reforma gregoriana, no era ni pacifista ni indiferente a la sacralización de la guerra». Hubo también otros factores que contribuyeron al surgimiento de la idea de cruzada: milenarismo, expectativas de ganancias espirituales o materiales, xenofo­bia, etc. Pero sus padres inmediatos fueron dos instituciones arraigadas ya en aquella época: la guerra santa y la peregrinación a lugares santos. Separadas hasta entonces, casi incompatibles, se unían en el mensaje predicador de la primera cruzada, a cargo de Urbano II, en Clermont, en 1095, si bien ya contaba con un precedente algo anterior al declarar el mismo Papa que la guerra de reconquista en tierras hispanas tenía el mismo valor que la práctica penitencial y podía sustituirla. Pero la guerra santa se había gestado, al menos desde la época carolingia, como método defensivo y protector del patrimonio eclesiástico frente a las pretensiones de los señores laicos. No fue, por tanto, la guerra santa mera réplica de la yihad, aunque sí se vio favorecida por la «imagen caricaturesca del islam» en el Occidente cristiano (más tardía que en Oriente y alentada por la reconquista ibérica).

El cristianismo experimentó una evolución de más de un milenio singular y notable por lo que al uso de la violencia organizada se refiere: desde un claro pacifismo inicial a la belicosidad manifiesta de las cruzadas. Flori sintetiza apropiadamente tal evolución en las nociones de soldado y de combate. En varias fases significativas: en la primera, los cristianos en general, y los mártires no violentos en particular, fueron considerados milites Dei o milites Christi. Tras la época constantiniana, tal noción quedó reservada al clero o, más concretamente, a los monjes, empeñados en un combate espiritual contra las fuerzas satánicas y provistos como única arma de la oración. El período carolingio supuso una época de contradicciones y ambigüedades para la Iglesia: la guerra del emperador era una empresa religiosa, pero los clérigos no podían participar en ella, si bien obispos y abades, vasallos del emperador, eran convocados a veces a las batallas. Por último, a partir de 1095, designaría a los cruzados milites Christi, lanzados ya a un combate con más armas que las plegarias.

El mundo islámico ofrece, desde el principio, un perfil muy diferente. La yihad, sin duda, no forma parte de los cinco pilares doctrinales del islam; además, su significado es vago y puede equivaler también a esfuerzo espiritual. De ahí toman sus argumentos quienes, dentro del islam, tratan de distanciarse de los islamistas belicosos. Ahora bien, recalca Flori, la «raíz yhd aparece en treinta y cinco aleyas del Corán: veintidós veces en un sentido general y tres veces para designar un acto puramente espiritual; los otros diez casos se refieren claramente a una acción guerrera. Es decir, que esta dimensión está muy presente desde el origen». Pero no se trata de una cuestión puramente terminológica. Mahoma formaba parte de una sociedad tribal, a la que ni el conflicto ni la guerra periódicos son ajenos en modo alguno. Dos postulados fundamentales separan, además, al islam de los primeros tiempos del cristianismo primitivo: la noción de mártir y la no separación de las esferas política y religiosa. Esto es, no existe la evangélica distinción entre Dios y el César que siempre ha repugnado a los musulmanes más ortodoxosComo queda claramente de manifiesto en la obra de Sayyid Qutb, padre del yihadismo contemporáneo. Sobre su obra y su figura puede verse el interesante artículo de Paul Berman, «The philosopher of islamic terror», The New York Times, 23 de marzo de 2003. El texto se encuentra disponible en http://members.cox.net/slsturgi3/PhilosopherOfIslamicTerror.htm., por más que la historia del cristianismo se haya encargado de borrar muchas veces esa línea desde Constantino hasta ahora. Por otra parte, si bien el

