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«El fracaso del pueblo»

Terrorismo y democracia tras el 11-M

EDURNE URIARTE

Espasa Calpe, Madrid

200 págs.

16,90 €

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El último libro de Edurne Uriarte se mueve en dos registros: por un lado, un análisis teórico sobre el fenómeno terrorista y su impacto en la democracia; por otro, comentarios de actualidad política a raíz del atentado de Madrid del 11 de marzo. Uriarte intenta combinar en algunos momentos ambas dimensiones, usando el atentado del 11-M como ejemplo de sus tesis más generales, o empleando sus argumentos más de fondo para entender lo que sucedió entre el 11 y el 14 de marzo. No está claro que siempre lo consiga, como a continuación trataré de mostrar. El libro está escrito con fuerza, adopta un tono polémico y a veces agresivo, no evita el debate político, y menciona a multitud de autores con los que está en desacuerdo. Invita, por tanto, a discutir sus opiniones.
 

Terrorismo y democracia presenta la siguiente tesis: la derrota del PP en las elecciones de marzo se debe a una reacción inmadura de la sociedad española ante el atentado del 11-M. Buena parte de los españoles no se atrevió a afrontar el desafío que plantea el terrorismo internacional, prefirió culpar al PP por lo ocurrido en lugar de centrarse en los autores materiales del atentado, y eligió en las urnas a un partido, el PSOE, que no comprende y no está a la altura de la amenaza terrorista. La derrota del PP se debió al miedo que atenazó a los españoles. Las protestas contra el PP en los días posteriores al 11-M se interpretan del siguiente modo: «No era la indignación de los ciudadanos demócratas que denuncian y que exigen; era la histeria de quienes no controlan nas reacciones ante la conmoción que acaban de sufrir» (pág. 16).

Los ciudadanos, movidos por el terror y la ingratitud, quisieron saber la verdad. A Uriarte le resulta sospechoso, porque nunca en el pasado se había castigado a los gobernantes por «no clarificar inmediatamente la identidad de los autores» (pág. 30). Si sucedió en el 11-M fue por el «contexto de pánico ciudadano». En cualquier caso, el Gobierno del PP actuó con más celeridad que nunca y reveló todo lo que supo desde el primer momento. Niega que fuera de España los analistas y los medios de comunicación cuestionaran enseguida la autoría de ETA (pág. 34), y considera «extravagante» la tesis de que el Gobierno ocultara o manipulara el asunto de la autoría (pág. 35). El Gobierno que tenemos ahora es reflejo de la inmadurez del pueblo español. Su presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, no acepta que estemos en guerra con el terrorismo. Según Uriarte, lo estamos porque los propios terroristas así lo afirman y porque las acciones militares son necesarias (pág. 172). La primera razón es realmente extraordinaria, porque casi todo el libro gira en torno a la tesis de que no hay que aceptar el discurso de los terroristas; la segunda razón –la necesidad de intervenciones militares– resulta extraña, porque eso es precisamente lo que hay que demostrar, no dar por supuesto.

Las conclusiones de Uriarte no se basan en dato alguno. Son su interpretación de los hechos. Tan arbitrarios resultan los juicios de intenciones sobre las debilidades de los españoles como podrían serlo aquellos que atribuyesen la prosa luciferina de Uriarte a su furia personal por la derrota del PP. Resultará irritante para quienes se sintieron profundamente decepcionados por la manipulación del terrorismo etarra descubrir que la autora sólo entiende ese sentimiento como fruto del «pánico» o la «cobardía». Habiendo descartado que la reacción del Gobierno tuviera algo que ver en todo esto, la única forma de hacer inteligible el comportamiento de los españoles consiste en recurrir a este tipo de acusaciones.

Terrorismo y democracia, empero, no es un panfleto ni un desahogo personal. A pesar de que el anterior diagnóstico no se apoye en hechos o datos, Uriarte lo envuelve en consideraciones teóricas enjundiosas que le otorgan cierta respetabilidad intelectual. Es preciso ahora analizar dichas consideraciones, por si pudieran arrojar algo de luz.

Por ejemplo, para darle mayor empaque a la tesis de que los españoles no estuvieron a la altura de las circunstancias, elabora una teoría de lo que llama genéricamente «el fracaso del pueblo», expuesta en los capítulos 6 y 7. A su juicio, las sociedades o los pueblos que viven en democracia no están preparados para enfrentarse al terrorismo. El «pueblo» prefiere cerrar los ojos y desentenderse del asunto. En el caso del «pueblo» español, la cosa todavía se complica más por la presencia de un fuerte sentimiento antiamericano y por la debilidad de nuestro patriotismo. La solución al «fracaso del pueblo» pasa por líderes fuertes que actúen al margen, o en contra, de la opinión pública, pues ésta no se entera del problema, está internamente dividida y sólo busca tranquilidad y seguridad (pág. 206). Pone como ejemplo de este liderazgo a José María Aznar.

