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Sobre el héroe Pollock y el horror africano

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El día que visité la retrospectiva de Jackson Pollock, la cola se prolongaba por la larga acera de la Cincuenta y tres hasta doblar holgadamente por la Quinta Avenida. Era una mañana gélida tras un día feriado, las calles estaban medio desiertas y las aceras rebosaban de árboles de navidad ya desmochados que esperaban a ser retirados por el camión de la basura. En ese país, en el que el ecologismo es una especie de religión universal obligatoria, la gente corta abetos con la misma alegría con que Bugs Bunny arranca las zanahorias de la huerta de Elmer. Y es que la Navidad, además de un hermoso invento victoriano (espero que ustedes también lo pasaran estupendamente: no saben las ganas que tengo de que lleguen las del año que viene), es un tiempo propicio para la tregua. Incluso para la tregua, digamos, medioambiental.

Dos horas más tarde, cuando salí del museo tras una agobiante visita en la que la multitud impedía que pudiera contemplarse ningún cuadro en su totalidad (lo que no deja de ser paradójico ante una pintura que se pretende allover, es decir, en la que no debe predominar ningún detalle, en la que el único énfasis se pone en el conjunto), la cola tenía la misma extensión. Hacía el mismo frío y los que esperaban permanecían con la misma entusiasta paciencia de la que habíamos hecho gala los del turno anterior.

Más tarde he sabido que el Servicio Postal de los Estados Unidos está a punto de lanzar un sello de treinta y tres centavos ilustrado con una imagen del pintor tomada de una de esas famosas fotografías de los años cincuenta en las que Pollock aparece siempre con un cigarrillo y en pose de action painting: inclinado sobre un lienzo depositado en el suelo y soltando el dripping con la ayuda de un palo impregnado de pintura de esmalte. Aparecer en un sello, aunque sea de treinta y tres centavos, es la consagración del héroe americano: el no va más de la celebridad. Claro que el Servicio de Correos ha preferido, sin duda por razones de moral pública, omitir el ominoso e incorrecto detalle del cigarrillo –probablemente un camel: a Pollock, como a mí cuando fumaba, le encantaban–, pero eso es pura anécdota. Lo que cuenta es que Pollock ha llegado al sello.

Jackson Pollock (1912-1956) ha dominado la escena de este invierno neoyorkino como un gigante de la cultura, un polo de atracción mediáticamente impulsado (hay un revival indudable de los forties y fifties), en el que su atrabiliaria figura se ha presentado como la del Auténtico Artista Americano. Su vida azarosa, su carácter difícil y su temprana muerte en accidente de automóvil –como James Dean– han completado su aureola de mito heróico. Los jóvenes llevan camisetas con su nombre, pañuelos con reproducciones de las manchas de Autumn Rhythm; number 30 y de otros cuadros emblemáticos; se venden cuadernos con las tapas decoradas con muestras de sus drippings, de sus salpicaduras, de sus enloquecidas y bellísimas caligrafías inextricables; la gente puede adquirir cedés con una selección del jazz que escuchaba para pintar. Y el carísimo catálogo de la exposición, obra del curator Kirk Varnedoe, se ha convertido en una especie de best-seller de temporada. En fin, todo un merchandising totémico que tiene para el consumidor la misma función que el viejo Arnold Hauser atribuía a las pinturas rupestres: meros elementos propiciadores de lo que representaban. Comprándolos se posee algo de lo que tuvo el héroe-artista-que-luchó-mucho-hasta-triunfar. Y es que –ahora sí– Pollock ha entrado definitivamente en el panteón de las estrellas norteamericanas. En el imaginario colectivo, su trono no está muy lejos del de Warhol.