Corán no exhorta claramente al martirio, pronto se identificaron mártires y combatientes por la fe.
Pese a esos comienzos tan dispares, cristianismo e islam acabaron por converger de alguna forma. Es más, la yihad no ha sido tampoco ajena a cambios y transformaciones. Se gestó desde la época del Profeta, pero –indica Flori– no alcanzó su elaboración acabada hasta el si­glo xi, precisamente la época en que se iniciaron las cruzadas. Lo interesante es que en esos siglos primeros la doctrina de la yihad recorre un camino casi inverso al de su paralela, la guerra santa: desde una yihad claramente ofensiva a otra defensiva, para abocar en el si­glo xi en una versión que tendía a interpretar las aleyas coránicas de manera alegórica y espiritual (si bien episodios como el de los almorávides en el Occidente musulmán desmentían por aquel entonces esta última deriva). Se esfuerza, por último, Flori por mostrar que, pese a convergencias y semejanzas, son más importantes las diferencias entre guerra santa y yihad. Esta última, sin duda, conectaba más fácilmente con las «guerras del Padre Eterno» del Antiguo Testamento que la doctrina del amor cristiano. Pero tampoco se le olvida al historiador que determinadas nociones agustinianas sobre la guerra establecieron pronto en el cristianismo un claro vínculo con aquel común trasfondo veterotestamentario.

Si los libros de Flori nos permiten vislumbrar los complicados procesos históricos que condujeron a consagrar la violencia colectiva en dos mo­no­teís­mos herederos de las «guerras del Padre Eterno», el de Farwaz A. Gerges nos traslada al más inmediato presente: el de la amenazante yihad expandida por todo el mundo. The Far Enemy aborda bastantes temas, pero indudablemente Al Qaeda es el foco principal y el que justifica el título del libro. La organización (término completamente inapropiado, como veremos) no es, para el autor, la consecuencia lógica de una tendencia inevitable en el islam tradicional, ni siquiera en el islamismo radical: «Al Qaeda emergió como resultado directo de la entropía del movimiento yihadista en los últimos años noventa y como esfuerzo desesperado para alterar el curso del movimiento, si no su destino final, y para invertir su declive. Representó una mutación monstruosa, una implosión desde dentro, y no simplemente otra fase histórica en la evolución del movimiento». Más aún, para Gerges el emblemático 11-S no fue sino la expresión de la guerra civil, no ya dentro de Dar al islam (esto es, la casa o patria del islam) en su conjunto, sino en el seno mismo del movimiento yihadista y fruto de una desesperada carrera hacia el precipicio. Eso sí, la torpeza de la reacción de destacados líderes occidentales, como resulta ya bastante evidente, vino a dar a Al Qaeda fuerzas y protagonismo inesperados.

Los antecedentes inmediatos de esa guerra interna fueron los intentos islamistas y yihadistas, desde los años setenta hasta los primeros noventa del pasado siglo, de instaurar Gobiernos teo­crá­ti­cos en países musulmanes. El fracaso en lugares tan señalados como Egipto o Argelia, dada la eficacia y dureza de los aparatos de seguridad estatales, provocó el fraccionamiento de la yihad en dos facciones principales: la de quienes siguieron aspirando a la revolución islámica en países concretos, por un lado, y la yihad transnacional (con personajes como Bin Laden o Ayman al-Zawahiri), por otroSi bien Gerges deja claro que los segundos «nacieron del seno de los nacionalistas religiosos y aspiraron a heredar sus eslóganes», aclara enseguida que «experimentaron una metamorfosis espectacular y una radicalización ulterior que supusieron una ruptura crucial del movimiento».. Frente al creciente radicalismo de los segundos, los primeros parecen evolucionar desde el rechazo a la internacionalización del conflicto hasta el cuestionamiento mismo de su vieja estrategia: el ataque al enemigo cercano.