El principal problema que presenta la tesis del «fracaso del pueblo» es que parte de una sustancialización de la sociedad, olvidando que en última instancia ésta es solamente un conjunto de individuos. En el libro, el pueblo o la sociedad aparecen como una unidad orgánica, de manera casi idéntica a como los nacionalistas hablan del «pueblo vasco» o del «pueblo catalán» como algo que está por encima de los individuos. Así, el «pueblo» en cuanto tal es débil, o huidizo, o no discierne los peligros que le acechan. Regresamos a caracterizaciones sobre la psicología de las naciones que suelen darse por enterradas y bien enterradas en las ciencias sociales. En realidad, la pluralidad de motivos por las cuales algunas personas decidieron no quedarse en casa y votar al PSOE, o cambiar su voto a favor del PSOE, es enorme y no puede reducirse a imputaciones tan gruesas como las anteriores. Incluso entre aquellos que cambiaron su comportamiento a raíz del atentado, muchos pueden haber acabado votando al PSOE por razones muy diversas, desde el propio miedo que menciona Uriarte hasta la indignación por la actitud del Gobierno, pasando por un cierto sentido de la responsabilidad que les impedía abstenerse en horas tan dramáticas. Por no mencionar el hecho de que una parte muy importante de ese pueblo votó sin miedo alguno al PP. Cualquier investigación que se lleve a cabo sobre esta cuestión será más fecunda que las especulaciones que podamos ofrecer sobre la naturaleza del pueblo español.

A juicio de la autora, el «pueblo español» fracasó como consecuencia de convicciones equivocadas sobre el terrorismo. Tanto la ciudadanía como el PSOE volvieron a lo que Uriarte considera la desacreditada teoría de las causas del terrorismo. Así, ella entiende que en las manifestaciones del viernes y sábado, 12 y 13 de marzo, respectivamente, la gente trasladó la responsabilidad de Al Qaeda hacia el Gobierno, bajo el supuesto de que, si el Gobierno no se hubiera alineado tan visiblemente con Estados Unidos, el atentado del 11-M no se habría producido. Este es un asunto bastante espinoso, que merece un análisis algo más pausado.

Es imprescindible separar dos afirmaciones distintas. En primer lugar, que sin la intervención de España en la guerra de Irak no se hubiese producido el atentado. En segundo lugar, que si se acepta que sin guerra no hubiera habido atentado, entonces el responsable del atentado es el Gobierno del PP y no Al Qaeda. La primera afirmación es razonable, la segunda no. Uriarte, sin embargo, las mezcla. Vayamos por partes. Uriarte desprecia la hipótesis de que la política exterior española haya tenido algo que ver con el atentado. Puede ser verdad, pero no resulta disparatado considerar que dicha política aumentara la probabilidad de que Al Qaeda actuase en España. En el momento presente, con la información que todavía no tenemos, caben ambas interpretaciones: que Al Qaeda actuó en España simplemente por las facilidades logísticas que había en nuestro país, o que lo hizo por esas facilidades y por el protagonismo que cobró España durante la guerra. Tiendo a pensar que la segunda es una interpretación más plausible, sobre todo si recordamos el atentado de Casablanca, fuera del territorio español (y, por tanto, no explicable por las oportunidades de actuar en España), pero contra intereses españoles. Pero, en fin, Uriarte podría acabar teniendo razón. Lo sabremos cuando averigüemos más cosas sobre la planificación del atentado y sobre la toma de decisiones en Al Qaeda y sus múltiples filiales.

Supongamos, no obstante, que alguien creyese que sin la participación de España en la guerra de Irak el ataque del 11-M hubiera sido más improbable. ¿Quiere esto decir automáticamente que la responsabilidad del atentado es del Gobierno y no de Al Qaeda? Es evidente que no. La responsabilidad última es exclusivamente de Al Qaeda. Pensemos en una analogía. Si durante la transición se hubiera concedido la independencia al País Vasco, es muy probable que ETA hubiera quedado satisfecha y hubiese dejado de matar una vez realizadas sus aspiraciones. ¿Se sigue de aquí que la responsabilidad de que ETA haya matado es de los sucesivos Gobiernos democráticos por no haber concedido la independencia? A casi nadie se le ocurriría semejante cosa.

¿Cuál es la diferencia entonces entre la reacción ciudadana ante ETA y ante Al Qaeda? Pues que en el caso etarra la inmensa mayoría de la ciudadanía ha apoyado a los sucesivos gobiernos, considerando que la independencia del País Vasco no era una demanda razonable, por lo que valía la pena pagar el precio en vidas y sufrimiento de resistir el terrorismo etarra. Sin embargo, en el caso de Al Qaeda, una mayoría similar consideraba que la guerra de Irak no estaba justificada y, por tanto, el precio a pagar por la intervención no valía la pena. En la medida en que el atentado tuviera alguna conexión con la invasión de Irak, siendo esta invasión consecuencia de una decisión unilateral, en contra del sentir de los más, justificada mediante falsedades y manipulaciones, los ciudadanos tenían buenas razones para cuestionar esa decisión vistos sus efectos. ¿Es esto cobardía o debilidad? Sería cobardía si la gente pensara que la invasión de Irak era una causa justa y renunciara a ella por la violencia de los terroristas. Pero si pensaban lo contrario, entonces no es cobardía sino, en todo caso, sensatez.

