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Contra la legislación expresiva

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Permíteme comenzar con la palabra que mejor describe el efecto que me producen los procesos de elaboración de nuevas leyes de enseñanza: «aburrimiento». En su, por lo menos, doble acepción. Se dice que uno está aburrido cuando, a fuerza de repetirse algo, deja de llamar su atención o despertar su interés. Convirtiendo este proceso en arte, se aburre a alguien cuando se le lleva a desistir de algún empeño o pretensión por medio de repeticiones que no conducen a ninguna parte. Pues bien, en ambos sentidos me aburren las pretensiones de remediar mediante cambios legislativos los males de la enseñanza.Y, claro, el tedio va en aumento. La tentativa del PSOE, llamada LOE, me aburre más que la anterior del PP, llamada LOCE, que ocurrió hace sólo dos años. Incluso la antepenúltima, que también fue del PSOE y se llamó LOGSE, la veo ahora mucho más aburrida que entonces.

Y no es, quiero creer, la edad ni la experiencia lo que me produce el tedio. Es que no veo en la enseñanza grandes defectos que corregir ni grandes males que remediar; y además, caso de que los hubiera, no se corregirían con los remedios que los partidos disputan y las leyes arbitran. Lo que me hastía es que todo el juego consiste en anunciar remedios ineficaces contra males inexistentes.

¿No creo, entonces, que la enseñanza en España es un desastre, que estamos a la cola de Europa en matemáticas, que la educación de nuestros adolescentes es deplorable? No, no creo nada de esto.Vayamos por partes y dejemos para luego lo de la educación, que es materia confusa y resbaladiza, limitándonos hoy a la enseñanza. Estoy totalmente de acuerdo con lo que el presidente del Gobierno replicó hace unos días a un senador del PP. Le dijo que la enseñanza española no está hecha un caos, pese a los ocho años del PP en el poder. Ni, podría haber añadido con algo de humildad, pese a los catorce años del PSOE. Estamos a la altura de los países mejores del mundo, los que siempre hemos envidiado y querido imitar:Alemania, Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos.

¿Y el Informe PISA? ¿Olvido el Informe PISA? ¿No nos situaba el Informe PISA a la cola de la OCDE? Todo lo contrario, me baso precisamente en el Informe PISA, ese estudio coordinado por la OCDE que ha permitido, por primera vez en la historia, comparar lo que llevan aprendido los alumnos de quince años en más de cuarenta países. Como cualquiera ha podido comprobar en los periódicos, en el Informe de 2003, centrado en las matemáticas, la puntuación media de los alumnos españoles era de 485, con una desviación típica de 85; y en el primer informe PISA, centrado en la lectura, los alumnos españoles obtuvieron una media de 490 puntos, con desviación típica otra vez de 85. Por convención, la OCDE tiene siempre 500 puntos de media y 100 de desviación típica.

Es una diferencia pequeña. Podría incluso ser irreal, deberse a errores en la muestra de alumnos o en la muestra de preguntas. De hecho, al añadir en 2003 dos campos nuevos a la prueba de matemáticas de 2000, la puntuación de los alumnos españoles ha subido de 470 a 485. Pero, si es real, es en todo caso pequeña. Solemos despreciar diferencias de esta magnitud: si un niño saca una nota de 5 y otro saca 4,85, ¿dejamos a éste sin vacaciones? Si la nota media de un centro es 5 y la de otro 4,85, ¿consideramos un desastre a este segundo? Si nadie se ha felicitado por los 15 puntos que hemos mejorado entre 2000 y 2003, ¿por qué se llora tanto por los 15 que nos separan de la media? Esos 15 puntos, cierto, bastan para ponernos a la cola de los países de la OCDE, pero eso se debe al hecho de que los países de la OCDE están muy igualados. Estamos a la cola, sí, pero a la cola en un sprint muy reñido. Muy por detrás del pelotón de cabeza, a cien puntos, vienen países como Argentina, Uruguay, Chile, México o Brasil. Esas sí son diferencias.

La inexistencia de un problema puede no arredrar a los ideólogos que creen saber cómo arreglarlo. Hay que aceptar que hay crisis, para que cada cual pueda proponer el repertorio de remedios que tiene preparados para toda ocasión. Los conservadores proponen itinerarios y disciplina, los progresistas reformas didácticas y formación del profesorado, los sindicatos aumentos del gasto (es decir, de sueldo y de plantilla). No importa que nadie haya logrado mostrar nexo alguno entre estas recetas políticas y el funcionamiento de las escuelas.