¿Quién era éste? Lo fueron los dirigentes nacionales seculares, apóstatas desde la óptica islamista, instalados en el Gobierno como consecuencia de la independencia de las metrópolis eu­ropeas o del derrocamiento de monarquías títeres y apoyados en el ejército. Pero sus objetivos y estrategias no diferían sustancialmente de aquellos a quienes pretendían reemplazar: apoyarse en el ejército, dejar de lado la confrontación política al modo occidental y sustituirla por procedimientos dictatoriales, si bien remodelando todo el sistema con arreglo a postulados rígidamente islámicos. Como los jóvenes oficiales antimonárquicos de los años cincuenta y sesenta, los islamistas lanzaban igualmente contra estos Gobiernos seculares acusaciones de corrupción y de servilismo ante Occidente. Este último, encarnado en Estados Unidos, vendría a ser para los yihadistas de la globalización el principal objetivo. Pero con una diferencia capital: el enemigo lejano era el responsable de la fragmentación del islam en pequeños países y de la confusión que ello introducía entre los cre­yentesSegún la «Declaración de guerra contra la ocupación americana de la Tierra de los Dos Santos Lugares» de Bin Laden en 1996..

Hay cinco aspectos en los que el libro de Gerges es especialmente esclarecedor. Primero, el de los factores que desencadenaron esa mutación, que no evolución, de la yihad de lo local a lo global. Segundo, la diversidad y los conflictos en el seno de los movimientos yihadistas. Tercero, las contradicciones entre ideales y retóricas, de un lado, y prácticas, de otro, en particular en el caso de Al Qaeda. Cuarto, el enorme peso, en el interior, del personalismo y la engañosa apariencia organizativa de este movimiento hacia el exterior. Por último, las distorsiones, en parte basadas en lo anterior, y los numerosos errores de los responsables occidentales que pretenden estar llevando a cabo una guerra contra el terrorismo.

Las guerras del último cuarto de siglo, desde finales de los años setenta, han sido decisivas en el desarrollo del nuevo yihadismo: Afganistán, frente a la ocupación soviética; luego, la primera campaña contra Saddam Hussein; más tarde, Bosnia; Irak de nuevo…Tanto ­Afganistán como después Bosnia fueron campos de entrenamiento y de contacto entre jóvenes de nacionalidades y de lugares diversos. Tras la experiencia de Bosnia, según testimonios de alguno de ellos, también se había producido la catarsis religiosa: la yihad se le mostraba al combatiente como obligación de todo creyente y, por tanto, pilar indiscutible del islam. Afganistán, sin duda, había sido decisivo en tanto que, escribirá posteriormente Zawahiri, «destruyó el mito de un [superpoder] en las mentes de los jóvenes muyahidíes». Precisamente ese sería el molde con que se trató de desmitificar a la otra superpotencia, la estadounidense («mucho más débil que Rusia», según el vídeo de Bin Laden de 2000). Sin embargo, esos factores internacionales no pueden hacer olvidar aquel otro endógeno ya mencionado: el fracaso o aplastamiento de los movimientos religiosos nacionales. A todo ello hay que añadir la inesperada confluencia en el caldo de cultivo afgano de corrientes tan disímiles e incluso contrapuestas como el salafismo-wahabismo –ritualista y personalista de Bin Laden– y la corriente subversiva, derivada de los Hermanos Musulmanes, a la que pertenecía Zawahiri.

