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Sobre amnistías, presos políticos y terroristas

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A continuación voy a tratar de comentar las observaciones que el profesor Santos Juliá ha hecho sobre mi capítulo. Espero que mi respuesta contribuya a disipar algún que otro malentendido, ya que considero que varias de sus afirmaciones no desmienten lo que yo expongo.

1.  Sigo manteniendo que la liberación de los presos que aún quedaban en la cárcel tras las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977 «eclipsó» la importancia de otros asuntos muy relevantes que contenía la Ley de Amnistía de octubre de ese mismo año; entre otros, la inmunidad para quienes, desde el Estado franquista, habían violado derechos humanos. Este asunto no había suscitado movilizaciones ni a favor ni en contra de partidos políticos ni de ciudadanos, y ni siquiera fue objeto de atención en el debate parlamentario. Hace unos años Felipe González nos recordaba: «Tenemos la memoria flaca», puesto que «[c]uando se pensó en la amnistía no se estaban considerando los crímenes de la dictadura, sino sólo los delitos de la izquierda y la oposición»Felipe González y Juan Luis Cebrián, El futuro ya no es lo que era, Madrid, Punto de Lectura, 2002, p. 26..

2.  Que el asunto de los presos, a pesar de los indultos, amnistías y «extrañamientos» anteriores, seguía siendo algo fundamental en la agenda política lo demuestran tanto las movilizaciones que continuaron produciéndose para conseguir su liberación, como el hecho de que la UCD encargara una encuesta al CIS, en septiembre de 1977, para ver qué pensaban los españoles sobre la liberación de estos últimos presos. Por lo tanto, en dichas fechas aún quedaban reclusos que habían actuado por motivaciones políticas o ideológicas (lo de si podían o no considerarse «presos políticos» será tratado con posterioridad) y las movilizaciones continuaban, aunque con menor intensidad.

3.  La inmunidad que consagraba la Ley de Amnistía fue introducida en la proposición de ley que presentó la UCD, días después de que la oposición presentara las suyas. ¿Por qué el partido gubernamental incorpora este asunto? En mi opinión, porque al Gobierno le resultaba tan difícil justificar una norma que sacara a la calle a presos con delitos tan graves en su haber que necesitó garantizar a las fuerzas de orden público, a los militares y a la derecha en general, que nadie podría revisar judicialmente las acciones del Estado franquista. Dichas garantías no convencieron a la derecha (AP) de que apoyara la ley, pues a este partido le preocupaba, en palabras del diputado popular Carro Martínez, precisamente lo que tenía de «borrón y cuenta nueva». La inmunidad, sin embargo, sí fue aceptada por la oposición, y ello al menos por tres motivos: a) porque consideraba que los otros asuntos que contemplaba la ley eran mucho más trascendentes; b) porque entonces debió de entender que era una contrapartida justa al hecho de poner en la calle a responsables de crímenes atroces, y c) porque, en aquel entonces, prácticamente nadie se planteaba siquiera en España la posibilidad de que se celebraran juicios contra los responsables de violaciones de derechos humanos durante el franquismo.

4.  No sólo los terroristas con delitos de sangre se beneficiaron de la amnistía: el 1 de noviembre de 1977, El País publicaba la siguiente noticia: «Ciento veintitrés reclusos habían sido amnistiados hasta las doce horas del mediodía de ayer […]. De ellos, 118 han sido excarcelados, mientras cinco permanecen en prisión, por tener pendientes otras causas. De los excarcelados, 83 presos son objetores de conciencia, dieciséis de ETA, nueve del MPAIAC, cuatro del FRAP, uno del Partido Comunista de Euskadi y cinco sin filiación política conocida». Según otra información, aparecida en El País el 14 de junio de 1977, también había presos anarquistas susceptibles de beneficiarse de la ley. Finalmente, de acuerdo con el mismo rotativo, también se beneficiaron de la ley «periodistas procesados por delitos de intención política» (El País, 4 de noviembre de 1977). Quienes quedaron fuera de su ámbito de aplicación fueron los funcionarios del cuerpo de justicia y los militares, que, por el momento, no recuperaban sus derechos activos; y los gais, las lesbianas, las adúlteras y las abortistas, que aún tardarían un tiempo en salir de la cárcel porque en sus «delitos» no se apreciaba «intencionalidad política».