En lugar de desarrollar este tipo de aclaraciones conceptuales básicas, Uriarte se embarca en una singular teoría sobre la ausencia de causas del terrorismo con el objeto de reforzar su condena de la sociedad española. De acuerdo con esa teoría, resulta imposible hablar de las causas del terrorismo, porque suponer que el terrorismo tenga causas equivale a creer que al terrorista le asistían razones para cometer su crimen. Uriarte podría haberse limitado a argumentar que en el ataque del 11-M no hubo conexión entre la participación española en la guerra y el atentado, pero no se contenta con eso y afirma que ni en este caso ni en ningún otro tiene sentido hablar de causas. A veces Uriarte acierta, como cuando critica esas explicaciones simplistas en virtud de las cuales Al Qaeda es consecuencia de la miseria y el imperialismo (pág. 67). Pero que esas causas concretas no sean verdaderas no quiere decir que no haya causas en absoluto. Otras veces la argumentación es más tortuosa, como cuando aduce que ETA matase sobre todo tras la muerte de Franco para negar que el franquismo pudiera ser «causa» de ETA. Aquí es necesario separar el problema de las causas que explican el origen del terrorismo del problema de las causas que explican su persistencia. La cuestión clave es: ¿habría surgido ETA o habría ETA llegado a ser lo que hemos padecido, si no hubiese habido una dictadura como la franquista? Es dudoso, algo que curiosamente reconoce Uriarte (pág. 94). Podría haber sucedido como con Terra Lliure que, operando ya en democracia no consiguió arraigo suficiente entre la población. Hay aquí espacio para desarrollar interesantes argumentos que expliquen el surgimiento del terrorismo en unos países y no en otros. Pero Uriarte despacha la cuestión en unos pocos párrafos, con alguna alusión superficial a las Brigadas Rojas, y sin entrar en un análisis comparado que le habría permitido llegar a conclusiones más ponderadas.

Frente a las causas, Uriarte habla del fanatismo o del «absolutismo de la idea» como elemento que conduce a la violencia (pág. 87). Se resiste a reconocer que eso es de alguna forma también una causa, aunque en algunos pasajes la autora traicione sus propias ideas y hable de las causas de la persistencia del terrorismo (pág. 86) o de los «factores explicativos» del terrorismo (págs. 101 y 103), un simple eufemismo para referirse encubiertamente a las causas. El problema de esta propuesta es doble: por un lado, ha habido largos períodos en los que el fanatismo o el «absolutismo de la idea» no ha provocado violencia; por otro, no aclara mucho el recurso al fanatismo si no se explica en función de qué surge y cómo se desarrolla. Aquí Uriarte sale con la afirmación más desconcertante del libro, a saber, que «la barbarie, la irracionalidad, el crimen, el mal, se explican por sí mismos» (pág. 93). Esta especie de nihilismo epistemológico cierra cualquier proyecto de investigación futuro sobre la materia. Parece como que el mal se causa a sí mismo, sin motivo ni precondición algunos. Resulta ciertamente extraño que una especialista en la explicación de los fenómenos políticos pueda pensar que el mal es autoexplicativo. En la práctica, esta actitud supone renunciar a comprender el mundo social y político, sustituyéndose dicha comprensión por juicios de valor o convicciones personales.

El terrorismo es sin duda un problema acuciante y dramático. Uriarte hace muy bien en señalar las muchas tonterías que algunas personas dicen sobre el terrorismo (como Miguel Bosé o Pedro Almodóvar, quienes aparecen repetidamente criticados en el libro, sin duda por la relevancia política y académica de sus opiniones). Lo que resulta chocante es que una experta como Uriarte no sepa emplear sus conocimientos de la materia para arrojar luz sobre el fenómeno terrorista, y en lugar de eso plantee que no hay nada que explicar, que la propia maldad de los terroristas es suficiente explicación. A mi entender, el terrorismo ha de estudiarse según los mismos métodos y supuestos que el resto de fenómenos sociales. Es un error de serias consecuencias plantear una especie de «excepcionalidad» cognoscitiva para el terrorismo. El terrorismo se puede analizar y explicar como cualquier otro hecho, utilizando todos los datos y teorías a nuestro alcance. No se trata de un asunto de opinión, ni siquiera de opinión de politólogos, sino de estudio e investigación. Uno puede escribir lo que quiera sobre el 11-M, las motivaciones más íntimas de los españoles o los horrores de ser gobernados por el PSOE, pero no vale la pena tratar de justificar esas opiniones con teorías sobre la democracia y el terrorismo que no tienen mayor consistencia intelectual.

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