Con todo, el aspecto más interesante del libro de Gerges es el pormenorizado recuento y análisis de conflictos y disparidades doctrinales y estratégicos en el seno del yihadismo en general. Orígenes comunes no han conducido, precisamente, a resultados uniformes: «Es erróneo mirar a los yihadistas a través de las estrechas lentes del 11 de septiembre. El universo yihadista rebosaba –y rebosa– de peleas y rivalidades». Realmente son muy oportunas las repetidas advertencias del autor respecto al descuido o ignorancia generalizados sobre las fisuras internas de estos movimientos. Zawahiri mismo es la expresión viva de la metamorfosis yihadista: de considerar que el camino al Jerusalén árabe pasaba por El Cairo y el derrocamiento de regímenes «renegados» (el enemigo cercano), pasó a ser el colaborador e inspirador principal de las aventuras planetarias de Bin Laden: «El camino a Jerusalén ya no pa­saba directamente a través de El Cairo, Argel, Amman o Riad, sino más bien por una autopista de doble carril, que incluía paradas en Washington, Nueva York, Madrid, Londres y otras capitales occidentales». Una desviación de tal calibre, con las masacres correspondientes, ha producido no sólo de­sa­cuerdos tácticos, sino fisuras doctri­nales de hondo calado que hacen que hechos y postulados de los mutados yihadistas aparezcan a los ojos más tradicionales como serios desvíos de cualquier ortodoxia. Curiosamente, se trata de los ojos de quienes han predicado la violencia no hace tantos años. En este sentido, una de las más acerbas críticas que Al Qaeda ha recibido en los últimos años procede de la egipcia al-Gama’a al-Islamiya, el movimiento yihadista más importante del mundo árabe. Sus embates dogmáticos, y no meramente estratégicos, contra Al Qaeda han conducido además a sus líderes a una revisión de sus propios antecedentes. Gerges advierte de la enorme conveniencia de atender a tales fisuras: «Las autoridades musulmanas y occidentales deberían seguir de cerca los debates intrayihadistas y las revisiones ideo­ló­gi­cas emprendidas por los nacionalistas religiosos. Agrupar a todos los yihadistas con Al Qaeda es conceptualmente erróneo y de corto alcance político»Otro comentarista escribe: «Los islamistas son el producto de su entorno inmediato y se hallan permanente y principalmente más preocupados por atender a las necesidades propias de su pueblo que por perseguir aspiraciones de carácter geopolítico. A ello obedece que su integración en el proceso político constituya un imprescindible antídoto religioso y político contra la violenta yihad […]. Estados Unidos podría estar favoreciendo, con su política, una amenaza panislámica global mientras lucha contra una imaginada» (Marwan Bishara, «Panislamismo y “yihad”», La Vanguardia, 24 de marzo de 2006)..

Pero no son esos los únicos errores que cometen los políticos. El enemigo lejano ofrece suficientes ilustraciones de cómo ha pretendido acabarse con la plaga terrorista confundiendo –¿error doloso?– Al Qaeda con una organización piramidal y «tratando de ver en todos los atentados que se atribuye un único e inmutable patrón». La realidad es radicalmente diferente: a lo más, una constelación de individuos agrupados en torno a liderazgos indiscutidos, que utilizan tecnologías de hoy pero cuya solidaridad tiene raíces milenarias, co­mo la asabiya tribal o grupal. Precisamente en esa laxa estructura (tradicional y persistente en el mundo árabe) estriba buena parte de su éxito y la clave de su permanente estabilidad (la con­tinua fusión y fisión de los segmentos tribales que estudió la antropología política en sociedades africanas hace más de medio siglo). Además, si alguna vez hubo algún grado de planificación central –concretamente, para realizar los atentados en Estados Unidos–, lo que hoy impera son facciones semiautónomas, inspiradas por Al Qaeda más que guiadas por ella. Lo que de esta situación cabe esperar lo hemos padecido ya en nuestro país: atentados como los de Madrid y Londres, mucho menos sofisticados que los americanos y con terroristas cada vez más asentados en los escenarios de actuación.

Para terminar este apartado, tan solo apuntar a las ingentes contradicciones que Gerges (cuyo libro se basa no meramente en documentación escrita, sino en entrevistas de primera mano) detecta entre la teoría y la práctica de los yihadistas. Sus ataques a la política convencional y sus prédicas contra las corruptelas de la misma o su exaltación de la igualdad son desmentidas tanto por sus férreos liderazgos internos como por sus prácticas poco transparentes. Pero, por supuesto, especial relieve ofrece la cadena de errores y desaciertos garrafales occidentales respecto al surgimiento y desarrollo de Al Qaeda desde su gestación en Afganistán, donde la política norteamericana favoreció el flujo de hombres y capitales de países árabes para luchar contra los ateos soviéticos. Quién sabe si, por pragmatismo más que por principios y partiendo de una concepción distorsionada y ahistórica del mundo islámico, se pensaba entonces que las corrientes afines al sunismo –el salafismo-wahabismo de Bin Laden– representaban el sector conservador y fiable del islam frente al revolucionario chiis­mo de Jomeini. La infortunada cadena concluye, por ahora, en Irak, donde la marca más que la realidad Al Qaeda se mantiene viva, haciendo realidad la self-fulfilling prophecy de que la universal guerra contra el terrorismo termina por encontrar nexos antes inexistentes entre sus objetivosEl propio Gerges escribe: «La guerra en Irak ha demostrado ser una poderosa palanca de reclutamiento de gran alcance en beneficio de Al Qaeda, dándole tiempo para reagrupar sus fuerzas. No obstante, la guerra de Irak no ha hecho más que aplazar el cambio permanente en el equilibrio de poder, en este caso hacia los activistas contrarios al uso de la violencia al servicio de la política» («Al Qaeda no está ganando la guerra», La Vanguardia, 20 de febrero de 2006).. El peso del molde de la Guerra Fría, con sus nítidos frentes, parece que sigue jugando malas pasadas a los líderes mundiales.


