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Tennessee Williams: la poesía de la vulnerabilidad

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Tennessee Williams no había nacido para clásico. Muchos autores nacen con su estatua bajo el brazo, pero Williams, cuyas ambiciones no eran ni pocas ni menguadas, daba la impresión de haberse adelantado a su propia gloria. Nada más fácil, por ejemplo, que obtener una entrevista con él a pesar de su celebridad. A mí me concedió tres, aunque en ninguna de ellas estaba en condiciones de decir nada interesante. Terminó en farsa: en otra ocasión –en la recepción ofrecida con motivo de la recogida del premio del National Arts Club, en 1975– me dejó en compañía de las personas que, en su opinión, sabían sobre su vida y su obra más que él mismo. Al ver su doble sonrisa (él sonreía más con los ojos que con la boca) me di cuenta de que estaba tomándome el pelo. Se trataba de su hermana Rose, cuyo silencio lobotomizado era impenetrable, y del director de teatro y cine Elia Kazan, quien me explicó con divertida cortesía que el dramaturgo tenía ese tipo de salidas. Por eso no dejan de ser una satisfacción las solemnes celebraciones del centenario de su nacimiento, aunque la verdadera consagración haya sido la publicación de su obra en dos volúmenes de la Library of America en 2001. La figura algo patética, con sus gafas y su corbata siempre fuera de lugar, finalmente cristaliza: «Tel qu’en lui-même enfin l’éternité».

Todo eso no pasa de una confirmación. La poesía de la vulnerabilidad que mana de sus mejores piezas fue identificada desde el principio, por él mismo y por la crítica, como autobiográfica, como la transfiguración de un yo apabullado por su aparente insignificancia ante los otros y ante el mundo. «El miedo del mundo –escribe en una carta de 1942–, la lucha por encararlo y no huir, el miedo de la realidad, es la más real de todas mis experiencias». Cuando Blanche dice, en A Streetcar Named Desire, que siempre dependió de la bondad de extraños, era Tennessee Williams quien hablaba. En la introducción a Sweet Bird of Youth el autor afirma que no puede mostrar debilidades en las tablas «excepto cuando las conozco por tenerlas yo mismo». Es de la sordidez y desesperanza de su juventud de donde sus piezas extraen su material y su fuerza, visitándolas obsesivamente como quien acaricia una herida infectada. El lirismo que las eleva se revela como «las gloriosas esperanzas del pasado», vibrando con las reverberaciones de lo que pudo haber sido y no fue. Como sucede con Faulkner, otro sureño, el pasado de Tennessee Williams nunca termina de pasar, pero sin la épica faulkneriana: es un pasado personal e íntimo.

El paraíso perdido de Thomas Lanier Williams –el nombre de guerra «Tennessee» es una alusión– fue una infancia idílica en el «sur profundo» bajo los cuidados indulgentes de sus abuelos maternos. La caída se produce cuando su padre, hasta entonces una figura lejana debido a sus ausencias de viajante de comercio, se ve obligado a aceptar un empleo de oficina en una industria de zapatos en San Luis (Missouri), metrópoli provinciana que aplasta las pretensiones de clase media de la familia Williams. Alcohol y amargura en dosis iguales hacen de Cornelius, el padre, un tirano doméstico violento e indescifrable que se burla del pequeño Tom llamándolo «señorita Nancy». La madre, Edwina, complica las cosas con la nostalgia de un estatus perdido imaginario. Las peleas familiares, las miserias económicas, la imposibilidad de comunicación entre los miembros de la familia, la falta de perspectivas que desembocaría en la Gran Depresión, «el gran trauma psicológico» de la locura de la amada hermana Rose, oprimen y desesperan al futuro dramaturgo, que sólo se libraría de esa carga en la frágil densidad cristalina de sus escenas. Burbujas que estallan como bombas.