El Informe PISA, tantas veces citado en vano, ha vuelto a no encontrarlas. Lo que ha encontrado es que todos los sistemas educativos de los países desarrollados producen aproximadamente los mismos resultados. Se dan, desde luego, pequeñas diferencias entre ellos, hasta de veinte o treinta puntos. Pero no pueden atribuirse a ningún rasgo ni propiedad de los sistemas, tal como prueba el hecho de que diferencias iguales o mayores que entre países se dan entre regiones del mismo país.Aquí mismo, sin ir más lejos, el País Vasco y Castilla y León tienen una media de 505 puntos, Cataluña, 494 y Andalucía parece que 470 (la cifra no es oficial). ¿Porque tenemos diecisiete sistemas educativos distintos, como dicen algunos? Puede, pero entonces he de recordar que: a) las diferencias son mucho mayores en Italia, con un sistema unificado; b) nadie ha tocado a rebato en Cataluña por una diferencia de 10 puntos ni en Andalucía por una de 35; y c) las leyes que se discuten son leyes marco a nivel nacional (de España) que son luego aplicadas por las comunidades autónomas. El Informe PISA deja claro lo mismo que ya quedó patente en el Informe Coleman en 1966. Alcanzado un cierto nivel, no cabe esperar progresos educativos de medidas como incrementar los recursos, imponer tal modelo organizativo (por ejemplo, comprensividad o itinerarios) o formar al profesorado en tal modelo didáctico (por ejemplo, enseñanza activa o disciplinada). Hay algunas políticas que son claras, baratas y eficaces, como construir escuelas y pagar a los maestros. Pero en los países ricos hace mucho que están todas aplicadas. Las que quedan son caras y/o de eficacia dudosa. Hace sólo unas semanas la Fundación Santillana invitó a ingleses, suecos y finlandeses para que explicaran la clave de su éxito. El inglés dijo que el suyo se debía a la centralización, el sueco atribuyó el suyo a la descentralización y el finlandés habló de tener contentos a los profesores sin pagarles mucho. Son las mismas cosas que se hacen o se intentan en todas partes. La cuestión de por qué funciona la descentralización en Suecia y no en Argentina quedó sin responder.

Todo apunta a que los sistemas, si funcionan, tienen resultados similares aunque sean diversos. PISA muestra que ni siquiera el gasto tiene influencia sobre los resultados, así que no digamos una hora de educación para la ciudadanía sobre los hábitos cívicos.Ante esta evidencia, lo que los expertos en educación deberían hacer es reconocer que sus disputas han sido vanas y dejar de hacer a los políticos recomendaciones irresponsables y temerarias. Deberían callarse hasta encontrar algo que puedan decir con fundamento. Los políticos, por su parte, deberían dejar de imponer mediante leyes las ideas de los expertos, abandonar la ilusión demagógica de que tienen fórmulas para que se aprenda sin esfuerzo y dedicarse a organizar el uso eficiente de los recursos, fomentando el trabajo eficaz de alumnos y profesores.
Además de aburrirme, este ir y venir de leyes de educación sobre enseñanza a veces también me irrita. Y es que, con el pretexto de la enseñanza, para lo que sirven es para escenificar ante el público el conflicto entre partidos. Como acabo de argumentar, no son realmente leyes instrumentales, que ordenen los medios para alcanzar un fin; tienen ante todo funciones expresivas. Se cambian para hacer patente que el poder ha cambiado de manos; para que quede claro que gobernamos otros; para llamar a rebato a las respectivas huestes. Esto tiene que ver un tanto con la pérdida de competencias de nuestro gobierno nacional, por arriba hacia Europa y por debajo hacia las comunidades. Las grandes cuestiones de economía, política exterior o defensa se deciden en Europa y están fuera de debate. Las cuestiones menores de planes urbanísticos o enseñanza se deciden en cada comunidad autónoma. Impedidos de hacer política, los gobiernos centrales se ven reducidos a hacer leyes. No hacen falta, pero hay que entretener a la parroquia. Por ejemplo, las pocas novedades que introdujo el gobierno del PP en su malograda LOCE, y particularmente los famosos itinerarios, podían haberse hecho desarrollando mediante decretos el texto de la ley que derogaron, la LOGSE. Pero un decreto apenas permite movilizar a la opinión pública e intercambiar descalificaciones con la oposición.