El terror cercano y la violencia nacional
 

Lógicamente, la estela de Al Qaeda y de los yihadistas está muy presente en Madrid 11-M. Salvo algunas alusiones casi puntuales, los articulistas del libro no entran en la conmoción social y política ni en las secuelas que los graves atentados produjeron en nuestro país. El conjunto tiene color interdisciplinar y recoge ensayos bastante heterogéneos. Los hay de carácter predominantemente teórico o general y otros empíricos, sobre formas, además, distintas de terror (de origen islámico, reciente, o endémico, como ETA).
Desde el prólogo, Fernando Vallespín se refiere a la quiebra que está produciéndose en la falsa sensación de seguridad en que estaban instaladas nuestras sociedades y al desconcierto que todo acto de terror conlleva. Nos acucia la vieja imagen hobbesiana del temible retorno a la condición primigenia: «La reacción inicial es de estupor e incredulidad. También de absurdo. Esa sensación de irracionalidad que nos sobreviene cuando nos enfrentamos a toda radical negación del hombre por el hombre, cuando observamos la fragilidad del tejido con el que han sido enhebrados los logros de la civilidad. ¡Es tan endiabladamente fácil el salto a la barbarie!». En plano parecido, Rafael del Águila analiza cómo la espantosa novedad de nuestra época es que «estamos ante un mal sostenido y apoyado, no por malvados arquetípicos, sino por gente corriente, gente como nosotros». Eso conduce –recordemos a Hannah Arendt– a la rutinización y banalización del mal. Que, además, han ido parejas desde el siglo pasado con los grandes ideales, la buena conciencia y la búsqueda de paraísos terrenales. Los totalitarismos del si­glo xx, engendradores de fanatismos utópicos y creadores de «realidad mediante el terror […]. Crear realidad es ahora el más alto fin de la acción política». Utopías y secuelas que creía­mos haber dejado bien atrás, pero que nos agobian hoy no sólo con los terrorismos de todo signo, sino con quienes persiguen otras perfecciones desde variadas procedencias: «Desde el conservador José María Aznar hasta el autoritario Vladimir Putin. Y estas políticas perfectas nos sugerían (nos sugieren) que todo se arreglaría si entendemos la situación desde sus postulados: si iniciamos una guerra posiblemente ilegítima e ilegal en Irak, pero justificada por las intenciones malévolas de los malvados».