De hecho, es posible afirmar que en el momento en que finalmente consigue purgar su infierno interior agota la fuente de su arte. En 1960 Williams escribe un texto extraordinario sobre su padre, The Man in the Overstuffed Chair (publicado en 1980 y hoy disponible como prefacio de algunas ediciones de sus cuentos completos). En él el autor transfiere su afecto por la madre –aliada de toda la vida– al padre, a quien cree por fin entender. La madre, que es al mismo tiempo Blanche DuBois y su hermana Stella Kowalski en A Streetcar Named Desire (1947) –vale decir una sureña «caída» y casada con un hombre inferior, y la hermana que sigue viviendo de glorias pasadas– había sido hasta entonces para Tennessee Williams un refugio de delicadeza en un mundo grosero y brutal. Mundo en buena medida personificado por el padre, siempre atormentado por el dinero que no consigue traer a casa. Antes de escribir sus obras más importantes, en 1939, Williams había explicado a su agente que «tengo un solo tema clave para toda mi obra, que es el impacto destructivo de la sociedad en los individuos sensibles e insumisos». Hasta 1960 el instrumento de agresión de la sociedad había sido encarnado por el padre, en conflicto con la «sensibilidad» de la familia: la madre, la hermana y el hijo Tom. En la pieza Suddenly, Last Summer (1958), la señora Venable defiende a su hijo Sebastian, un poeta, diciendo que «la vida de un poeta es su trabajo, mientras que el trabajo de un vendedor es una cosa y su vida es otra». Sólo en el texto de 1960 Williams reconoce que su padre también libraba una guerra perdida contra el mundo. «Ahora entiendo muchas cosas sobre él, como su rabia contra la vida, tan similar a la mía, ahora que tengo la misma edad que él». Casi con perfecta sincronía escénica, Williams experimentaría poco tiempo después su primer fracaso teatral con The Night of the Iguana (1964).

Llegaban así a su fin tres lustros dorados, inaugurados con The Glass Menagerie (1944), cuando el arte de Tennessee Williams dominó las tablas norteamericanas y mundiales, llegando a los públicos más distantes en adaptaciones cinematográficas. Gore Vidal recuerda en sus memorias la gloria juvenil de los escritores norteamericanos, que gastaban sus derechos de autor en la Europa postrada y empobrecida por la Segunda Guerra Mundial: James Baldwin, Norman Mailer, Truman Capote, Paul Bowles y otros. Vidal anota también cuánto más viejo le parecía Tennessee Williams con sus treinta y siete años. Efectivamente, Williams, a pesar de algunos premios literarios prematuros, había tenido un desarrollo artístico tardío (emocional y sexual también: sólo descubrió su homosexualidad y la plenitud erótica al rozar los treinta). Hasta entonces había llevado una vida errante y pobretona, en la que su «principal ocupación subsidiaria» –además de la literatura– era la de camarero, tras pasar una década como eterno estudiante universitario (Williams es tal vez el único dramaturgo de genio con un diploma de estudios teatrales). Sin embargo, se había declarado escritor a los dieciséis años, habiendo descubierto la literatura a los catorce «como un medio para escapar de un mundo real en el que me sentía profundamente incómodo».

El genio de Williams –es evidente– se explica por el arreglo de cuentas con su infierno familiar para poder reconciliarse con la vida. La crítica ha mostrado cómo su obra teatral se deriva repetida e insistentemente de sus poemas y, sobre todo, de sus cuentos (dígase de paso que Williams es excelente cuentista). Una imagen es vislumbrada en un poema, madurada en un cuento y consumada en el teatro. Su primera pieza escenificada, Battle of Angels (1940) arranca de un poema. Y su primera obra maestra, The Glass Menagerie, nace de un soberbio cuento de 1941, Portrait of a Girl in Glass, que perpetúa los momentos de felicidad familiar con la hermana Rose. Cuando su agente literaria, la mítica Aubrey Wood, le pide una lista de sus obras antes de aceptar un breve y desdichado contrato en Hollywood (para asegurarle los derechos de autor), queda sorprendida con el número de textos. Eso aclara la trayectoria literaria de Williams y la especificidad de su lento desarrollo estético. Gore Vidal recuerda, no sin malicia, la ignorancia y desidia cultural del dramaturgo, dejando constancia al mismo tiempo de que era un trabajador contumaz. Pero está claro que la originalidad y autenticidad de la obra de Williams es el resultado no de refinamientos estéticos, sino de una búsqueda íntima. Toda su vida y sus esfuerzos cristalizaron en dos piezas casi perfectas, que son las dos caras de una misma moneda: The Glass Menagerie y A Streetcar Named Desire. Otra, Cat on a Hot Tin Roof (1955) es más refinada técnicamente, pero no deja de ser una reiteración.