5.  Si la reacción del profesor Juliá a mi texto responde en parte a la suposición de que yo considero, hoy en día, a los etarras «presos políticos», debo aclarar que en absoluto suscribo semejante opinión. Es cierto que, en la actualidad, ningún demócrata puede considerar «presos políticos» a los etarras, pero esto no estaba tan claro en la época sobre la que estamos discutiendo y en la que, como el mismo profesor Juliá manifiesta, se pensaba que, sacando a sus presos de la cárcel, ETA dejaría de matar. Por ejemplo, en El País, el 10 de diciembre de 1977, aparece la siguiente noticia: «El último preso político vasco, en libertad» (las cursivas son mías). Lo que subyacía en dicha medida de amnistía era, precisamente, que los etarras eran presos «políticos» que habían luchado contra la dictadura, y no contra el Estado español (aunque la realidad, inmediatamente después, demostraría lo contrario). ¿Cómo, si no, se entiende que en la ley se incluyeran «todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado», hasta el 15 de junio de 1977, cuando se apreciara, además, «un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España»?

6.  Convengamos en que, a la altura de 1977, no era fácil incluir a España entre las democracias. Como resultado de las elecciones celebradas en junio de ese mismo año, era democrático su Parlamento. Por otro lado, algunos derechos y libertades habían comenzado a introducirse, aunque muy lentamente, desde la muerte de Franco. Pero a nadie se le oculta que, en los procesos de democratización, las recién creadas instituciones democráticas coexisten con leyes sumamente represivas heredadas del pasado.

7.  Podríamos dar muchas vueltas a qué es, en realidad, un preso político, asunto sumamente proceloso sobre el que se está lejos de alcanzar un consenso incluso en el ámbito internacional. Habría que considerar, además de la naturaleza del régimen político, cuestiones como el derecho de resistencia (contemplado en la Declaración Universal de Derechos Humanos), si el preso hizo uso de una violencia desproporcionada para oponerse a un poder no democrático, si tuvo derecho a un juicio justo, etc. Pero esto nos llevaría demasiado lejos. Por el momento, considero que se pueden realizar las siguientes afirmaciones: a) que aún quedaban presos que habían actuado por motivaciones políticas o cuasipolíticas (objeción de conciencia al servicio militar, opción sexual, etc.); b) que no todos ellos tenían delitos de sangre en su haber; c) que, aunque muchos de los que sí los tenían habían cometido crímenes atroces, es muy improbable que fueran sometidos a juicios justos, con todas las garantías legales de las que posteriormente dispusieron, y d) que hoy en día nos repugnaría calificar de «preso político» a quien, en una democracia como la española, hace uso de la violencia para conseguir sus fines.

8.  Podría resultar interesante abrir una discusión sobre la pertinencia de considerar o no «políticos» a los presos que se beneficiaron de esta ley, pero no creo que pueda discutirse que la inclusión de la impunidad para los franquistas era una forma de contraprestación (de hecho, no figuraba en los proyectos de ley de la oposición), como las que han tenido lugar en muchos otros procesos de transición negociados entre los reformistas procedentes del régimen anterior y la oposición moderada al mismo. Esta afirmación, como es obvio, no supone la descalificación de lo que se hizo en la transición, sino la constatación de que la mayoría de estos procesos se construyen sobre la base de garantías mutuas de respeto y no agresión que se ofrecen los principales actores entre sí, lo que, por cierto, en demasiadas ocasiones, se ha traducido en medidas de impunidad para quienes violaron derechos. Hoy en día, gracias a las presiones ejercidas por organismos internacionales de derechos humanos, así como por los avances en el derecho internacional, es mucho más difícil encontrar amnistías tan amplias como las que se concedieron en el pasado.