Otras aportaciones al mismo libro se mueven, en cambio, en el terreno de los fenómenos terroristas concretos. Por ejemplo, Javier Jordán advierte pertinentemente de las cruciales diferencias estructurales entre redes yihadistas que han actuado en España (ligadas, como ya sabemos por Gerges, por vínculos personales) y organizaciones del tipo de ETA o el IRA, burocratizadas y militarmente jerarquizadas. También el especialista en el IRA Rogelio Alonso analiza el paralelismo entre esta organización y la etarraEn cuanto a los riesgos de que el proceso siga también las peores trazas del caso irlandés, el mismo autor escribió, días antes del «alto el fuego permanente» de ETA, un ar­tícu­lo interesante: «Modelos para el final del terrorismo», El País, 1 de marzo de 2006.. Ambas han ido modificando sus objetivos, adecuándolos al fracaso evidente a la hora de doblegar al Estado y convirtiendo su violencia en terrorismo de desgaste y desmoralización de Gobiernos y ciudadanos. Como también coinciden en presentar sus acciones de forma idealizada e irreal: éstas no atentan contra objetivos «civiles». La horrible realidad de cientos de víctimas desmiente en uno y otro caso la retórica terrorista. Alonso sí alude directamente al polémico asunto de la vinculación entre el 11-M y las inmediatas elecciones del 14. Lo hace para contrastar la complejidad de las relaciones entre terroristas y audiencias frente a la simplificación que implica establecer causas y efectos entre acontecimientos que podrían haber seguido perfectamente un curso por completo diferente al que siguieron. También dedica atención a este aspecto Luis de la Corte, en este caso para descartar otros tipos de simplificaciones: tanto las que imputan responsabilidades políticas directas de los atentados por la intervención en la guerra de Irak como las que descartan cualquier nexo entre unos y otra.

Aparentemente más misceláneo que el libro anterior es Culturas y políticas de la violencia, enmarcado además en un lapso temporal bastante más amplio: buena parte del pasado siglo. Los temas son efectivamente variados: la Guerra Civil y sus antecedentes, anticlericalismo e iconoclasia, papel de la Universidad bajo el franquismo, evolución del discurso de la izquierda española desde la dictadura a la transición o el papel de los intelectuales vascos ante la violencia etarra. No obstante, la mayor parte de los artículos tienen como punto de partida, de llegada, de trasfondo o sencillamente como foco único la Guerra Civil de 1936-1939. El hilo conductor es, por supuesto, la violencia política y las actitudes, mentalidades y comportamientos relacionados con ella. Como se apunta en el prólogo de los coordinadores del volumen, en el cuadro del violento si­glo xx, español y europeo, prácticamente todo el espectro político, de uno a otro extremo, vino a coincidir al menos en una cosa: buscar en la violencia colectiva soluciones o remedios sanadores, depuradores o liberadores.

Habría que recordar que, meses antes de la llegada de Hitler al poder en Alemania, el periodista Eugenio Xammar escribía en una de sus sustanciosas crónicas desde Berlín: «De todas las prendas de vestir, la más importante desde el punto de vista político es la camisa. Pero más importante aún que la camisa es, siempre desde el punto de vista político, el color de la camisa. Una camisa de determinado color equivale, por así decirlo, a todo un programa. Ciertos partidos políticos dan a la camisa tanta importancia, por lo menos, como a los principios. Un jefe de partido dice, para dar la medida de su fuerza, que dispone de tantos o cuantos cientos o miles de camisas de tal o cual color. En todos los países no han llegado las camisas a alcanzar igual importancia política»Crónicas desde Berlín (1930-1936), Barcelona, Acantilado, 2005.. Pocos países, en efecto, se vieron libres de esta plaga de uniformidad (casi inexistente en el Reino Unido, ridiculizada en Francia). Nuestro país, en cambio, sí que fue seriamente afectado por la tal plaga: «España “en camisa”», señala una de las contribuciones del libro (Eduardo González Calleja) para referirse a la paramilitarización que sufrió la vida política en aquellos años. Pero –agrega– contaban factores de mayor calado que la mera polarización ideológica: modernización de las estructuras agrarias, crecimien­to de la población urbana, incidencia de la crisis económica mundial o nuevas reglas de juego político. Claro que, para entender aquella época turbulenta, debemos evitar lo que los historiadores han denominado presentismo (esto es, el equivalente temporal del etnocentrismo espacial antropológico). Esto es lo que viene a recordarnos José Luis Ledesma en su trabajo sobre «La “santa ira popular” del 36»: cautela ante los juicios morales emitidos desde el ahora para valorar acontecimientos «al precio de alejarnos irremediablemente de sus vivencias, raíces y significados». Una contribución esta que combina acertadamente las herramientas conceptuales de la historia y de la antropología para hacernos ver cómo la longue durée de símbolos y significados persistentes y de sus contrapartidas (esto es, clericalismo y anticlericalismo, iconolatría e iconoclasia) se conjugó en la época con la corta duración, con la coyuntura de la violenta cultura política de entreguerras. Su resultado fue todo un proceso de construcción del enemigo que abocó, durante la guerra, a que «la eliminación del contrario no sólo [fuera] percibida a menudo sin la aversión moral que suscita al observador futuro, sino que representara para muchos un “mal necesario” e incluso todo un nudo identitario y cohesionador». Construido así, el adversario no es difícil entender cómo el bando vencedor pudo homogeneizar de manera duradera a todos los vencidos como rojos y asesinos (incluyendo en la categoría gentes que, desde Azaña hasta alcaldes de pueblo, se opusieron tanto a la violencia mortífera desatada como al predominio de los comu­nistas).