Todo lo cual no deja de ser aparentemente extraño, especialmente si tenemos en cuenta que, con escaso talento (digo talento, no genio), y dotado de un carácter neurótico y depresivo que solía agravar su consumo desmesurado de alcohol, Pollock fue durante la mayor parte de su carrera un auténtico perdedor, un fracasado. El triunfo le llegó bastante tarde. En 1943 hizo su primera individual porque Peggy Guggenheim se había fijado en él. Y la fama no le llegó hasta que, después de que los gurús críticos Clement Greenberg y Harold Rosenberg lo bendijeran como jefe de fila del expresionismo abstracto –probablemente el movimiento pictórico más genuinamente norteamericano de este siglo–, sus cuadros de manchas atrajeran la atención y la rechifla de la prensa conservadora. Que este tipo tenaz, hambriento de éxito y escasamente dotado de las cualidades que suelen adornar a los pintores –sea cual sea su inclinación– se haya convertido en un personaje de culto se debe a que, como decía Deborah Solomon en una entrega reciente de The New Yorker, si hay algo a lo que America ame más que a un héroe es a un antihéroe. Y Pollock –frente a, por ejemplo, Rothko, De Kooning o Kline– encarnó a la perfección ese personaje.

De nuevo, carnicería en Sierra Leona, el antiguo asentamiento diseñado por el ilustrado Granville Sharp para que los esclavos libertos construyeran una Utopía que se ha revelado imposible; en la vecina Liberia tampoco funcionó. La Utopía no funcionó nunca en parte alguna: de eso nos quedó la tristeza. La insidiosa guerra que se prolonga desde 1991, treinta años después de la Independencia de los británicos, lleva camino de ensangrentar toda la región. Occidente mira a otro sitio, como hizo con Ruanda. África es la vergüenza de todos nosotros, la peor mancha en nuestro equipaje milenario y eurocéntrico de escépticos finiseculares: no hace falta releer al viejo Fanon (y, además, ¿quién se acuerda de él?) para saber quiénes siguen siendo los verdaderos condenados de la tierra.

De vez en cuando, imágenes intolerables captadas entre dos instantes de zapping de nuestro supermercado cultural nos devuelven el horror. La televisión lo convierte en horror postmoderno, pero sigue siendo horror. Ya no se trata de aquel demonio fláccido, pretencioso y de ojos apagados que tanto agobiaba a Marlow en El corazón de las tinieblas: en África el horror se ha hecho tan concreto y espeluznante que a uno se le hace difícil comprender cómo podemos vivir permitiéndolo.

Más bibliografía africana del espanto: el libro We Wish to Inform You that Tomorrow We Will Be Killed with Our Families (traducción aproximada: Nos gustaría informarles de que mañana seremos asesinados con nuestras familias), sobre el genocidio a machetazos de los tutsis en Ruanda, es uno de los testimonios más estremecedores de los últimos años. Quizás por eso en Estados Unidos y en Inglaterra lo han considerado uno de los mejores libros publicados en 1998. Conviene leer cosas así cuando nos sintamos demasiado encantados de habernos conocido (y eso nos sucede a menudo, aquí en Europa). Quizás para combatir los sentimientos de excesiva satisfacción, en los últimos años me he ido haciendo un pequeño archivo de horrores: no por morbo de barraca privada de feria, sino como exorcismo. De ese archivo rescato una pieza (Le Monde, 6 de octubre de 1998) que he leído muchas veces, como si intentara en cada ocasión entender algo que se me hubiera escapado anteriormente. En ella se relata el testimonio de Cecilia Caulker ante la Corte Marcial de Freetown (Sierra Leona), en el que refirió que militares partidarios de una de las múltiples facciones en liza le obligaron a comer el corazón de su hijo, ejecutado en su presencia. Como siempre, todo está en Shakespeare: lean, o relean, Titus Andronicus. La verdad es que no había pensado en un final tan brusco.

REFERENCIAS

STEVEN NAIFEH y GREGORY WHITE SMITH, Jackson Pollock. Una saga estadounidense. Circe Ediciones, Barcelona, 1991.
JACKSON POLLOCK, Catálogo de la exposición del MOMA a cargo de Kirk Varnedoe y Pepe Karmel. New York, 1998.
JOSEPH CONRAD, El corazón de las tinieblas. Alianza Editorial. Madrid, 1976.
PHILIP GOUREVITCH, We Wish to Inform You that Tomorrow We Will Be Killed with Our Families. Farrar, Straus & Giroux (EE.UU.) y Picador (Gran Bretaña).
WILLIAM SHAKESPEARE, Titus Andronicus. Varias ediciones.

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Ficha técnica

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