9.  En resumen, el profesor Juliá señala que parto de «supuestos falsos», pues, según él, «no había presos políticos de la dictadura en las cárceles en octubre de 1977». Por un lado, he intentado demostrar que no sólo había terroristas entre los presos que se beneficiaron de la amnistíaAquí no considero los muchos otros beneficios que produjo la ley en términos de recuperación de derechos activos y pasivos para los represaliados.. Por otro, he reflexionado sobre si la expresión «presos políticos» es o no la más conveniente, y he justificado por qué la he empleado en mi capítulo: a) porque no se trataba sólo de terroristas; b) porque, aunque sólo fueran terroristas (considerados desde la perspectiva actual), así es como eran mayoritariamente denominados y considerados en la época, y c) porque, en un contexto no democrático y sin garantías procesales suficientes, muchos considerarían «políticos» a los presos que habían luchado contra el poder incluso si habían recurrido a la violencia.

10.  El profesor Juliá señala que, debido a esos «supuestos falsos», llego a «conclusiones erróneas», y entiende que no tengo en cuenta «algo tan elemental como la cronología», ni tampoco «los diferentes contenidos de las amnistías y de los pactos». Nada de lo que figura en mi capítulo avala dichas aseveraciones.

11.  Yo no hablo de «el pacto» como una «entelequia que actúa como una especie de deus ex machina que lo explica todo sin necesidad de ser él mismo explicado». Al contrario, precisamente en este capítulo introduzco muchísimos matices sobre lo que debe entenderse por los pactos de la transición y establezco una distinción novedosa sobre lo que ocurre en distintos ámbitos. En abierto contraste con otros autores que han escrito sobre este tema, no descalifico los acuerdos, pues evitaron, en buena medida, la instrumentalización partidista del pasado y, además, sin ellos, casi ninguna transición sería posible. Y, lejos de referirme al «silencio más absoluto en relación con el pasado», como sostiene el profesor Juliá, mantengo que la «presencia de la memoria de la guerra durante la transición fue abrumadora» (p. 253).

12.  Mucho me temo que el profesor Juliá ha introducido mis contribuciones en el mismo saco que las de otras personas que sí que han utilizado, a mi entender, de forma superficial y sesgada, expresiones como el «pacto de silencio» o el «pacto de olvido». Lamento profundamente, tras el tiempo y el esfuerzo que he consagrado a tratar de introducir matices y razonamientos documentados en estos asuntos tan delicados y cargados emocionalmente, que mis interpretaciones acaben asociándose con argumentos que han sido objeto de mis propias críticas en el pasado.

13.  En los debates que, con cierto componente de conflicto generacional, se han desarrollado en España en torno a nuestro proceso de cambio político, siempre me he encontrado un poco en tierra de nadie. No comparto la valoración tan crítica que algunos han hecho sobre la transición, pues creo que no acaban de captar las serias limitaciones que existían en dicho período, ni de considerar lo que eran los deseos mayoritarios de la ciudadanía; pero tampoco pienso que la transición deba convertirse en un fortín inexpugnable a la crítica, ni que la constatación del miedo a la violencia y a la represión que subsistían en dicho período envilezca a sus protagonistas. Nunca he sacado a relucir cuestiones como la «aversión al riesgo» o el «miedo a un nuevo enfrentamiento fratricida» para desacreditar el proceso de democratización, sino para contribuir al mejor entendimiento de algunas decisiones y comportamientos del período.

14.  Nada de lo que hasta ahora he escrito avala el argumento de que «toda realidad es inventada», como escribe el profesor Juliá. Así expresado, me parece, además, que se simplifica excesivamente una apuesta historiográfica que, si bien no comparto, en parte porque no la conozco suficientemente bien, sé que es mucho más rica y compleja.

15.  Una última consideración me parece importante a propósito de la recensión que ha provocado esta respuesta. No creo que el debate académico deba plantearse como un juego de suma cero, sino como un prolífico ejercicio de intercambio de ideas potencialmente enriquecedor para todos. A mi juicio, este objetivo exige tanto una disposición favorable a la discusión abierta como cautela y generosidad en la interpretación de las afirmaciones ajenas. En definitiva, requiere resistirse a la propensión –a la que demasiado a menudo sucumbimos los académicos– de querer zanjar discusiones sobre objetos de estudio poliédricos simplificando las posiciones de nuestros interlocutores y pasando por alto los matices que éstos emplean en sus argumentaciones.

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