De la iconoclasia no como signo de aquellos años o como símbolo de ruptura, sino como tradición bien asentada en España, nada menos que desde Prisciliano, nos habla Manuel Delgado, quien recurre a un texto de Galdós para entender la lógica que puede subyacer a esa furia aparentemente irracional de las masas. Por otra parte, Carlos Gil Andrés observa oportunamente que no debemos buscar coincidencias exactas entre discursos violentos y prácticas violentas. Esto es, las segundas no acompañaban necesariamente a los primeros, vertidos en la prensa partidista, proclamas, amenazas, etc. Por desgracia, muchas ejecuciones sumarias y muchas medidas represivas se apoyaron, en la guerra y después de ella, en lo que se decía que algunos habían dicho o hecho, muchas veces con escasa o nula base factualCasos como el de la represión en Ronda tras la ocupación por las fuerzas sublevadas, justificada por la supuesta barbarie de los «rojos», que habrían arrojado más de medio millar de sus contrarios «por el tajo», se basó en definitiva en una expresión amenazante de más que dudosa ejecución. Curiosamente, Hugh Thomas y Gerald Brenan, poco sospechosos de simpatías hacia los «nacionales», aceptaron sin embargo casi en su estricta literalidad tal historia, muy ajena a los hechos reales. Sobre todo esto, puede verse el muy interesante artículo de un buen conocedor del lugar y de su historia, el antropólogo John Corbin, «Truth and Myth in History: An Example from the Spanish Civil War», Journal of Interdisciplinary History, vol. XXV, núm. 4 (1995), pp. 609-625.: ideas y realidades divergentes. Sobre ideas y teorías estrafalarias, pero nada insólitas en la época, versa el ensayo de Paul Preston. Se trata de la vida, culminada en la paranoia parricida (asesinato de dos hijos e intento de matar a la esposa) de un aristócrata y oficial franquista, quien, como otros conmilitones suyos, reducía la lucha de clases, y en definitiva la contienda entera, a un conflicto de razas donde los obreros ocupaban la posición cercana a la animalidad y su mejor destino era la extinción. Sus opiniones, concluye sumariamente el historiador, no estaban lejos de las de los generales más destacados del bando vencedor, empezando por el propio Franco. Y añade: «En lugar de concluir que Aguilera estaba loco, resultaría más fructífero considerar en qué medida sus trastornos psicológicos –y los de aquéllos– derivaban de la interiorización de tales ­ideas».

El tiempo histórico que siguió a la Guerra Civil también recibe atención en el mismo libro. Por lo que se refiere a los años de la dictadura, Ángel Herrerín López nos habla de las vicisitudes del movimiento libertario en la clandestinidad y en el exilio, con su prorrogada escisión entre la corriente ortodoxa o insurreccional y la posibilista y negociadora. Por su parte Miguel Ángel Ruiz Carnicer expone el proceso que, en el ámbito universitario, lleva desde la violencia institucionalizada y de correajes del SEU de los primeros años a su progresivo descrédito entre los estudiantes y a la creciente conflictividad a partir de mediados los cincuenta. Por último, dos artículos (de Javier Muñoz Soro y Sophie Boby, por un lado, y de María del Mar Larraza y Francisco Javier Caspistegui, por otro) nos acercan aún más al presente: el progresivo alejamiento de la justificación de la violencia por parte de la izquierda –con oportunos textos que a más de uno le producirán hoy al menos algún sonrojo– desde los últimos años del franquismo hasta los de la transición, y el papel de los intelectuales vascos ante el dilema de la violencia y la autodeterminación.