Lo mismo está ocurriendo esta vez. La tramitación de la LOE ha servido para resucitar a las dos Españas más amojamadas: la religiosa y la laica. El pretexto han sido dos cuestiones: las reglas de admisión a los centros y la enseñanza de la religión. La primera viene a cuento de que los autodenominados defensores de la escuela pública acusan a los centros concertados de no acoger su parte de alumnos inmigrantes. Dicho entre nosotros, resulta bastante penoso que los mismos que se llenan la boca de multiculturalidad consideren a los hijos de inmigrantes como una carga y les culpen de los problemas de sus escuelas.Y más todavía cuando parece que las escuelas concertadas de la Iglesia sí que acogen a su parte (un 17%, más o menos) de inmigrantes, y que son las no religiosas las que provocan el desequilibrio. Pero no era esto a lo que iba, sino a que los reglamentos de admisión de alumnos no son materia de ley; jurídicamente dan, como mucho, para un decreto de comunidad autónoma; y realmente se trata de aplicarlos rectamente, algo por lo que velan los inspectores y ante lo que son ineficaces los parlamentos. Si, como es notorio, ciertos colegios concertados (y algunos públicos) llevan años defraudando los reglamentos, no es otra ley la que va acabar con sus trucos para seleccionar a los alumnos. Eso sí, a cuenta de si la instancia se manda al centro o a la autoridad, el PP saca a la calle a miles de adeptos para defender la libertad de elección de centro.

En lo de la enseñanza de la religión, poco puede cambiarse con leyes que tienen que respetar el vigente Concordato con el Vaticano. En la práctica, la disputa deriva hacia sutilezas organizativas que están muy por debajo de las competencias de las Cortes, como si quienes no eligen religión tienen ese tiempo libre o han de dedicarlo a actividades fastidiosas. Es, por cierto, una eficaz manera de granjearse la animadversión de los adolescentes, como enseña la experiencia de tantos años en la formación de intelectuales anticlericales, pero allá la Iglesia con sus procedimientos pastorales. Lo que aquí importa es que habría que renegociar el Concordato si realmente quiere dejarse la religión católica fuera de la escuela. Suscitar la cuestión fuera de contexto no cambia la situación. Sólo sirve para que el partido gobernante haga un guiño a sus electores anticlericales.A la oposición le permite jugar a ser mucho más que dos codo a codo en la calle con el clero católico. Esa es la verdadera razón, me parece, por la que habiendo tan pocas diferencias reales entre sus propuestas, nunca logran los partidos el consenso o el «pacto educativo» por el que tanto claman.

Además de que me aburra su inutilidad y de que me irrite su uso expresivo, hay todavía otro motivo para aplicar a la navaja de Ockham a la actividad legislativa. Mientras izquierda y derecha dan grandes voces y se dan terribles puñadas de guiñol para convencerse de sus respectivas identidades, suele aparecer un tertius gaudens que aprovecha el conflicto a su favor. Son casi siempre los empresarios de centros privados concertados. Son los partidos nacionalistas que ofrecen su apoyo igual a unos que a otros a cambio de pequeñas concesiones, como la supresión de controles, la ampliación del porcentaje curricular o el debilitamiento del poder del ministerio del ramo. Mientras PP y PSOE intentan por turno quitar el uno lo que el otro puso, las cesiones a las autonomías nunca tienen marcha atrás. Es un proceso con riesgos. Sin compartir la alarma de los que ven el sistema educativo fragmentado en diecisiete, preocupa ver cómo los gobiernos autonómicos de todos los partidos pugnan por constituir sistemas universitarios propios en los que la movilidad de los profesores es imposible y la de los alumnos depende de becas y convenios.También intranquiliza constatar el uso que hacen de la mitad del currículum que queda al arbitrio de las comunidades autónomas gobernadas por partidos nacionalistas. Suelen destinarlo a la construcción de las respectivas identidades nacionales en oposición a la española. No tocan, claro está, las matemáticas y las ciencias naturales; pero todas reducen la lengua, la geografía y la historia al ámbito de su territorio, y algunas cuentan su historia como una epopeya de sometimiento y liberación nacional. No creo, desde luego, que hubiera sido posible el preámbulo del recién aprobado proyecto de Estatuto para Cataluña sin el trabajo previo de separación y oposición de Cataluña y España en los libros de historia (como puede verse, por ejemplo, en el Museo de Historia de Cataluña).

No me creas, por cierto, fatalista ni abúlico. Creo que siempre se puede y se debe mejorar, pero no fiando la mejora a que se implanten por ley unas u otras fórmulas, sino buscando día a día las más adecuadas a cada situación y dedicando el talento y el esfuerzo a que funcionen eficazmente. Así, de paso, se evita que los partidos libren sus batallas en las escuelas.

 

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