Eso explica el impacto inesperado y triunfal de The Glass Menagerie en el teatro estadounidense, exactamente en su período áureo. La dramaturgia norteamericana había obtenido su consagración con el Premio Nobel concedido en 1936 a Eugene O’Neill, cuya obra había introducido en los escenarios norteamericanos la modernidad teatral de Ibsen y Strindberg, asimilándola. La formación y triunfo de Williams ocurre a la sombra de O’Neill, pues dos de sus obras mayores son montadas en esa época: The Iceman Cometh (1946) y Long Day’s Journey Into Night (1956, póstuma). Pero las tragedias al gran estilo de O’Neill, con su diálogo poco idiomático, ya tenían un sabor algo arcaico para los Estados Unidos de la Depresión, y más aún de la posguerra. El teatro de Arthur Miller –algunos críticos hablan de la «era Miller-Williams» al analizar el período de posguerra– refleja un nuevo mundo social y político. Pero es la obra de Tennessee Williams la que llega a la fibra íntima del público, y por excelentes razones. A los cambios sociales externos corresponde un doloroso cambio en la psicología colectiva, en las relaciones entre las generaciones y los sexos. De ahí que Williams afirmara que sus piezas se basan en la implosión de la familia estadounidense.

El impacto de The Glass Menagerie fue también estético. A pesar de sus estudios formales, Tennessee Williams no era un literato en busca de formas y métodos nuevos, sino un mensajero en busca del mejor y más efectivo vehículo para su mensaje. Por este motivo, argumentos y tipos nunca son abandonados, aunque no funcionen en un primer impulso; son reescritos una y otra vez, retomados en nuevas piezas con otros títulos, pero fácilmente reconocibles. Y el hecho es que, como todo artista lírico –es decir, intransferiblemente subjetivo–, el contenido es la forma. Eso fue reconocido gentilmente por el propio Arthur Miller, quien, reconociendo la influencia que recibió a pesar del paralelismo de sus carreras, indica que Williams «abrió nuevas vertientes al colocar en escena la sensibilidad en estado puro, no abandonando las estructuras dramáticas, sino transformándolas». Después, sin la nostálgica poesía de The Glass Menagerie –una «pieza de la memoria»–, A Streetcar Named Desire encara frontalmente las consecuencias, mostrando las pasiones apenas presentidas en la primera pieza, especialmente las sexuales. Williams nunca conseguiría superar, aunque algunas veces sí la iguale, la intensidad de estas dos obras.

Ya con la primera se hizo rico y famoso. Con la mitad de los derechos de autor de Menagerie su madre pudo emanciparse de Cornelius Williams. Con Streetcar, la primera pieza teatral que recibió los tres grandes premios literarios nacionales, incluido el Pulitzer, Tennessee Williams comienza a reinar soberanamente en los escenarios estadounidenses, al mismo tiempo que conquista una seguridad que las cartas de su juventud pintaban como utópica. Ignorando las acusaciones de repetitivo, escribiría algunas piezas memorables más, pero ya había dicho lo que tenía que decir. En un texto célebre, describió su situación como «la catástrofe del éxito». Saturado de alcohol y Nembutal, aterrorizado por la soledad, se convirtió en el hombrecillo sudoroso e incoherente que conocí, consciente de haberse sobrevivido.

Pero un superviviente no necesita ser un derrotado. Blanche DuBois habla del terror que le inspiraba morir asfixiada por una uva, y Williams murió asfixiado por la tapa de un frasco de medicamentos, solo, en un cuarto de hotel, como había vivido gran parte de su vida. Pero el eco es más profundo. Gore Vidal cuenta cómo la actriz inglesa Claire Bloom se inspiró para una actuación extraordinaria en Streetcar en que, antes de salir al escenario, Williams le aseguró que la frágil y delicada Blanche terminaría por triunfar en la vida, imponiendo sus propias condiciones. Como el frágil y atormentado Tennessee Williams, que triunfa siempre que sus piezas se representan en cualquier escenario del mundo.

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