Hace ya más de medio siglo que las ciencias sociales estadounidenses, insatisfechas con una consideración excesivamente racional de lo político, comenzaron a plantearse con seriedad dar entrada en sus análisis a los aspectos emocionales y simbólicos de la conducta humana. Un libro que se situó en esa corriente fue el muy influyente y citado The Paranoid Style in American Politics, de Richard HofstadterThe Paranoid Style in American Politics and Other Essays, Nueva York, Vintage Books, 1967.. Las luchas políticas, venía a decir este autor, no pueden reducirse a meros juegos de poder e intereses, sencillamente porque esas confrontaciones se ven afectadas profundamente por la forma en que la política es percibida y experimentada. Eso no implica –añadía– que abandonemos lo que de valor hay en la vieja concepción de lo político, atenta al poder o al dinero, sino que la complementemos con el análisis del significado de estilos retóricos, gestos simbólicos y perspectivas valorativas de los diferentes subgrupos que integran una sociedad. Sin tomar en cuenta esos mimbres sería imposible entender –sostenía Hofstadter– fenómenos como las teorías conspiratorias y otras obsesiones nada racionales que mueven a las masas y configuran políticas. Este es el estilo paranoico, que el autor estudia agudamente en la extrema derecha norteamericana, pero que no cree en modo alguno ajeno a la izquierda. Por supuesto, con el tiempo ese estilo adquiere modulaciones y expresiones diferentes. En la época de Hofstadter se mostraba como una tendencia a secularizar una visión del mundo de carácter religioso: «a tratar asuntos políticos en términos de imaginería cristiana y a colorearlos con la oscura simbología de una cierta corriente de la tradición cristiana». En definitiva, una suerte de maniqueísmo, de lucha del Bien y del Mal, de tal modo que si el primero no acaba con el segundo se producirá un terrible apocalipsis. En aquellos años, esa tendencia, en plena Guerra Fría, cuando imperaba el miedo a que el comunismo llegara a dominar el planeta, alcanzaba a amplios sectores de la política ­estadounidense, trastornados por «las mismas exageraciones, la misma mentalidad de cruzada, la misma sensación de que todos nuestros males pueden derivar de un único centro y de ahí que puedan ser eliminados por alguna suerte de acto de victoria final sobre la fuente del mal». Tal vez, lo peor que puede estar ocurriéndonos es que tanto quienes nos aterrorizan como quienes pretenden librarnos definitivamente de ellos compartan esa misma paranoia. Tal vez deberíamos analizarnos unos y otros para saber hacia qué lado o en qué centro se decantan hoy nuestras paranoias colectivas. 


Bibliografía

• André Glucksmann: El discurso del odio. Trad. de Mónica Rubio. Madrid, Taurus, 2005.
• Jean Flori: La guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cristiano. Trad. de Rafael Gerardo Peinado. Madrid, Trotta, 2003.
• Jean Flori: Guerra santa, yihad, cruzada. Violencia y religión en el cristianismo y en el islam. Trad. de Rafael Gerardo Peinado. Valencia y Granada, Universidad de Valencia y Universidad de Granada, 2004.
• Fawaz A. Gerges: The Far Enemy. Why Jihad Went Global. Cambridge, Cambridge University Press, 2005.
• Amalio Blanco, Rafael del Águila y José Manuel Sabucedo (eds.): Madrid 11-M. Un análisis del mal y sus consecuencias. Madrid, Trotta, 2005.
• Javier Muñoz, José Luis Ledesma y Javier Rodrigo (coords.): Culturas y políticas de la violencia. España siglo xx. Madrid, Siete Mares, 2005.

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